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Selección del concurso de historias de fútbol

Historias de fútbol en Zenda

Más de 400 autores participan en nuestro concurso de historias de fútbol, dotado con 3.000 euros, patrocinado por Iberdrola y que cuenta con un jurado formado por los escritores Espido Freire, Agustín Fernández Mallo, Juan Gómez-Jurado, Paula Izquierdo, Alberto Olmos y César Pérez Gellida, y la agente literaria Palmira Márquez. Y ahora publicamos en Zenda una selección con las 10 historias que optan a los premios.

Para participar había que enviar historias de fútbol entre el 14 de junio y el domingo 8 de julio. Este domingo, 15 de julio,  anunciaremos los nombres del ganador, que recibirá 2.000 euros, y del finalista, que recibirá 1.000 euros.

El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las diez historias seleccionadas. Al resto de las historias se puede acceder a través de nuestro foro. Gracias a todos por participar.


1
Visto y no visto
Carlos García Page

Fue un partido muy intenso que ninguno de los participantes olvidará jamás. El gran favorito era Alemania frente a la primera selección africana que alcanzaba la final del Mundial de fútbol. Representaba la imaginación, la ingenuidad y la indisciplina, todo lo que los prejuicios asocian al continente.

En el último minuto de descuento, apenas quedaban segundos para el pitido final, el equipo de Nigeria marcó. Había sido una jugada maravillosa, nunca vista antes, casi de otro mundo.

Apenas un segundo después del gol, el árbitro interrumpió el juego. Le avisaban desde el VAR que había ocurrido algo inaudito: la señal de televisión mostraba claramente que el balón no había golpeado con violencia las redes, que el portero no lo había tenido que desenredar para recogerlo. Millones de espectadores de todo el mundo no habían cantado goal, but, gol. Solo los 80.000 asistentes en directo.

La decisión estaba clara y se le hizo llegar al árbitro por el pinganillo: el tanto no había existido. Sacaría con su mano el guardameta. Se comunicó a los presentes a través de los videomarcadores del estadio. Los silbidos fueron acallados por la repetición de la jugada, la misma que se había visto en el resto del planeta. Recorrió las gradas un murmullo estupefacto, pronto atemperado por la insistencia de la repetición desde todos los ángulos posibles.

Gracias al país organizador, hubo un apagón en Internet que duró un tiempo indefinido. Ni la sorpresa ni la indignación salieron del estadio. Los corresponsales deportivos se rindieron pronto a la evidencia: comentaron la repetición como si les fuera la vida en ello. Las crónicas taparon la verdad con adjetivos épicos habituales entre periodistas. Dice la leyenda que algunos nunca regresaron. Nadie los echó en falta.

En la prórroga ganó el favorito. Los nigerianos lloraban desconsolados, golpeados por algo superior al destino y ajenos a los deportivos gestos de los germanos. El cielo bendijo el resultado con una lluvia de confeti. Los líderes en el palco se felicitaban con muestras de satisfacción. Al día siguiente subieron las bolsas, hubo una reducción de impuestos y Apple sacó otro invento inútil.

Aún hoy se grita el gol de Nigeria en los gulags.

