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Vivir en el Camino

Quince escritores, reunidos por Sergio del Molino, cuentan Historias del Camino en este Año Jacobeo. Este nuevo libro gratuito de Zenda —el quinto en colaboración con Iberdrola—, que lleva por subtítulo Ficciones y verdades en torno al Camino de Santiago, incluye relatos de Rosa BelmonteRamón del CastilloLuis Mateo DíezPedro FeijooAnder IzagirreManuel JaboisJosé María Merino, Olga Merino, Susana Pedreira, Noemí Sabugal, Karina Sainz Borgo, Cristina Sánchez-Andrade, Ana Iris Simón, Andrés Trapiello e Isabel Vázquez. 

El libro, que no estará a la venta en librerías, está editado y prologado por Sergio del Molino, coordinado por Leandro Pérez y Miguel Munárriz y la ilustración de la portada es de Ana Bustelo. La versión electrónica de Historias del Camino podrá descargarse de forma gratuita en Zenda desde hoy. A lo largo de los próximos días, además, en Zenda iremos publicando los diferentes relatos que pueblan el libro.

Hoy es el turno de Susana Pedreira y de su relato, titulado «Vivir en el Camino».

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Vivir en el Camino

Nací lejos pero crecí en él. Atraviesa el pueblo en el que cumplí los siete años y en el que viví hasta irme a la Universidad. Mi ciudad universitaria es más suya que de nadie y la ciudad en la que ahora vivo y trabajo también está en su mapa. Me persigue. O yo voy detrás, no lo tengo claro. Es más que probable que la mitad de los pasos que he dado en mi vida los haya dado sobre él. Para ir al colegio, para ir de compras, para tomar cañas y cafés, caminando a la facultad cada día durante cuatro años, para ir a trabajar a diario, para tener citas, para volver a casa sola o acompañada… Es testigo privilegiado de dichas y desdichas, de mis pasos más enérgicos y de los más desganados. Ojalá haber sumado todos esos pasos y kilómetros, pero soy de los ochenta, nací en 1983, y no me instalé en el móvil el querido y tirano podómetro hasta 2021. Así, a ojo, calculo que merezco como mínimo diez Compostelas. Soy tan peregrina como la que más.

Nunca hice el Camino de Santiago pero vivo en él desde que tengo siete años. Y eso a pesar de haberme mudado de pueblo y ciudad tres veces desde entonces. Así de difícil es dejar de vivir en el Camino cuando el lugar que habitas se llama Galicia. Tres décadas después de instalarme, estoy segura de que el Camino es como el París de Vila-Matas: no se acaba nunca.

Crecí en lugares atravesados por él, aunque confieso que nunca me atravesó a mí. Me limité siempre a pisarlo sin épica, a observarlo sin más, a guiar a quien llegaba caminando y preguntando por el albergue, por la tienda de souvenirs más cercana o por la mejor pulpería. Confieso que criticaba a los peregrinos después de darles la información con la mejor de mis sonrisas y orgullosa por lo bien que me había explicado con mi inglés de EGB. Aunque tal vez he sido una ilusa y el Camino me ha atravesado más de lo que yo pensaba, porque nunca compro souvenirs cuando viajo ni como pulpo por deseo propio: siempre que lo hago es para complacer a alguien. Traumas de vivir en el Camino, de instalarte con siete años en un pequeño pueblo gallego llamado Melide, inicio y fin de etapa del Camino Francés y de la ruta más antigua: el Camino Primitivo. Las pulperías y los albergues brotaron allí como las setas en otoño, pero se quedaron para siempre.

Nunca entendí a los peregrinos. Ni a ellos ni a ellas, ni a sus calcetines altos con chanclas; no entendía sus ampollas, tampoco su cansancio feliz, ni sus quemaduras por el sol en verano y sus mojaduras por la lluvia el resto del año. ¿Qué necesidad? Esa pregunta lanzaba al aire siempre, con tono de superioridad. ¿De verdad lo hacían sin estar obligados? Yo, la que vivía en el Camino, juzgaba al que caminaba kilómetros y kilómetros para hacer noche en Melide, para madrugar al día siguiente y llegar a Arzúa. Ja. Imaginaba su decepción al llegar a Arzúa. Hasta me alegraba un poco y sonreía malvadamente. Los de Melide entenderán lo de la decepción y la sonrisa malvada. Los de Arzúa se enfadarán, pero lo siento, es una guerra vecinal histórica que no ha desactivado ni siquiera esa supuesta paz de espíritu que representa el Camino.

