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Aprende a escribir con… Rosa Montero

Rosa Montero camina por la calle tranquilamente, pongamos por caso que se dirige a casa de unos amigos, y se detiene en un paso de cebra cuando de pronto le sobreviene una idea. Ocurre así de repente: una imagen o una frase o un pensamiento invade su cerebro, aparece de un modo tan fortuito que recuerda a la eclosión de un sueño. La escena se adueña de su mente y brilla con tanta intensidad que la emoción no cabe en el pecho. La autora sabe qué está pasando: ha brotado en su interior el germen de una novela. Hace tiempo que bautizó a este acontecimiento como «el huevecillo».

Rosa Montero encuentra el motor de arranque de sus historias de ese modo. De sopetón, sin motivo aparente, cuando menos se lo espera. Entonces interrumpe lo que fuera que estuviera haciendo, abre su bolso y extrae una libreta y una estilográfica. En casa tiene muchas de ésas. De libretas y plumas. Las primeras le gustan de hoja blanca y satinada; las segundas, de cualquier tipo, incluidas las desechables, que son las que usa en la firma de libros, más que nada para no estropear las plumillas de las otras. Pero ojo, no todo es analógico en su vida. La tecnología también se ha abierto camino en su método de trabajo. Desde hace algún tiempo, usa la aplicación Evernote para grabar ideas en cualquier momento. Y es que nadie puede luchar contra los avances el siglo XXI. Ni siquiera los escritores que arrancaron su carrera con máquina de escribir, cenicero y típex.

"La mesa de Rosa Montero es un tablero de contrachapado con cuatro patas y muchas libretas, cuadernos y cartulinas. También hay libros, netsukes y salamandras"

Las notas que toma Rosa Montero en su libreta o en su teléfono móvil a veces son ideas sueltas, pero también pueden ser frases que luego aparezcan en sus novelas tal y como las concibió en esta primera fase de su proceso creativo. Pero para saltar directamente a los libros, los apuntes tienen que superar tres pruebas. La primera es la del tiempo, es decir, deben mantener su vigor hasta el momento en que su creadora se siente por fin a escribir la novela, cosa que ocurre en ocasiones hasta un año y medio después de haber generado el pensamiento. La segunda es la de los cuadernos. Y la tercera, la de las cartulinas.

Y es que, cuando ya ha rellenado varias libretas con garabatos de todo tipo, Montero los pasa a limpio. Transcribe ese batiburrillo de ideas en unos cuadernos tamaño cuartilla que compra compulsivamente y, cuando todo está ordenado, dibuja mapas mentales en cartulinas de colores. Hace organigramas con los personajes, entrelaza ideas con flechas y círculos, traza líneas temporales… Y sólo se coloca ante el ordenador cuando ha completado semejante rompecabezas. Un rompecabezas que, según le dijo en una ocasión cierta lectora, compone ese «papelío» que atiborra su escritorio.

La mesa de Rosa Montero es un tablero de contrachapado con cuatro patas y muchas libretas, cuadernos y cartulinas. También hay libros, netsukes y salamandras. A la escritora le gustan esos anfibios. Tiene uno tatuado en el brazo y otros repartidos por el despacho, entre ellos el que le regaló su amiga Ursula K. Le Guin. Ah, y en su estudio también hay una ventana por la que observa la vida que discurre en un parque. Montero es claustrofóbica en lo tocante a los horarios. No soporta la idea de obligarse a seguir unas pautas de trabajo y tampoco le gusta la imagen del escritor torturado que vive encerrado entre cuatro paredes. Ella necesita libertad o, cuando menos, a los niños que gritan y corren y juegan sobre la hierba.

"Años atrás era más caótica. Escribía a golpe de impulso y, como se dejaba llevar por la obsesión, empezó a perder pelo"

Ahora bien, que no se quiera encerrar y que no soporte la monotonía no significa que no sea disciplinada. De hecho, cree en la disciplina por encima de todas las cosas. Opina que un escritor ha de tener la tenacidad de una estalactita, que va creciendo en silencio y sin que nadie lo note, y durante la etapa de escritura, se pasa gran parte del día trabajando. Pero sin imponerse horarios. Cada noche planifica la jornada laboral del día siguiente, adaptándola a las exigencias de la vida y no dejándose dominar por el calendario. Pero, eso sí, lo que decide la víspera va a misa. Años atrás era más caótica. Escribía a golpe de impulso y, como se dejaba llevar por la obsesión, empezó a perder pelo. Se metía tanto en el texto que se olvidaba de comer y se alimentaba sólo de manzanas. Lógicamente, acabó en la consulta del médico, quien le diagnosticó carencia de L-Cistina, un aminoácido que afecta especialmente al cabello. Desde entonces, es una escritora ordenada. Una que mantiene a raya la idea de la escritura como tortura y que, sobre todo, no permite que el trabajo le haga olvidar ese otro arte que es el de vivir la vida.

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La última novela de Rosa Montero es La buena suerte (Alfaguara).

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