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Cartas desde el manicomio, de Dario Džamonja

Cartas desde el manicomio, de Dario Džamonja

Dario Džamonja quedó tan marcado por el realismo sucio americano que acabó convirtiendo los bajos fondos de Sarajevo en el escenario de sus relatos. Sus cuentos breves, en gran medida autobiográficos, le otorgaron una enorme popularidad, pero la Guerra de los Balcanes le obligó a emigrar a Estados Unidos, donde sobrevivió con trabajos precarios hasta regresar —y morir— a Sarajevo.

En Zenda reproducimos uno de los relatos de Cartas desde el manicomio, de Dario Džamonja (Sajalín).

***

Gente de fiar

Jim Timony, mi asistente social, se ha ido a Nebraska para defender su doctorado. Así que, este domingo, no tengo que ir a mi sesión obligatoria de arrepentimiento e invención de tamañas mentiras que no se las tragaría ni siquiera un perro aunque estuviesen untadas con carne.

—¿Alguna vez ha pegado a alguien?

—¿Quién, yo? ¡Vaya ideas!

—¿Su padre le pegaba cuando usted era pequeño?

—Me daba más palos que a un buey.

Esa justificación siempre cuela. Aunque hubiese degollado a dos tipos en mitad de la calle a plena luz del día, me darían unas palmaditas en la espalda con aire comprensivo y me dejarían irme a mi casa o al trabajo. A limpiar baños, a freír hamburguesas, a lavar platos, a empaquetar camisas de mierda…, al fin y al cabo, todo es lo mismo: a trabajar y a pagar impuestos. Pero eso sería si fuese americano. En mi caso…

Ya ha terminado la locura de la Navidad, o sea que, en la fábrica donde curro, no hay nada para los temporales y estoy en ≪lista de espera≫. El mes pasado hice un montón de horas extras y me han dado un aguinaldo equivalente al sueldo de una semana. Es decir, que tengo para ir tirando durante un tiempo.

Anoche me llamó mi colega Mujo desde Florida. Estaba borracho y harto de todo:

—Hoy, en el supermercado, le estaba cargando las bolsas en el coche a un soplapollas cualquiera y he visto que tenía matrícula de Wisconsin. Le he dicho que tengo un colega allí que se llama Daco. Pues el muy imbécil se me queda mirando como si fuese basura y me dice: ≪¡Date prisa chaval, que no tengo todo el dia!≫. Imagínate, va y me llama chaval… ¡Si podría ser su padre! No aguanto más, Daco, se me hace todo cuesta arriba.

—¿Trabajas este fin de semana?

—Podría, pero paso.

—Entonces iré a tomarme algo contigo.

—¿Estás de coña?

—Hace tiempo que no le pego un repaso a nadie jugando a las cartas.

El billete de ida y vuelta fuera de temporada en los autobuses de la compañía Greyhound cuesta solo 56 dólares y el viaje hasta Tampa dura dos días. Como ya tengo experiencia con los conductores de autobús fascistoides que prohíben el consumo de alcohol, relleno una botella de litro de Coca Cola con whisky y me voy a visitar a mi amigo. Me despidió al irme de Sarajevo hace ya casi cinco años y, desde entonces, no nos hemos vuelto a ver.

***

Estoy sentado en el Coral Bar de Tampa, Florida, y todos me miran como si estuviese chiflado, porque llevo botas y, en el respaldo de la silla, he dejado colgando unos pantalones de pana, una camisa y un impermeable grueso (en Sarajevo lo llaman ≪canadiense≫). Fuera estamos a más de treinta grados. Mujo ha dicho que vendría a recogerme en media hora, pero voy por la tercera cerveza y ni rastro de él, así que la amable camarera me vuelve a pasar el teléfono…

Dubravka, la mujer de Mujo, me dice que ha salido hace media hora y que es probable que el muy inútil se haya perdido. En el otro extremo de la barra hay un viejo borracho hecho polvo. Como tengo un imán para los pasados de rosca, sé que en algún momento se pondrá a hablar conmigo:

—La mayor parte de la humanidad me da asco. Me he follado a 2.500 mujeres, he apostado en 12.500 carreras de caballos, me he bebido el equivalente al lago Michigan en alcohol, he publicado 12 libros… Y tú, pimpollo, ¿qué has hecho con tu vida?

—Venga, Charles, basta ya… —le dice la camarera.

Pero yo la interrumpo:

—No pasa nada —la interrumpo—. Ponle una de mi parte (whisky con agua).

Porque en esa cara sin afeitar, llena de surcos profundos que tan solo el dolor puede haber abierto, en ese pelo despeinado y canoso, en esos ojos claros y azules, reconozco algo: Vratnik, Bistrik, Marindvor, el Korzo, el Istria, el Sueno, el Paseo, el Sótano Azul y el Haman, el Jardín y el Pantano de Marinko. En resumen, a toda la buena gente, a la gente de fiar.

—Salud, capullo —le digo—. He dejado escapar a 2.500 mujeres, me he follado a 12.500 caballos, he robado centenares de libros y tengo dos hijas. Eso es lo que he hecho con mi vida.