***

2
La religión de los niños
Pablo Melgar Salas

Existe una creencia entre los artistas de que “solo si te mantienes real, tu arte será sincero”. Eso pensaba Leonardo cuando sus amigos del pueblo le invitaron a echar una pachanga la mañana del 5 de enero, en el patio de un colegio. Había pasado las últimas semanas de entrenamientos realmente duros, sus pies estaban deshilachados como el cojín que muerde un perro. La disciplina de soldado que te exige el fútbol profesional, en ocasiones consigue borrar la sonrisa de la cara del jugador cuando salta al campo. El juego de niños se convierte en un pulso de responsabilidad, competitividad y presión que solo el autómata es capaz de afrontar. Pero aquella mañana tenía la oportunidad de volver al patio de un colegio, aunque para ello tuviera que incumplir su contrato. Nadie tenía por qué enterarse.
Se levantó aquella mañana y vio sus relucientes botas Mizuno de piel de canguro blancas sobre el armario, de la misma forma en que Peter Parker abre el armario y contempla su traje de hombre araña. Pero hoy no era el día de vestirse de superhéroe sino de niño, así que rebuscó en el armario las zapatillas de adolescente con las suelas desgastadas de muchas tardes de verano, de torneos de 24 horas de juego ininterrumpido, de tardes muertas convertidas en hazañas que aún recordaban juntos en las barras de los bares del pueblo.
Se colocó aquella camiseta de Zidane, ya rota y con el número 10 a la espalda, que conservaba desde la adolescencia. Sacó unos pantalones blancos de un cajón que (a pesar de no ser Adidas) completaban el uniforme francés y los calcetines negros del cajón siempre reservados para el fútbol sala (por ser los únicos que no se le comían al correr). Se miró al espejo, metió la cabeza bajo el grifo y se sumergió en el silencio del agua. Un infarto helado le partió la cara de dormido en el mes de enero, sus ojos rojos de cal incrustados en el espejo. Tras secarse la cara ya estaba listo para la guerra.
Salió de su casa con el balón en los pies y llegó a la de su amigo, casi sin darse cuenta, gracias a la jugada imaginaria de regates, toques y pases contra los bordillos que había culebreado hasta allí. En aquella mañana plácida de Navidad, en los oídos de Leonardo resonaban cánticos de grada. Su corazón de perro palpitaba ante el deseo del juego. Pero tuvieron que caminar durante más de media hora hasta llegar al colegio. En aquel camino sus músculos se pusieron en marcha, de manera inversa a la que su ímpetu se apagaba ante los remordimientos del affair que estaba poniendo en práctica.
Llegaron al colegio y sus colegas de la infancia saltaban la valla. Otros daban ya toques sobre la piedra roja y el silencio, el olor a mar y el ruido de los pájaros eran las demás variables de aquel 5 de enero en la playa. Los que solían pedir de niños, pidieron de nuevo, y se conformaron los equipos. Leonardo aplicó su ritual de movilidad articular, estiramientos y ejercicios de coordinación que le habían grabado a fuego desde que era un niño. El partido comenzó. Desde el primer toque, se susurraban bromas entre los regates, se daban ánimos irónicos al más malo de todos ellos. Se humillaba al amigo con el intento de emular a Ronaldinho. Se marcaban goles, se hacían descansos que trascendían el resultado del juego.

-La otra noche, el Gómez se quedó dormido en el local de la fiesta de Nochevieja.

-¿No jodas?

-Oye, pásame el agua- se oye de fondo.

-Sí, sí, cuando se despertó no había nadie y me ha contado que estuvo lo menos media hora dando vueltas por allí.

-¿Y qué hizo?

-¡SALTAR POR LA VENTANA!

(Risa colectiva)

-¡UN LADRÓN AL REVÉS!

-Imagínate quien lo viera saltar hacia la calle, vestido con traje y corbata, y con cara de muerto.

Un trago de agua, otro viaje bajo las profundidades del grifo. El juego volvió a sus cauces, los músculos fríos después de la charla. Los movimientos más bruscos, más torpes, el nivel había decaído bastante. Son los minutos de los choques de rodillas, de las caídas tontas, de los primeros piques. Un balón salió despedido, Leonardo dio un paso que encadenó con un pequeño salto.
Y trastabilló. Silencio de muertos, mañana gélida, sudor de hielo que se evapora en la carne en llamas. La temporada había acabado para él, fractura en el quinto metatarsiano. El pie se convierte en bota, escayola, cirugía y dolor. Muchas semanas de rehabilitación hasta volver a sentirse otra vez jugador de fútbol. Mucho tiempo de espera, pero la verdad es que hacía mucho tiempo que Leonardo no se divertía tanto como aquella mañana épica en el patio de un colegio. Y de que terminó el partido de portero, nadie tenía por qué enterarse.

***

3
Misión
Óscar Rodríguez Valladares

Nos clasifican por letras, por orden alfabético. Los mejores son A, triple A si son excepcionales; los peores Z. Fallé en una misión y me hicieron Z. Allí las cosas no funcionan todo lo bien que cabe esperar: hay burocracia, tráfico de influencias, todo eso. De hecho, a menudo las cosas salen mal. Muy mal. Pero llegó aquel comunicado: me ofrecían otra oportunidad.

Las instrucciones no fueron muy precisas. No me revelaron el objetivo, tampoco el lugar ni la clase de misión. Una palabra clave y un contacto, poco más. De todos modos, no estaba en situación de exigir nada. Acepté.

Me dejaron en la A-5, en la Autovía de Extremadura, en la puerta de un local con un cartel que decía HOSTAL ERÓTICA CLUB; había también un dibujo de una chica en biquini o algo parecido. Yo sabía muy poco de los hombres, y menos aún de ese tipo de sitios. Entré.

El interior era oscuro y sonaba una música extraña; unos cuantos hombres en la barra agacharon la cabeza en un acto reflejo al verme. Mi contacto era Vicky, una de las chicas en biquini. Vicky es doble A. Me reconoció de inmediato; me sirvió una copa y me dio conversación; se me insinuó para no levantar sospechas. Subimos a una habitación.

Allí, sobre la cama, me informó de los detalles. Luego, hablamos de lo mío; me dijo que lo sentía, que yo no había tenido la culpa de aquello y que le podría haber pasado a cualquiera de nosotros, a ella misma incluso. Agradecí su apoyo. El destino era un pueblo próximo y me aconsejó llegar antes de que anocheciera. Una vez allí, sabría dónde ir, vería alguna señal. Miré a Vicky un instante allí tendida, desnuda sobre las sábanas. Me despedí deseándola suerte en su misión.

Hice autostop en el cruce. Paró un pequeño vehículo de transporte conducido por un hombre, iba lleno de botijos y platos. Hablaba, me contó cosas y le escuché; la carretera discurría entre encinas, sin muchas curvas. Después de un rato, se divisó un campanario y una cúpula al fondo. El hombre dijo que era allí.

Era justo antes de que el sol se pusiera. Bajé de la furgoneta. Algunas farolas comenzaban a encenderse de forma tímida, parpadeante; me detuve a mirar. Había un puente de piedra bajo el que fluía, lento, un río; y una calle principal con tiendas de cerámica y bares; a las afueras: una tapia blanca, larga, donde se leía CAMPO MUNICIPAL seguido del nombre del equipo y la palabra clave. Un lugar tan pequeño que los fuera de banda debían irse al pueblo vecino, pensé. Pero era el lugar, estaba seguro.

Apareces y alguien se fija en ti, siempre la persona adecuada. Ocurre así, sin preguntas, es un misterio incluso para nosotros. Yo miraba a esos chicos; sí, tenía que ser fútbol, corrían en aquel campo de tierra disputándose un objeto esférico. El hombre me llamó. Sus instrucciones: debía presentarme allí tres días por semana a esa misma hora. Era el entrenador.

Me hubiera bastado con el puesto de utillero y tener a punto todo el equipamiento: balones, botas, camisetas, todo eso. Pero me hicieron alto y fuerte, muy rápido, con una vista y reflejos superlativos.

Me probaron de portero.

Tanto daba un córner como un disparo o una falta, incluso penaltis. El procedimiento era siempre el mismo: seguía la trayectoria del balón, calculaba el impacto y sacaba los puños. En el momento preciso.

Eligieron un traje para mí, me pusieron unos guantes y unas rodilleras. Llegó el primer partido e hice lo mismo: sacar los puños. Ganamos.

Los chicos empezaron a hacerme algunas preguntas, pero también nos preparan para eso.

No podía regresar con otro fracaso, informar de nuevo que las cosas no habían salido según lo previsto, que el mal triunfaba una vez más.

Seguir la trayectoria, calcular el impacto y sacar los puños en el momento preciso, eso seguí haciendo en los siguientes partidos. No fallaba. Me aplaudían. A mí.

Un día vino un periodista de la ciudad; me estaba esperando en la salida de la caseta al final de un partido. Me hizo una foto. «Imbatible», tituló el reportaje.

El público iba a verme, decían. Paré dos penaltis en un partido y me sacaron a hombros del campo. No lograba encontrar el mérito pero, a medida que avanzó la temporada, por el juego, supe de la lucha, de la entrega y el dolor, del sabor de la victoria; y de la envidia y la avaricia de los hombres. Comencé a comprender.

Reían y Lloraban. Quise ser uno de ellos.

Último partido; estaban allí esperándome, en la grada, con Vicky. Sonó el pitido final. Me encargaron una nueva misión. Recibí instrucciones precisas: debía partir de inmediato, muy lejos. No pude festejar con el equipo.

De nuevo confían en mí, vuelvo a ser A. Tengo nuevas y mejores cualidades. Este sitio es bien distinto a aquel pueblo, aunque también aquí hay hombres. Me han asignado un importante cometido: cuidar y proteger al pequeño Koji. Exige toda mi atención. Cuando duerme, sin embargo, puedo tomarme un respiro; entonces, recuerdo con emoción aquella misión: mis días de portero en el Puenteño F.C.

Los chicos me pusieron Mazinger. Mazinger Z.

***

4
Mariana
Jorge Fernández-Bermejo Rodríguez

Mariana es colombiana. Viene a casa dos veces por semana, solo coincidimos los martes, es mi día de descanso, no me importa, es habladora, pero no chismosa. Ese día cocina, y cómo cocina, desde hace tiempo adapté mi paladar a sus ajíes, sus arepas de maíz triturado rellenas de huevo frito y demás divinidades.

