[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, LXIX: AQUELLA CASA, JUNTO AL PINAR
Volver por fin, después de tanto tiempo, resultó una experiencia un poco menos aterradora de cómo la había imaginado. Le sorprendió encontrarlo todo igual, bajo aquella capa de polvo, silencio y hojas muertas. La luz, desde luego, era la misma. Ya desde fuera, desde el camino polvoriento, desde el jardín de hierba amarilla y hortensias petrificadas. La hiedra seguía aferrada a los muros, reseca en la cara sur, verde y húmeda en la parte trasera. Los cuatro largos y estrechos escalones de la entrada habían cedido al empuje de misteriosas y raquíticas raíces. La pintura de las contraventanas estaba completamente agrietada. Casi costaba distinguir el vivo azul de antaño. El sol caía como plomo, arrasando hasta el último rincón de la propiedad, salvo, naturalmente, la esquina nordeste, que permanecía sombría y fresca bajo la tupida copa de la sabina. La aturdió el aroma del espliego y el concierto de las cigarras. Zumbaban casi con rabia, o quizá con susto, como si quisieran avisarse unas a otras de que ella había vuelto. Desde alguna parte, le llegó alto y claro el canto jovial de un verderón. Hizo visera con la mano, intentando descubrir su escondrijo, pero la luz era tan cegadora que hacía lagrimear sus ojos.
Rebuscó en el bolso, dando por fin con las llaves en medio del caos de envoltorios de caramelo. Tuvo que recurrir a los viejos trucos, cargar todo su peso contra la puerta, presionar suavemente y girar la muñeca. La casa la recibió con una penumbra maravillosa, un frescor de otro mundo y el eco lejano de la lavanda. Aspiró profundamente, parada sobre la alfombra apolillada, dando tiempo a los fantasmas para que se desperezaran de su letargo y salieran huyendo, viejos y renqueantes por los pasillos.
Recorrió cada estancia sin prisa. La puerta de la cocina se había abierto con el viento, seguramente, permitiendo una auténtica invasión de pequeños insectos, ramitas y agujas de pino. Sonrió al ver restos de nidos sobre las vigas. En el cuarto de baño, una inmensa tela de araña colgaba como una cortina de seda, balanceándose indolente. Abrió los grifos. La casa entera gimió, ofendida por aquella molesta visita que la sacaba de su sopor. Tras varios quejidos agónicos, empezó a manar un barro de olor metálico, que, en apenas medio minuto, dio paso al agua más cristalina.
Zanganeó por el patio. Contó mentalmente las baldosas, sacudida por nostalgias de rayuela. Los rosales habían sucumbido, desmayados contra las paredes, pero el viejo melocotonero sobrevivía con una tozudez milagrosa, en medio de una montaña de fruta rezumante. Por fin, asumió que no podía alargarlo más y encaró la escalera, respirando hondo. Se aferró a la pulida barandilla y fue ascendiendo los peldaños uno por uno, como hacen los niños y los ancianos. El piso de arriba la recibió con idéntico silencio. Un largo corredor, con puertas entornadas a ambos lados. Sus pies la condujeron directamente al tercer dormitorio, el último por la izquierda. Se detuvo en el umbral apenas unos segundos y entró, sin pedir permiso a los recuerdos. El colchón de lana se hundió clamorosamente cuando se sentó sobre él. Recorrió las grietas de los muros con los dedos, igual que había hecho tantas y tantas tardes, aburrida por la imposición de una siesta innegociable que le parecía un desperdicio de sol y de aventura. Se giró por fin, apoyada la espalda contra la fría pared, abrazándose las rodillas. Miró la otra cama, gemela a la suya, y se estremeció de pies a cabeza. Casi cuarenta años después, aún le tenía miedo a Eugenia.
Habían sido inseparables, desde luego. Al fin y al cabo, ella era hija única, acostumbrada a los juegos solitarios del invierno. Eugenia, por su parte, tenía cuatro hermanos, todos varones y mucho mayores que ella. Por descontado, la habían mimado hasta el absurdo. La tía Lidia, tan guapa, tan altiva, tan perfecta, vivía en un constante delirio de orgullo y, para el tío Gonzalo, aquella princesa tardía suponía una innegable debilidad. Eugenia se sabía especial, y como tal actuaba. Era una leona con maneras de gata. Sabía cómo encandilar a todo el mundo, especialmente a la tímida y soñadora Clara.