Veo una sonrisa brillar en sus ojos.

—Sandy, ponle una al pringadillo de mi cuenta.

—Gracias, pringado mayor.

—Sabes… —empieza.

—No lo sé —le cortó en seco—, pero no me des la turra, te lo imploro.

Estoy preocupado porque el gilipollas de Mujo no aparece. No porque le haya podido ocurrir algo, sino porque entonces tendré que apartar dinero para coger un taxi hasta su casa.

En esas que entra Mujo. Tiene la misma pinta de siempre, solo que está un poco más moreno, como si la fábrica le hubiese dado doble turno de vacaciones en Ulcinj:

—¡Pero qué pasa, croatilla! No llevas ni media hora en la ciudad y ya conoces a nuestros borrachos más ilustres.

Nos abrazamos, nos besamos, nos babeamos y lloramos. El escaso público americano del bar se queda perplejo ante nuestra cacofonía bosnia: la puta que te pario, me cago en tu padre, pero que hijo de perra, vaya bujarrón estas hecho, tu es que eres tonto del culo, menudo subnormal, viejo cretino, más corto y no naces, me cago en tu puta madre…, todas nuestras cálidas expresiones de amor y empatía. Cuando hemos acabado de desahogarnos, digo:

—Sandy, sírvenos otra. Mujo, ¿tú que quieres? Y ponle una a Charles.

—Mejor no —dice Mujo—, Dubravka estará preocupada.

—No te agobies, que ya la he llamado. Sandy, would you be so kind to give me a telephone once more?

Mujo llama a su mujer y le dice que nos tomaremos una más y luego iremos para casa. Oigo la voz de Dubravka, rebosante de alegría:

—Me parece bien, pero no me digas que, estando con Daco, te quedaras solo un rato, porque con él no hay forma de quedarse solo un rato.

Charles quiere terminar de exponer si o si la idea que se le ha ocurrido hace media hora.

—Sabes…

—Venga, va, dime.

—Sabes, muchacho, tú tendrías que escribir.

—Gracias, Charles. Le daré un par de vueltas.

***

Después de la quinta ronda, Mujo y yo salimos del bar y le pregunto:

—¿Cómo es posible que un capullo como tú haya encontrado a una esposa como Dubravka?

Mujo me mira con una incomprensión absoluta.

—Dubravka no es mi esposa. Es gente de fiar.

Los años no han cambiado a Dubravka en lo más mínimo. Es la de siempre, ligera y translúcida como un copo de nieve, con el mismo brillo en los ojos y una sonrisa como si en la vida solo le hubiesen ocurrido cosas buenas.

Pero apenas reconozco a Zlaja, el hijo de Dubravka y Mujo. Ha alcanzado al padre en altura —tampoco cuesta demasiado—, se ha vuelto corpulento…, no se parece en nada al mocoso que vi en Sarajevo por última vez. Dice que se acuerda de mí y no le creo. Pero me pregunta cómo esta mi hija Nevena.

—Está bien, ahora ya es toda una mujer —miento. Como voy a decirle que no lo se, porque no he visto a mi hija desde que me divorcié hace ocho meses.

Sentados en el porche, Mujo y yo intercambiamos información sobre amigos y otra gente de fiar: Rambo esta en Australia, como Tule y Jolić; Dubravko, en América como nosotros (ambos hablamos con él por teléfono); Tiho y Goro, en Canadá; Bambi, en Alemania; Bobo, en Suecia; el Mostareno, en Belgrado. Ya no están ni Hamić ni el Huevón, tampoco Manda ni Bega…

La guerra ni siquiera la mencionamos, como si solo hubiese sido una pesadilla. Recordamos las partidas de zing en la tienda de Hamić, las de barbudi en casa de Mujo, las de póker en la mía, el nombre de todos los camareros y camareras de la ciudad… Y, mientras sobre la mesa se amontonan las latas de cerveza vacías, nos repetimos cada vez más a menudo el uno al otro:

—Por qué nos han hecho esto, por qué nos han hecho esto, hijos de la gran puta…

Dubravka ha terminado de cocinar callos (a petición mía, porque los echaba de menos en América) y se nos une. Me pregunta por qué me he divorciado de Dijana y yo empiezo a explicárselo largo y tendido, por supuesto echándole toda la culpa a mi ex. Pero Mujo me interrumpe:

—Aguardiente. ¡Es la hora del aguardiente!

Aunque no puedo sino estar de acuerdo, de repente Dubravka dice:

—No sé, siempre le he tenido cariño.

Se hace un silencio incómodo que solo rompen el sonido metálico de las latas al abrirlas y el chasquido del mechero.

Se ha hecho demasiado tarde, Dubravka entra a trabajar temprano y ni Mujo ni yo tenemos el aguante que teníamos con el alcohol, así que me voy a la cama. Le pido a Dubravka que deje las luces encendidas, porque no querría confundirme en mitad de la noche y mearles la despensa.

Me levanto con la peor resaca de mi vida, abundante en resacas. No puedo quitarme el hipo de encima ni siquiera con cerveza.

Pronto aparece Mujo y me pregunta:

—¿Se puede saber que hiciste anoche con el detergente?

—¿De qué detergente me hablas?

—De las bolsitas que estaban sobre la mesa de la cocina.

Poco a poco voy haciendo memoria. Me he levantado durante la noche, he conseguido llegar con estruendo a la cocina y he visto unas bolsitas con un limón dibujado. Pensando que eran polvos de limón como los de Sarajevo, he vaciado un par en una jarrita y los he mezclado con agua… Pero resulta que eran muestras gratis de un nuevo detergente ≪con aroma a limón≫ que Mujo había cogido del supermercado donde trabaja. Eso explica

mi resaca infernal.

Mujo me pregunta si quiero desayunar algo. Le digo que no puedo con el estómago vacío y me abro otra cerveza.

Ahora hablamos con sobriedad: sobre nuestros planes de futuro, sobre la vida en América, sobre la vida en Sarajevo…

—No sé, Mujo —le digo—. Por ahora, mi plan es seguir con vida. De todas formas, no puedo resignarme a la idea de acabar como cocinero en Estados Unidos. Mira, cuando murió mi padre, me ocurrió mil veces que, en correos, en el banco, en alguna conserjería, cuando sacaba el carné de identidad la gente me decía al momento: ≪¡Ah, usted es el hijo de Vlatko≫. Y a mi no me cabía el corazón en el pecho. Me pregunto si algún día, cuando, si Dios quiere, Nevena y Vesna vayan a Sarajevo, alguien mirara su pasaporte y les dirá: ≪!Ah, tu eres hija de Daco!≫. No sé, yo que sé.

—¿Quieres que te enseñe la ciudad? —me pregunta Mujo.

—Me la suda, aquí todas me parecen iguales —le respondo sin ninguna cortesía.

No por nada que haya hecho él, sino por lo absurdo de este intento de volver al pasado haciendo un viaje de 56 dólares. Casi echo de menos el trabajo banal que me mata día a día, mi cuchitril, los solitarios que voy encadenando, la foto irreconocible que Farida, mi amiga argelina, me dejó sobre el televisor, a Jim Timony y sus lavados de (mi) cerebro…

Todas las decisiones que he tomado en la vida me han llenado de remordimiento. Con esa carga, me siento en el autobús de vuelta a ≪mi Madison≫.

***

Antes de irse, mi novia Lin, una china taiwanesa, me advirtió de que tuviese cuidado con los coreanos, porque son la peor escoria del mundo. ¿Cómo decirle que, a simple vista, ≪ellos≫, ≪los amarillos≫, me parecen todos iguales?

En el vestíbulo de mi edificio hay un televisor y va a empezar un partido de los Chicago Bulls, pero una tipa ha llegado antes y está mirando un culebrón insufrible. Dave, que es coreano, se levanta y cambia de canal. La tipa protesta y yo, todo un gentleman, le digo al coreano que se vaya a tomar por el culo. Vuelvo a poner el canal de antes, no porque me apetezca ver el culebrón, sino para ganar puntos con ella… El horror termina pronto y pasamos a ver a los Bulls. En la media parte voy al baño, el coreano viene detrás de mi… y me deja inconsciente. No con una llave de taekwondo, de karate o de jiu-jitsu, sino con un puñetazo de los de toda la vida.

El jueves llego a la sesión con el ojo morado y mi primera tarea es contar si he tenido algún conflicto durante la semana anterior.

Me invento que resbalé en el curro y me di contra el canto de una mesa. Jim Timony no me cree, pero me aconseja que demande al empresario. Yo sigo mintiendo y le digo que es culpa mía, porque había derramado vete a saber que líquido y no fregué el suelo.

Me lleva a casa Rick, el chico nuevo (apenas lleva cinco o seis semanas asistiendo a las sesiones). Está en libertad condicional porque reventó a patadas a su hermano yonqui, que chantajeaba a su madre para sacarle dinero. Rick odia a los yonquis y no muestra ningún arrepentimiento por lo que hizo. De hecho, insiste todo el rato en que lo haría otra vez; y en que lo hará otra vez, si hace falta.

Durante el trayecto, le confieso lo que me ha ocurrido en realidad. Luego voy al bar Nitty Gritty, frente a mi casa, a tomar algo.

Junto a la barra, Dave el coreano me sonríe burlón.

—Ese es el hijo de puta que me hizo ver las estrellas —le digo a Rick.

—Me la pela (I don’t give a shit) —responde sin inmutarse.

***

Rick no ha aparecido en las dos últimas sesiones y le pregunto a Jim si sabe que ha sido de él.

—Por desgracia, lo han vuelto a meter en la cárcel porque violó la condicional. Le dio una paliza a un coreano en el Nitty Gritty, cerca de donde vives.

—¿Sabes en qué cárcel está?

—En Bloomington, supongo. ¿Por qué preguntas?

—Por preguntar…

 

P. D.: Aun no he visitado a Rick.

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Autor: Dario Džamonja. Título: Cartas desde el manicomio. Traducción: Marc Casals. Editorial: Sajalín. Venta: Todostuslibros.

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