Allí, en la cocina, cuando despierto, mientras pica cebolla me habla de su ojito derecho, Julio, y de sus tatuajes. Es su hijo pequeño. Me enseña una foto de whatssap con un tigre de bengala en tonos naranja cruzados por rayas negras adornando su brazo musculado. Él sigue en Colombia, sin oficio ni beneficio, metido en mil fregaos de los que Mariana no quiere enterarse. Elena es la siguiente, la madre de sus dos nietos, Marcos y Pedro, llegó embarazada a España, y su pareja se largó cuando estaba preñada del segundo, ahora todos viven con Mariana, bajo el mismo techo, y ella tira del carro como hizo siempre, porque así fue siempre en el mundo de Mariana, y ella no lo discute. Me cuenta sus visitas a la cárcel, Freddy, su hijo mayor está allí desde hace dos años, un asunto de trapicheos del que tampoco quiere enterarse, le lleva comida, intentan hablar de los buenos tiempos, y acaban llorando. Freddy le consigue la mejor marihuana que se puedan imaginar (yo la celebro todos los martes, después del café nos reímos del mundo entre caladas). Su vida ha sido dura desde siempre, y ella no lo discute, da gracias a Dios por todo lo que le ha sucedido. Ya no se acuerda casi de Fernando, su marido, ni de las zurras que le atizaba cuando llegaba borracho a casa, eso quedó atrás. Es muy religiosa, reza el rosario en voz alta y ruega por mí, y por mi familia, por sus hijos, por sus nietos, les paga misas a sus abuelos, a sus tíos, y a un hijo suyo que nació muerto, es al que más quiere. También reza por los futbolistas de la selección de Colombia, en especial reza por el pobre Escobar, incluso por los miserables que le mataron a balazos después de meter aquel aciago gol en propia puerta. No suele guardar estampas de vírgenes o de santos, pero hay una, la de “Nuestra señora del rosario de Chinquinquirá” que besa cada vez que juega la selección colombiana. El fútbol y la marihuana son sus dos válvulas de escape, hoy ha venido ataviada con una bufanda amarilla, azul y roja, pese a los treinta grados.

No me gusta el fútbol, pero ya soy experto en René Higuita, ese excéntrico portero con pinta de pirata que blocaba como un escorpión, he visto cien veces en internet el gol de Freddy Rincón contra Alemania, mientras el locutor grita aquello de «Dios es colombiano», era el favorito de Mariana, porque se llamaba como su hijo mayor, ahora ya no juega, está retirado, como Valderrama y el Tren Valencia, Asprilla o Leonel Álvarez. También me habla del negrito con cara de bueno que revolucionó el fútbol colombiano desde el banquillo, «Pacho» Maturana, con ese pelo cardado, ahora cano, que en su juventud podría haber sido el hermano mayor de «The Jackson five». Ellos nunca le han pedido nada, es más, son las únicas personas que le han dado alguna satisfacción en su vida. Mariana se lamenta de que siempre se queden a las puertas de algo grande cuando llega la hora de la verdad. Ahora sus ídolos son James y el Tigre Falcao, espera que en este mundial suban un escalón más, si en Italia no pasaron de octavos por la cantada de Higuita, y en Brasil rozaron las semifinales, toca soñar con el cielo de Moscú y coronarse por fin, sería bonito para su país querido y para ella, tanto como que fuera Cenicienta y le encajaran el zapato de cristal en su pie torturado por los juanetes.

Sentados ante el televisor, todo está preparado, debutamos ante Japón, es espectacular el colorido, un hermoso mosaico amarillo en las gradas, yo bebo Desperados, ella Coca-Cola, me siento bien a su lado, como si fuera la madre que nunca tuve, hoy soy ese hijo suyo que nació muerto y al que tanto quiere, y le pido al cielo que todo le vaya bien, que su hijo Julio no muera de un navajazo en una pelea de bandas y Freddy salga de la cárcel, que sus nietos crezcan sanos y su hija se enamore de un buen tipo que cuide de ellos, y sobre todo, pese a que ya sabemos que Colombia ha perdido su primer partido ante Japón y curamos nuestras penas con un porrito de marihuana, que pueda volver algún día a su casa con la copa del mundo reluciente entre sus manos callosas.

***

5
Japón – Colombia
Eduardo de los Santos

Cuando te fuiste, Colombia perdía contra Japón por uno a cero. No recuerdo el instante en que saliste por la puerta, ni si dijiste algo o no, ya sabes cómo soy yo con el fútbol. No me enteré. Pero sé que fue mientras Colombia aún perdía contra Japón, después del córner de Cuadrado que casi les da el empate, después de que me bebiera el alijo de guaro que escondías en la lavadora para las ocasiones especiales. Ese partido lo vi solo, a pesar de que eran tus selecciones y, joder, Alejandra, ya es raro encontrar una colombiana de ascendencia japonesa, pero más raro todavía es que a Colombia le toque contra Japón en octavos. No sé qué le picaría a tu abuelo para pasar la frontera, todos los japoneses se quedaban en Perú, te lo dije muchas veces, pero quién soy yo para cuestionar nada, ¿verdad? Si el hombre se metió en Colombia, pues por algo sería. El asunto es que aquella era una ocasión especial y por eso me acabé el aguardiente, no pensé que fuera para tanto, ni que te fuera a servir de excusa para irte así.