—Ponte derecha, hija —la regañaba su madre, retorciéndose los dedos—. Mira a tu prima Eugenia, lo elegante que camina. ¿Por qué siempre andas toda encorvada?
Nunca lo entendió entonces, pero lo que atormentaba a Graciela, su madre, era que Clara resultara tan insignificante comparada con Eugenia como se sentía ella misma comparada con su hermana Lidia. Sólo había una persona inmune al embrujo de la pequeña y altiva pelirroja, y esa no era otra que la abuela. Cuando estaban solas, la dulce anciana acariciaba el cabello de Clara, lacio y vulgar, y le susurraba: “eres buena. Tú siempre serás mi favorita”.
El último verano, Eugenia se enamoró perdidamente de Mario, un chico del pueblo a quien el tío Gonzalo pagaba por hacer apaños. Mario era guapo, alto, delgado, con el pelo oscuro y unos ojos negros de bandolero. Clara, obviamente, también estaba enamorada de él, pero de un modo diferente. Del modo en que se enamoran las niñas tímidas: de lejos. Se habría dejado cortar la lengua antes de admitir que le brincaba el corazón en el pecho cada vez que veía a Mario acariciando las hortensias. Eugenia, que nunca tuvo miedo a nada, lo soltó una tarde en el patio, justo después del café. Así, sin más. Carraspeó, sacudió los rizos con gesto teatral y anunció que estaba colada por el jardinero. Hubo unos segundos de estupor, y de pronto la abuela soltó una carcajada.
—Ay, mi niña. Quién tuviera otra vez trece años y el fuego metido bajo la piel…
—Mamá, no seas procaz —se escandalizó Graciela, con sus eternos aires de viuda compungida.
Clara paladeó la palabra, y la atesoró en secreto toda su vida. Procaz, procaz, procaz. Le sonaba a verano, a diversión, a la risa cantarina de su abuela Magda. Procaz. Una ardilla traviesa pegando un salto. Lidia y Gonzalo procedieron a regañar a su hija, con esa insultante falta de rigor de los padres sin autoridad. La abuela siguió riendo, su delgado cuerpo sacudiéndose como un junco, la hermosa melena gris enmarcando su rostro. Clara era la única que sabía qué era en realidad. Un silfo escapado de los bosques.
Eugenia persiguió a Mario con insistencia de lebrel, buscándole con cualquier pretexto, dedicándole las miradas más lánguidas y los suspiros más dramáticos. Mario respondió a su acoso con educada cortesía. De vez en cuando, miraba hacia la ventana desde la que Clara los espiaba, y le hacía un guiño travieso que la dejaba sin aire.
Y luego, ocurrió. Eugenia se enfadó por cualquier tontería y se fue andando sola hasta la arboleda. Clara esperó una media hora, confiando en que su prima se aburriría pronto y regresaría, pero no tardó en apenarse por ella e ir a buscarla. El pinar resonaba en el atardecer como un mar extraño. Habían jugado allí tantas veces… Era un lugar amable, conocido, acogedor. Quizá por eso la escena le resultó aún más pavorosa.
Lo primero que vio fue a Mario, surgiendo entre los árboles como un aparecido y corriendo hacia el pueblo. Estaba pálido, ido, con la mirada perdida. Hasta la última fibra de su ser le ordenó a Clara que diera media vuelta, que volviera a la casa y se refugiara junto a su abuela. No pudo. Se obligó a poner un pie delante del otro y penetró en el pinar, que aullaba con el viento. La tía Lidia yacía en el suelo, con la falda enrollada en la cintura y las medias rotas. Tenía los ojos muy abiertos, asombrados, clavados en las nubes. El lado izquierdo de su cráneo se había convertido en una masa informe. De rodillas, mirándola con total indiferencia, Eugenia sostenía una piedra en la mano. Su vestido nuevo, de organdí blanco, estaba lleno de manchas. Rojas, como su pelo.


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