El limbo temido
Me cita Jesús Marchamalo en una cafetería que queda por nuestro barrio. Es un local de ésos que están dejando de verse en Madrid: espaciados, cómodos y desprovistos de hilo musical, lo que facilita la lectura y la conversación en tardes como ésta en la que apenas hay clientela. La charla nos termina conduciendo hacia autores que estuvieron muy presentes durante un tiempo y que luego se esfumaron del imaginario colectivo, como si nunca hubieran existido, o se reivindican muy de vez en cuando y casi siempre a propósito de alguna efeméride o una reedición que en raras ocasiones obtienen más resonancia que la meramente circunstancial. Desfilan un puñado de nombres propios que aparecían en su tiempo por todas partes y que ahora no se ven por ningún lado, títulos de libros que años atrás se revelaban como imprescindibles y que cogen ahora polvo en los estantes de las almonedas, biografías rutilantes que hemos olvidado o que constituyen tan sólo un recuerdo distraído en los merodeos ociosos en los que van agonizando las tertulias. Dicen que todo escritor ha de padecer una vez muerto el recorrido por un limbo de extensión incierta al término del cual le aguardarán o la gloria irrefutable o el olvido definitivo, éste forjado durante esa travesía por el territorio de sombras en el que se va diluyendo su memoria. No podemos saber cuál de esos autores que mencionamos conseguirá que su legado perviva después de veinte, treinta, cincuenta, cien o doscientos años, y jugar a barruntarlo es tan ocioso como adivinar qué será de nosotros mismos cuando hayamos muerto y no estemos aquí para explicar quiénes somos. Cae la noche al otro lado de las cristaleras, se van suavizando las temperaturas del crudo invierno que nos ha envuelto en estas últimas semanas y la cercanía de la primavera invita a tomarse el asunto a broma: para qué pensar en la posteridad, si cuando ella llegue a la fiesta los que bailábamos en ella ya nos habremos ido.
La reina en el exilio
Como tengo que hacer tiempo hasta que mis padres salgan del Palacio Real, me da por acercarme a la Almudena para visitar la tumba de María de las Mercedes de Orleáns. Debe de haber transcurrido más de un cuarto de siglo desde la última vez que entré en esta catedral ―es tan fea que no encontraba en ella ninguna virtud que ameritara nuevas incursiones― y no me fijé entonces en el enterramiento ni tendría noticia de él si no fuera porque Carlos y Maca lo sacaron a relucir la otra noche, en medio de una cena que compartimos al lado de mi casa. La malograda esposa de Alfonso XII no podía gozar del descanso eterno en el panteón de San Lorenzo del Escorial porque, según los estrictos códigos que rigen las inhumaciones reales en el monasterio, allí sólo reciben sepultura las reinas de España que fueron, a su vez, madres de reyes. El hecho de que la pobre Mercedes falleciera sin descendencia y a una edad aún prematura ―poco queda de su memoria al margen del recuerdo de sus malogrados amores con el monarca, y si han llegado hasta nosotros se debe en buena medida a la conocidísima y un tanto cruel canción infantil― impedía, por tanto, que reposara en compañía de sus antecesoras en el trono. Tal circunstancia generó alguna que otra controversia en el momento de su muerte y se decidió entonces darle enterramiento en el cenobio, aunque no en el panteón, sino en la capilla dedicada a la predicación de San Juan Bautista, donde aún se conservan varias coronas funerarias dedicadas a su memoria. Cuando acababa de finalizar o estaba por hacerlo la construcción de la catedral madrileña, a finales del año 2000, el actual rey emérito autorizó su traslado allí. Ésa había sido, al parecer, la voluntad original de Alfonso XII, y no se puede decir que careciera de motivo: fue la propia María de las Mercedes quien influyó para que se cediera a la congregación de Esclavos de la virgen de la Almudena el solar sobre el que se construiría el templo que hoy mira cara a cara al palacio que sustituyó al antiguo Alcázar. Como la entrada al edificio se localiza en el brazo oriental del crucero, la sepultura queda ante los ojos en cuanto uno penetra en su interior. Está en el extremo opuesto, mirando al oeste, en el centro de una escalinata que sube hasta un altar donde se venera una imagen de la virgen que puede que sea una de las dos piezas más valiosas que se pueden contemplar aquí dentro ―la otra es un arca medieval del siglo XIII que guardó los restos de San Isidro Labrador y que se exhibe en la capilla central de la girola, aunque la distancia que la separa de los visitantes y los oropeles que la envuelven hace que resulte difícil apreciar sus detalles― y en torno a la cual discurre un desfile abigarrado de turistas y fieles. Pocos o ninguno prestan atención a la pobre reina que disfruta o padece a sus pies el descanso eterno ―Maria de Mercede Alphonsi xii Dvlcissima Conivx, reza su lápida flanqueada por dos ángeles―, exiliada en su posteridad de los fastos reales e inadvertida, triste de ella, para la mayoría de quienes encarrilan sus pasos por las inmediaciones de su morada última.
Una errata necrológica
Miguel de Cervantes no odió a Lope de Vega, más bien lo admiraba, pero Lope sí profesaba una aversión despectiva hacia el autor del Quijote, quizá porque barruntaba lo que otros no advertían e intuía que aquel escritor pobretón que no terminaba de encauzar su talento terminaría por desbancarlo en el podio de la posteridad. Por eso es gracioso que ambos pasaran sus últimos días de vida en la misma calle, que ahora lleva el nombre del primero, y que Cervantes recibiera sepultura en el convento de las Trinitarias, en el que profesó una hija de Lope y que se levanta en una calle a la que las autoridades municipales terminarían bautizando con el nombre de éste. Es una historia curiosa que se les suele contar a todos quienes visitan el Barrio de las Letras ―aunque no llega al nivel de aquélla que relata cómo Quevedo adquirió la casa donde vivía Góngora sólo para desahuciarlo― y que voy explicando a mis padres en esta mañana de domingo en la que nos dedicamos a recorrer la madeja de calles que se abren entre la Carrera de San Jerónimo y Atocha. Como encontramos abierta la iglesia del convento de monjas, cosa que no es habitual, entramos a ver el lugar donde supuestamente reposan los restos de Cervantes, según una investigación concluida hace aproximadamente una década. Se reproducen en la lápida unas palabras del prólogo del Persiles y observamos, no sin sorpresa, que el título completo del libro aparece mal citado. No es una errata grave ―se sustituye el original Sigismunda por el más moderno Segismunda―, pero es curiosa teniendo en cuenta que la placa se colocó a instancias de la Real Academia y que, en la edición que esa misma institución hizo de la obra, se mantiene la grafía original, algo raro porque no se caracteriza esa casa por una excesiva flexibilidad en sus criterios. Es, por otro lado, el único vestigio más o menos certero que queda del paso de Cervantes por Madrid, con la salvedad del edificio que ocupó la imprenta donde se alumbró la primera edición de las andanzas del ingenioso hidalgo y que cobija hoy la Sociedad Cervantina. No se conserva la casa donde exhaló su último suspiro y tampoco se respeta la numeración de los portales que situaba la entrada a su domicilio en el número 20 de la calle del León. Duele la evidencia de que España no comenzó a tratar bien la memoria de su mayor escritor ―y aun así, con reparos― hasta tiempos recientes. Que hasta su sepultura contenga una errata, sea ésta o no voluntaria, no deja de constituir una metáfora adecuada.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: