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Concurso de historias sobre nuestros mayores: primeros 30 finalistas

Concurso de historias sobre nuestros mayores: primeros 30 finalistas

A lo largo de las dos últimas semanas, centenares de usuarios han participado en el concurso de historias sobre nuestros mayores, convocado el pasado 27 de abril, dotado con 3.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. El fallo del jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, se emitirá este mismo viernes, desvelándose el nombre del ganador y de los 10 finalistas. El autor de la mejor historia ganará un premio de 1.000 euros. Además los autores de las 10 historias finalistas restantes ganarán un premio de 200 euros.

Desde el 27 de abril y hasta el 11 de mayo, las historias han ido acumulándose en nuestro foro, historias en las que los abuelos cobran el protagonismo desde todas las miradas posibles.

A continuación ofrecemos los treinta primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar.

1. María y el ABCoronavirus

Eva Tejado Meco

María Quiralte no era la típica anciana manchega, al menos no en ciertos aspectos. Es cierto que estaba acostumbrada al clásico recogimiento de los habitantes de interior al llegar a cierta edad, y guardaba riguroso luto por su marido, fallecido hace unos años de alzhéimer, pero conservaba un optimismo arrasador y unas ganas de vivir que bien las querría cualquier quinceañera. Sin embargo, los últimos meses estaban poniendo a prueba esa vivacidad. Desde que comenzó la epidemia del coronavirus no había salido de casa. No se fiaba ni de ir a comprar. Todo se lo traían sus hijas, sus cuñados o el repartidor de bebidas, comúnmente conocido en el pueblo como “Julián el gaseosero”, ataviados con guantes y mascarillas como si fueran cirujanos. El resto del día solo podía hablar con sus seres queridos por teléfono, lo que acentuaba su sensación de soledad.

Un día, más o menos a finales de marzo, cansada de no saber qué hacer, se le ocurrió una idea. En las noticias había escuchado que, en estos tiempos, se estilaba probar a hacer cosas que uno siempre había querido hacer pero no lo había intentado, lo llamaban challenosequé. “Vamos, lo que viene siendo un reto”, se dijo. A pesar de la palabreja, pensó que podía ser una buena idea para entretenerse. Después de darle vueltas, decidió que estaba preparada para vencer una de las mayores barreras que había tenido en su vida: iba a aprender a leer y a escribir. Pero, ¿cómo podría hacerlo? No sabía ni por dónde empezar. Solo veía a su familia cuando le llevaban comida, y a sus nietos ni eso. Y por teléfono iba a ser imposible. Además, quería darles una sorpresa.

Gracias a esa sagacidad que solo se encuentra en alguien que ha sobrevivido a muchas penurias, María encontró un sistema. Se dio cuenta de que había una palabra que estaba a todas horas en todos los canales. Lo sabía porque los garabatos (así interpretaba ella las letras) siempre eran iguales. Era coronavirus. Cada vez que aparecía en pantalla, cogía una libreta y un lápiz e intentaba “dibujarla” como podía. De ese modo se fue familiarizando con la ce, la o, la erre, la ene, la a, la uve, la i, la u y la ese. El siguiente paso era cerciorarse de que estaba haciendo las cosas bien. En una de las visitas de “Julián el gaseosero”, María le consultó si había escrito bien las letras. Él, que sabía que María era analfabeta, le contestó sorprendido que sí, y la animó por su gran avance. También le enseñó que las letras que tenía escritas eran las mayúsculas, y le apuntó en la libreta esas mismas letras en minúsculas, para que aprendiera poco a poco a hacerlas. En la visita de la semana siguiente ya las tenía dominadas.

Julián, maravillado por las ganas de aprender de la anciana, quiso seguir ayudándola. Le enseñó nuevas letras a través de las etiquetas de las botellas. Así María sumó a su lista la ge y la e de gaseosa, la be, la te y la ka de Bitter Kas o la ele, la hache y la de gracias al refresco de cola de Hacendado.

Entre etiquetas y libretas, llegó el dos de mayo. Era el primer día que se podía salir a pasear, y María sabía que sus hijas se pasarían unos minutos por la tarde a verla, así que esa misma mañana le pidió un favor a Julián. Escribió tres notas, una para cada una. En ellas puso “Nos vemos luego. Besos” y el revoltijo de curvas que utilizaba como firma. Se las dio al repartidor y este debía llevárselas a sus hijas. Quiso pagarle por las molestias, pero Julián no le dejó. Lo hacía encantado.

Cuando llevó las notas a las hijas de María y les contó todo lo acaecido en las últimas semanas, lloraron de alegría y corrieron emocionadas hacia el teléfono para llamarla. Cuando esa misma tarde se encontraron, el primer impulso era el de abrazarse con fuerza, con las ganas reprimidas durante tanto tiempo. Sin embargo, pese a que ninguna se había contagiado (o eso creían), hicieron todo lo posible por no olvidar la debida responsabilidad del momento. Las cuatro se cogieron las manos cubiertas por los guantes y se las besaron mutuamente a través de las mascarillas. Sabían que esta crisis acabaría tarde o temprano, y que el coraje que había demostrado María las acompañaría a todas en ese camino, más unidas que nunca.

2. Toda una vida

Diego Manzanares

Ya no sabe ni atarse los cordones de los zapatos. Dedica las horas a mirar a un horizonte gris y brumoso, en el que se intercalan destellos de luz con palabras perdidas. No responde cuando le hablo, ni cuando le ajusto la mascarilla, ni cuando le enseño esa foto en la que sale su mujer tan guapa.