Y ya sabía que querías marcharte desde hacía mucho, desde que se nos fue la niña. Me seguías culpando de aquello, y no te culpo por culparme, no me malinterpretes, Ale, ahora lo entiendo; solo intento decir que te lo llevaba viendo en la cara desde hacía tiempo, que te querías ir y no sabías cómo y esa tarde viste la oportunidad cuando yo me bajé tu guaro y me quedé pendiente por ti, sí, por ti, del Japón-Colombia. El gol que no metió Cuadrado me lo metiste tú a mí cuando te fuiste de esa manera. Y Dios sabe que me lo merecía por no estar cuando lo de la niña, pero cómo dolió.

Cómo dolió y cómo duele. Porque supongo que no, que no dijiste nada. Te limitarías a mirarme desde el umbral de la puerta con la barbilla alta, con esa mirada insoportable de samurái lastimero que ponías cuando me sentaba en el sofá después de pasarme el maldito día conduciendo, como si lo hiciera por vago, juzgándome. Lléveme a Barajas, lléveme a Atocha, venga a buscarme a Gran Vía, déjeme en esta esquina mejor, recójame en la otra acera, el día a día del que no te hablaba igual que no te hablaba de la vergüenza que pasaba cada vez que alguien me reconocía en el taxi. Espera, ¿tú no eres el que jugaba en el Atleti? A veces les costaba mucho encontrar al delantero detrás del sobrepeso y la miopía. Nunca te conté esas cosas porque no merecía la pena echártelas encima, Ale. Porque bastante teníamos con lo de la niña. Y por eso empecé a beber, no por joderte, sino porque así era más fácil lidiar con lo que pasaba.

Pero esa tarde no me preguntaste. Me pusiste la maldita mirada esa de samurái tocapelotas que te gustaba ponerme, llenita de tus ancestros, y te largaste en mitad del encuentro de tus selecciones, me convertiste en el único payaso del barrio que estaba viendo esa mierda de partido, el Japón-Colombia de octavos que me costó nuestra relación. Si no hubiera estado viendo el fútbol te hubiera podido detener, no te hubiera dejado salir de casa así como así y ahora seguiríamos juntos, aquí, felices, que éramos muy felices aun con nuestras cosas, digas lo que digas, yo sé que lo éramos y eso es suficiente.

Pero ya ha llovido mucho.

Ahora voy a dejar por fin la casa. Van a echarla abajo, ¿sabes? Van a derruirla conmigo dentro, como lo oyes, y ya es tarde para arrepentimientos. Desde el Colombia-Japón, desde que te fuiste, no me he levantado de aquí. Te esperaba. Colombia perdía por uno a cero. Dejaste la luz del garaje encendida, como dice la canción, y la nevera abierta. Se calentó todo, se derritieron los helados, se pudrió la carne. Toda la bebida se echó a perder. Y yo no apagué la luz, no cerré la nevera. Te esperé aquí sentado viendo todos los partidos que siguieron a ese, los cuartos de final, las semifinales, la final, Wimbledon entero y luego el golf, el béisbol, el fútbol americano, la liga y la Champions y las ligas y Champions de los años siguientes; me vi hasta las putas competiciones de billar que echan en Eurosports a las tres de la mañana esperándote, Ale. Esperándote siempre. Es verdad que me merecía todo esto y más por lo de la niña, pero tú te largaste y fue peor, jugaste sucio y nadie te pitó falta, ya ves qué injusticia.

Que Dios te perdone. Hoy van a destruir todo lo que construimos juntos en esta casa, y solo quería que lo supieras: que van a destruirlo todo y que al final Colombia ganó a Japón y yo ni siquiera lo pude celebrar con una cerveza fría.

***

6
Un cielo azul y oro
Estela Pérez Lugones

Juan se mira las manos. Acaba de cortarse con un vidrio roto que descansaba, traidor, entre los diarios viejos que junta cada noche para ganarse unos pesos en la ciudad dormida. Intenta detener la sangre que fluye, como un arroyo bravo, restregándose las palmas contra la ropa. Las sumerge después en el agua sucia que corre por la acera. No lo logra. Maldice. Se asusta. No es la propia muerte o la enfermedad a lo que teme. Tampoco a su padre enojado que le dirá “vos siempre el mismo idiota”. Y descargará su furia con aliento a vino, transformada en cinturón contra su cuerpo menudo, pese a sus doce años.
A Juan no le importa él, pero sí su madre. Sueña con ser otro para llevársela lejos, con sus hermanos más chicos, cuando sus gambetas[1] perfectas dibujadas en el potrero[2] de la villa[3], al lado de la autopista, le den bastante más que los pocos pesos mugrosos que gana por noche, con suerte, mientras no lo roben, a cambio de los diarios, las latas y los plásticos que pueda encontrar y llevar en su carro.
La sangre se le refleja ahora en las pupilas. Se niega a cicatrizar, como si al hacerlo temiera quedar atrapada en ese cuerpo, el de Juan, el chico que lleva la pelota atada por un hilo invisible a sus pies, para asombro de los grandes y hasta del cura, que va a verlo cada tarde y de paso le habla de Dios y la Virgen, y le promete el cielo, un mundo feliz en un más allá impreciso donde él estará en paz y sin moretones con forma de rectas en la espalda.
Juan piensa a sus doce que el cura se equivoca. Y que el único cielo posible se viste de azul y oro cada quince días, los domingos, como si fuera misa, mientras un coro angélico hecho de miles de voces canta en la Bombonera, la cancha de sus sueños del equipo de su corazón.
Jugar en Boca sueña Juan. Y el cura, de tanto haberlo visto y sorprenderse con sus goles incrustados en el ángulo, de tanto contener la bronca infernal por esa espalda marcada, de la que se enteró entre monosílabos por el propio chico, y aunque su misión sacerdotal excluya una camiseta azul y oro, y una cancha verde, sin polvo y sin miseria, consigue, sólo Dios sabe cómo, que alguien con un contacto en Boca vaya a verlo al Juan, al día siguiente, el que vendrá tras esta noche en que un vidrio traidor se está robando su sangre.
Piensa Juan en su oportunidad mientras mira sus manos llorar en rojo sobre el asfalto. Si vuelve a casa con las palmas rotas y los pesos manchados se ganará una paliza. Si abandona el carro lleno ahí, en medio de la calle desierta para buscar ayuda, también.
Imagina por un instante el césped que late. El grito parido por cincuenta mil gargantas cuando él, Juan, meta un zurdazo a media altura junto al palo del arquero y sacuda la red desde adentro. Se le ilumina la cara y se le acelera el pulso. El cielo existe, se dice. Y sale corriendo a buscar al cura.

[1] Arg.: Movimiento hecho con el cuerpo, hurtándolo y torciéndolo para avanzar con la pelota, evitando que el adversario la quite.
[2] Arg.: Terreno descampado, sin pasto, que es utilizado por niños y jóvenes para jugar al fútbol como si fuera una cancha.
[3] Arg.: asentamientos informales y muy pobres caracterizados por una densa proliferación de viviendas.

***

7
Carlos
Dimas Prychyslyy

Lo primero que aprendí fue a dejar de usar las manos. Las mismas que durante años se dedicaron a colorear princesas en cuadernos recubiertos de purpurina, las que mamá adiestró para montar las claras a punto de nieve, las que la abuela azotaba con fiereza al no conseguir enhebrar una aguja. Lo primero que aprendí fue a dejar de usar mi nombre, mi verdadero nombre. El único que sabía que me llamaba Carlos era el abuelo, decían que estaba senil, que se confundía con su hermano. A mi padre se le ponían los puños azules y la cara grana cada vez que a su hija Isabel la llamaban Carlos. Yo obedecía a Isabel como cuando me mandaban a preparar bizcochos o hacer punto de cruz. Isabel era una sombra que aparecía al salir a la calle. Carlos soñaba con césped y vestuarios. Carlos sentía cómo le hormigueaba y se le encogía una parte desconocida del cuerpo, entre las piernas, cada vez que el estadio rugía desde la pantalla del salón. Hasta el 24 de julio de 1989 Carlos nunca se había atrevido a salir de mi cuarto.

Guardé las tijeras y la trenza en una caja de zapatos. Curro, que era un amigo del colegio con el que jugábamos a escondidas, me había prestado su réplica del equipamiento del Barça. El balón llevaba tiempo escondido en un viejo cesto del cuarto de la lavadora. Me había costado seis pagas y un atraco al bolso de mi madre. Entré en el salón dando unos perfectos toques con el empeine izquierdo. Mi padre, enfundado en unos calzoncillos a cuadros, se quedó rígido. Sentí como hervía la San Miguel helada que tenía en la mano. Mi madre soltó un chillido que le estremeció los rulos al ver mi pelo cortado a trasquilones. Al oír los gritos mi abuelo salió del cuarto y comenzó a gritar: “¡Eso es, muchacho! ¡Así se hace, Carlos, hijo! ¡Métesela por la escuadra al hijo de puta ese!”.

El abuelo se llevó una tunda de guantazos que lo tuvo postrado en cama varios días. Yo no fui al colegio el resto de la semana, el puño de mi padre, frío de cerveza, me dejó un cardenal que me recordaba los colores de nuestro único vínculo. Hasta que Diego, el profe de educación física, no vino a casa, yo no me atrevía a salir del cuarto, no me atrevía a quitarme la ropa que me había prestado Curro, no me atrevía a romper el abrazo del balón. Solo repetía como un mantra mi nuevo nombre. Diego consiguió que mis padres me dieran permiso para apuntarme en el equipo de fútbol del colegio. Y me llevó a su casa para que su mujer, que era peluquera, me arreglase el estropicio que encubría una gorra. Semanas más tarde, después de que los chicos del colegio estallaran en carcajadas al verme medio calvo y con una camiseta que me quedaba grande, Diego me regaló una de mi talla con la inscripción de Carlos en la espalda. Era el número cinco. “Póntela cuando llegue el día” me dijo.

Hoy es cinco de mayo. Hoy me han admitido en un equipo zaragozano de tercera. Masculino. Han dicho que no puede figurar Carlos Custodio hasta que no pasen dos años del tratamiento hormonal. Firmaré como Isabel Custodio. Lo he decidido. He echado en la bolsa del entrenamiento la camiseta que me regaló Diego. Diminuta.

***

8
El gol
Dimas Prychyslyy

Desde el primer momento Rusia me dio miedo. No por el acontecimiento en sí, ni porque las portadas de toda la prensa europea podrían llenarse de fotos con nuestras caras mientras Putin exigía silencio ante el escándalo. Mi miedo tenía un nombre: Sergei. Mi miedo era una portería y un chaval de piernas curvadas y ojos agresivos, azules. Un gol como venganza.

A cada regate me venía un recuerdo. Cada patada que le daba al balón era como si me la propinase a mí mismo en el estómago. Las gradas enmudecían. Yo esquivaba las cuatro sombras de los centrocampistas del equipo rival. El equipo enemigo. El equipo que capitaneaba un amigo que se había convertido en mucho más que eso. Cuando la mole de Chornyi se me echó encima, recordé la primera vez que vi desnudo a Sergei en el vestuario. Estábamos en Viena, aún no nos habíamos enfrentado. Por entonces desviábamos nuestras miradas del cuerpo del otro. Esquivábamos lo inevitable, hacíamos caños con los ojos. Nunca supe lo que le pasó a Chornyi pero no logró alcanzarme. Uno de los defensas, Bloj, intentó un derrape que fui capaz de esquivar con medio salto y un cambio brusco a la izquierda. De pronto recordé la primera conversación en inglés, y la sed callada de los gélidos ojos del portero. El recuerdo de la noche en el hotel se me echó encima y el flexo de la cama apareció multiplicado en los cegadores focos del estadio. Por fin estaba ante él, ambos sudados, como entonces. Sus piernas flexionadas, alerta. Los guantes preparados para capturar mi rabia. El aliento contenido de las más de cuarenta y tres mil personas del estadio hizo que se me acelerara el pulso. El sudor me nubló los ojos. Desnudé a Sergei mentalmente. Entonces lo supe: aquel gol no llegaría nunca. Me vino a la mente la pálida cara de Marija Vasilevna, la madre de Sergei. Lancé con toda la furia que fui capaz. El balón pasó por encima del larguero. Vi cómo se empañaban los ojos inventados de Marija en los, repentinamente, derretidos ojos de Sergei. Había decidido poner punto y final a mi carrera. Los insultos de la afición caían como una fina lluvia que me consolaba. Me había vengado. Al fin era libre.

***

9
Lo más importante
Carlos Zúmer Pérez

El árbitro, junto al saque de centro, con todo dispuesto salvo lo más importante, no quiso quitarle gravedad al asunto:

– No tenemos balón.

Le explicó a los delegados de campo de los equipos que, por alguna razón, la bolsa que había entrado al estadio llena de pelotas estaba ahora completamente vacía.

– Alguna tendrán ustedes aquí.

La búsqueda exhaustiva (vestuarios, sala de material, taquillas, público, gradas) fue prácticamente estéril.

– Lo más parecido que hemos encontrado es con qué inflarlas.

Se dispusieron dos excursiones de urgencia mientras los jugadores se morían de la risa. La primera llegó, violando el límite de velocidad permitido, hasta el campo de entrenamiento del equipo local. Los utilleros volvieron al coche con cara de haber visto un fantasma.

– Está todo menos los balones. No hay ni uno.

La segunda excursión alunizó en la tienda oficial del club, en la acera de enfrente del estadio. El gerente les recibió lívido señalando las peanas vacías donde siempre estaban las pelotas a la venta. Tampoco en el almacén había nada.

Cuando la razón de la demora del inicio del partido llegó hasta los periodistas y las radios chisporrotearon de puro placer, todos los oyentes, la gente en su casa, hizo lo mismo, por instinto natural. Y comprobaron que ellos tampoco tenían nada.

Se ofrecieron, en su lugar, balones de fútbol sala, rugby e incluso pelotas de playa. Nada de eso servía para la práctica del fútbol profesional, como sabía todo el mundo. Los balones medicinales tampoco aliviaron la situación.

El partido se suspendió y la Liga de Fútbol Profesional se reunió de urgencia en su sede de la calle Torrelaguna. La primera idea fue rechazada de plano:

– Los fabricamos en masa y ya está.

– Esto no puede quedar así. La FIFA exige una investigación urgente. Revisen las cámaras del estadio, minuto a minuto.

– Creo que usted no ha entendido todavía la dimensión del problema.

Porque el problema era mundial y eso apenas tardó en saberse lo que se tarda en apilar un hashtag. Los balones de fútbol habían desparecido en todas partes y el asunto superó con mucho a los organismos del balompié. El fútbol, sencillamente, estaba demasiado globalizado, se dijeron entre codazos y suspiros nerviosos, y la política temió un pánico masivo que derrumbara la cosa bursátil y, sobre todo, los hábitos de la gente.

– Es más difícil explicar esto que la llegada de aquel platillo volante.

Y esa fue la primera línea de investigación del G20 reunido también de urgencia. ¿Podía estar el extraterrestre gastándoles algún tipo de broma pesada?

– Su comportamiento es ejemplar en los últimos seis meses. Y su actividad cerebral está convenientemente controlada.

La segunda línea de investigación se confió a los mayores expertos en objetos redondos del planeta. Estos, con ayuda de geógrafos y físicos cuánticos, concluyeron que no había anomalía alguna en todo lo esférico que pudieron encontrar y recordar, incluida la propia Tierra que los contenía.

– Estamos dando vueltas en círculos.

La queja, pronunciada por la presidenta Ivanka Trump cuando ya habían transcurrido 43 días desde la desaparición, espoleó a las autoridades a buscar soluciones alternativas. Alguien tuvo entonces una idea brillante:

– No hemos preguntado a la gente del fútbol.

Las mentes más preclaras y los individuos más excelentes de este deporte fueron llamadas a consulta. Las estrellas se encogieron de hombros. Los entrenadores negaron con la mirada perdida. Los mejores analistas y tácticos del juego realizaron largas disertaciones que acabaron en ninguna parte. Finalmente, abajo del todo de la lista, los encargados del material fueron convocados en un discreto despacho. El más viejo de todos, muy veterano, aficionado a la holística y a los sellos, dijo tranquilamente:

– Alguna tripa se ha roto en alguna parte.

Tardaron tres horas y cierta tecnología psicolingüística en extraer de su poderosa mente una explicación inteligible de lo que quería decir:

– La primera opción es que un suceso aleatorio, sin relación alguna con el fútbol y en cualquier parte del mundo, haya provocado un desgarro. Puede ser la enfermedad de una persona, la pérdida de un anillo de boda o una bombilla que se funde y que nadie sustituye. La segunda opción es que haya ocurrido algún pequeño suceso futbolístico de resultado traumático para el conjunto. Eso es lo que ustedes tienen que encontrar.

Se gastaron ingentes cantidades de dinero en buscarlo, porque cada nuevo balón que era fabricado también terminaba engullido por la nada más tarde o más temprano. Por todo el mundo se repararon porterías, se pintaron mejor las rayas de campo, se abrillantaron trofeos, se mejoraron estadios, se restañaron amistades rotas por el fútbol y parejas peleadas por el mismo.

Finalmente, dos años y cuatro meses después de la primera desaparición, cuando el mundo empezaba a acostumbrarse a vivir sin fútbol y los equipos de búsqueda habían viajado miles de kilómetros desatando nudos, las autoridades encontraron un problema terrible, horroroso, muy triste, en la persona de un niño que había renegado del Betis y se había hecho del Sevilla.

– Tiene que ser esto, tiene que ser esto.

Los padres, que habían tirado la toalla hacía muchos meses, explicaron que antes el chaval no se perdía un partido del Betis, ni un entrenamiento siquiera, pero que aquella goleada en aquel derbi le hizo cambiar para que no se rieran más de él en el recreo. Las fechas, comprobaron, encajaban al milímetro.

El presidente del gobierno la explicó la situación al niño en el salón de su casa. Todo el Real Betis Balompié acudió a darle cariño, se le hicieron regalos y se le nombró abonado vitalicio del club. El chaval, entre lágrimas, cedió a los veinte minutos.

– Yo sé que está mal lo que he hecho.

Cuando se fueron, sin estruendo alguno, todo volvió a su sitio en otros veinte minutos. Pero el asunto de la globalización del fútbol sólo podía seguir trayendo problemas.

***

10
Mundial 78
Raúl Clavero

En la planta de arriba toda la familia, excepto mi tío, el sargento, celebraba con alaridos selváticos el segundo gol de Kempes. En ese instante, tres pisos más abajo, la mujer del sótano también gritaba.

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