Después de ganarme aproximadamente cuatro Compostelas que nadie me dio, me mudé para ir a estudiar a la Universidad de Santiago. Estrategia magnífica para dejar de vivir en un lugar atravesado por el Camino. Me fui a la meta. ¿Qué necesidad? Bueno, la necesidad de estudiar Periodismo para acabar presentando un programa de radio llamado «Gente Viajera de Galicia» y otro que se llama «Un alto en el camino». Es obvio que me persigue.

En Compostela no tardas en descubrir que la vida de estudiante tiene mucho de peregrinación. No eres de allí, así que durante un tiempo sientes que estás andando por tierras extrañas. Vas cada día a la facultad como quien va en romería a un santuario por devoción. Una estudiante siempre tiene problemas, así que andas de un lugar a otro buscando o resolviendo algo. Por no hablar del viaje de cada viernes para volver a Melide y cruzarte en dirección contraria con todos los peregrinos que avanzaban hacia la meta que tú dejabas atrás durante el fin de semana. ¿Y el domingo qué? Vuelta a peregrinar a Santiago. Tres etapas de golpe, adelantando sobre ruedas a todas esas personas que estaban de ruta fuese cual fuese la estación del año. ¡Incluso en domingo! ¿Qué necesidad? ¿De verdad lo hacían sin estar obligados? Eso volvía a pensar a bordo del autobús Freire cargado de estudiantes que hacíamos nuestro propio y cómodo —aunque resacoso— camino. Peregrinar en el Freire a Compostela es algo común a muchas generaciones de estudiantes gallegos que cada domingo regresábamos a la meta del Camino y cada viernes de nuevo al hogar. Los estudiantes éramos también peregrinos como los que más.

Esa ruta Lugo-Santiago-Lugo era el emblema de la empresa Freire. Hablo en pasado porque desde el año 2020 su flota de autobuses ya no cubre el Camino. Ese peregrinaje común a todos los universitarios que vivíamos en los pueblos ubicados entre las dos ciudades gallegas ya no podemos hacerlo a bordo del Freire. No podemos citarnos en las paradas ni usar la expresión que heredamos de nuestras abuelas: «el coche de línea». Íbamos a Santiago en el coche de línea y en Palas de Rei, Melide, Arzúa, Arca (O Pino), en todas esas etapas del Camino Francés, el coche de línea tenía nombre propio: el Freire. Lo saben también los peregrinos porque ese autobús es memoria compartida por los que vivíamos en el Camino y por los que lo hacían. Recuerdo un artículo maravilloso de Miguel Anxo Murado en el que, como buen lucense, se despedía del Freire cuando la empresa anunció que ponía fin a su ruta y describía a la perfección a sus viajeros: «un pintoresco contingente, una especie de sóviet de estudiantes y campesinos, pero sin sóviet: unos de camino a la Universidad y otros rumbo al mercado de Melide o de Arzúa. Se subían peregrinos que, hartos de andar, hacían trampa, y señores que iban al médico a Santiago». A esos peregrinos que Murado llama tramposos yo siempre los respeté muchísimo, los entiendo mejor que a los otros y por eso prefiero llamarlos ansiosos.

El Camino era el paisaje durante ese viaje semanal de ida y vuelta para cientos de personas que vivían en él pero que nunca lo hacían. Lo observábamos sobre ruedas y desde las alturas. Por encima del hombro mirábamos a los peregrinos con nuestras cabezas apoyadas en la ventana del bus y nuestros pensamientos agitados por el traqueteo de la carretera nacional que discurre paralela a muchos tramos del Camino. No nos atravesaba, discurría en paralelo a nuestros viajes monótonos y a nuestras vidas. El Camino tiene a quien lo habita y a quien lo hace. Y, a veces, lo entiende mejor quien está de paso que quien lo pisa a diario.

Ser estudiante en el Campus de Compostela significa justamente eso: pisarlo a diario. Es muy probable que pases cada día por delante de la meta del Camino: la Catedral de Santiago. La gente cruza el mundo caminando para llegar aquí y nosotros hasta nos olvidamos de mirarla. Eso pensaba yo cada día. Puede sonar extraño, pero me obligaba a levantar la cabeza para admirarla, aunque fuesen las ocho y media de la mañana, tuviese sueño y el viento me rompiese el paraguas. Porque eso no te lo cuentan en las guías oficiales, pero es la gran verdad del Obradoiro: si hace viento y llueve, te quedas sin paraguas. Tal vez si eres peregrino no te importa, porque ya llegas curtido, pero si eres un común mortal acabas cambiando de ruta y saliendo del Camino aunque te pierdas el espectáculo catedralicio.

Calculo que durante esa etapa universitaria en Santiago me gané otras cuatro Compostelas. Y ya van ocho. Son muchos pasos y kilómetros los que debes dar para licenciarte, probablemente unos 100 km por año. Como los que hace un peregrino desde Sarria. Justo los necesarios para que le otorguen la Compostela. Pues bien, yo no llegué al Obradoiro, lloré en la Plaza, me tiré en la piedra, contemplé la inmensidad de la Catedral —más inmensa desde el suelo—, le di el croque al Santo, me purifiqué con el botafumeiro y me largué. No. Yo viví y caminé cuatro años por la ciudad. Incluso en turno de noche, que siempre se cotiza más.

Aunque hay algo que sí tienen en común los peregrinos y los estudiantes universitarios en Santiago de Compostela: son el alma de la ciudad, con permiso de sus habitantes. Los pobres picheleiros sufren a unos y a otros pero, al mismo tiempo, saben que no pueden vivir sin ellos. Hay diferencias, eso sí: los peregrinos se van, mientras muchos universitarios nos quedamos y Santiago pasa a ser nuestra ciudad. Por lo menos, así la sentimos. Ya no peregrinas por ella, ya eres de ella. Como antes eras de Melide. Y todo vuelve a empezar. Vuelves a convertirte en guía local, a pisar el Camino a diario pero sin épica y a observar a los que llegan exhaustos después de caminar durante días. La verdad es que allí, en la meta, sigues sin entenderlos demasiado.

Quizás ellos tampoco entiendan una ley no escrita que acaba por cumplirse antes o después: si no has nacido en Santiago, acabas huyendo. Huir de una ciudad a la que peregrinan cientos de miles de personas cada año tiene algo de rebeldía. Te vas del lugar por el que otros suspiran. Es bonito verlo así: me rebelé contra Compostela y me mudé a Pontevedra. Pero sería un engaño. La realidad es que me quedé sin trabajo y no hay devoción mayor para peregrinar a otra ciudad que una oferta de empleo cuando estás en el paro.

El Camino sigue bajo tus pies en Pontevedra, y la vida te brinda la oportunidad de seguir ganándote Compostelas que nadie te da. Calculo que me corresponden otras dos. Y llegamos a las diez. La ciudad se reivindica a sí misma como la capital del Camino Portugués, y nadie se atreve a negárselo. Después de ganar la batalla de la capitalidad provincial a Vigo en el siglo XIX, ni Abel Caballero con todas sus luces de Navidad es capaz de discutirle a Pontevedra que aquí no solo empieza la cuarta etapa del Camino Portugués y la sexta del Camino Portugués de la Costa, sino que aquí está la capital de la ruta que ya rivaliza con el camino Francés en éxito de afluencia. Es tan obvio el estatus de Pontevedra que Caballero apostó por pelear la capitalidad mundial de la Navidad, pero renunció a dar la batalla por convertir a Vigo en la capital del Camino Portugués.

En Pontevedra aprendes a disfrutar de tus pasos. Es la ciudad gallega que más ha apostado por recuperar espacio público para las personas. Aquí realmente vives caminando, así que ya no hay salida: es hora de claudicar y entender. Además, si vives en Galicia y el Camino te persigue mudanza tras mudanza, se merece una oportunidad. Si en algún lugar del mundo hay que claudicar, que sea en Pontevedra. No es Melide, no es Santiago. Aquí el paisaje cambia. Pero sigue siendo el Camino y tú sigues viviendo en él. Sin darte cuenta ya vas pisando con más épica sus calles empedradas, ya miras con otros ojos a los peregrinos, entiendes por qué disfrutan con cada paso y hasta imaginas que tal vez algún día te unas a ellos. Así, por fin, alguien te daría una de esas diez Compostelas que llevas años ganándote como habitante del Camino Francés, primero, y del Portugués, después.

Cuando el paisaje que acompaña tu vida y tus rutinas no desiste nunca, te sigue y te persigue, al final, acabas asumiendo que tú formas parte de él. Que los que vivimos en el Camino somos realmente el paisaje para los que llegan. Y a mí ahora me gusta ser paisaje, no necesito entender nada más. Si yo vivo aquí, ¿cómo no entender a quien se ilusiona y se esfuerza por venir? Solo hay un motivo y yo vivo en él: Galicia.

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VV.AA. Título: Historias del Camino. Editorial: Zenda. Descarga: Fnac y Kobo (gratis).

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