Acompaño a Antonio desde su habitación hasta el comedor. Los ancianos, ya sentados en círculo, canturrean viejas canciones que los terapeutas, guitarra en mano, se encargan de interpretar.

Toda una vida,

 te estaría mimando, 
te estaría cuidando, como cuido mi vida,
que la vivo por ti. 

Y aquella mirada, perdida en un tiempo sin horizonte ni asideros, retoma calor y vida gracias a la melodía. Brilla fugazmente. No como una estrella, sino como un cometa con la intención de volver. Pero dura lo que toda una vida. Apenas una canción de amor.

3. Pan de muerto

María Villar Cembellín

La muerte no es la ausencia de vida, la muerte es el silencio. Concretamente el silencio de la soledad no elegida. Cesáreo Velarde no recordaba la última vez que habló con una persona, allá en su confinamiento forzoso. Tampoco conseguía evocar cómo se sentía el tacto de una mujer, y apenas conservaba un recuerdo vago del olor que tenían. ¿Cuántas semanas, meses, años, llevaba en su casa?  ¿No se encontraba solo incluso antes del coronavirus? Su memoria se había deshidratado junto con su piel, ennegrecida por el sol de la infancia.

Se había jubilado hace muchos años, pero mantenía la tradición. Sus manos artríticas ya no amasaban como antes, pero todavía podían hacer un esfuerzo para comer el mejor pan de muerto de todo Malasaña. Dando forma a la harina con el agua de cempazuchitl, sobando la masa hasta que adquiriera la ligereza y elasticidad deseada. Luego añadiendo pequeños detalles, la ralladura de limón, el toque de leche, la mantequilla fresca, el roce de azahar. Por último, añadiendo en cruz las cuatro canillas en homenaje a los dioses Tezcatlipoca, Tlaloc, Quetzalcóatl y Xipetotec; y la bolita en el centro, que siempre le gustaba pensar que hacía referencia a él.

Por eso celebraba su cumpleaños siempre ese día: Día de Muertos. Entonces se preparaba un pan, sobre el cual depositaba una vela, y se cantaba a sí mismo cumpleaños feliz. Acostumbraba a dar grandes palmas, con espíritu festivo.

Ese día incluso se sentía acompañado.

(…)

—Los ancianos apenas demandamos alguien que nos arrope, una presencia con quien compartir calor. Este cansancio añoso precisa ternura, no sexualidad. Su juventud no lo entenderá, pero hay un tiempo en que todo fatiga, hasta conocer nueva gente supone un esfuerzo trabajoso. Observe nuestra piel hojaldrada, nuestros ojos entrecerrados, los movimientos lentos de quien sabe que la vida es un paréntesis, una tregua entre nadas, un rato de aliento sobre las ruinas. Cumplir años es diabólico. ¿Quiere usted despedir amigos? Sume años y verá. Sí, joven, los ancianos fuimos vosotros; o lo somos aún, ocultos tras este espejo deformante que provoca rechazo. Escúcheme usted y recele de un futuro colmado de miedos. Teme la longevidad, muchacho, porque cualquier mañana prolongado es una maldición.

Césareo Velarde hablaba a la nada.

A las paredes de su casa.

A la escayola.

(…)

La bodega apenas era un agujero excavado en la tierra seca, las viñas unos alambres de los que colgaban unas uvas descarnadas. Pero Cesáreo tenía vino. Pero Cesáreo tenía sombra.

Ningún concurso premiaría ese vino, sin embargo él se sentía dichoso descendiendo a su bodega, introduciendo su copa en la vasija de inoxidable y bebiendo un vaso de su caldo: turbio, rosado y de graduación incognoscible. Allí dejaba que el vino ejerciera su prístina labor de hacernos recordar.

Pero nuestros recuerdos siempre son pasionales, jamás objetivos, ¡ay!, y poseen la capacidad de volver a azotarnos en el presente. Del río de la infancia, ¿recordaba el contorno de las rocas o la felicidad al zambullirse? De aquel amor roto, ¿recordaba el rostro amado o el dolor de su corazón? Huellas garrapateadas en nuestra emoción, nostalgias fósiles, gigantes huellas de paquidermo sobre la superficie de nuestra piel. Fondos anóxicos donde a menudo es difícil respirar, reflexionaba Cesáreo. Así, la memoria del dolor convive con la del esplendor, el rencor con la gratitud. Afortunadamente, como señaló Borges, la memoria también está hecha en buena parte de olvido.

Olvido que impide que los fantasmas nos devoren.

Olvido que, maldita fuera su huella, con ella no le alcanzaba.

Ella se llamaba Guadalupe.

En la garganta de Cesáreo se formó una tristeza ferruginosa.

(…)

Ha anochecido y el pan de muerto está listo. Horneado y esponjoso. Todavía caliente, su olor evocando el del vientre amado. ¿Cuántas copas se ha servido hoy? Definitivamente demasiadas.

Dicen que arrastra cadenas quien es incapaz de olvidar, ¿pero acaso existe el olvido? Cesáreo regresaba a su eterna cantinela, la memoria es prima hermana del despecho. Quien más quien menos arrastra yugos afectivos, pesadas losas de frustración. Todos acarreamos con el indeleble fardo de una historia de amor que salió mal, un amor torcido, fallido, traicionado, un amor que quizá no llegó a ser consumado (esto es irrelevante a ojos del soñador). El amor imposible imposibilita su fin, la inconsecuencia es un nevero. Pero ¿para qué tanto lamento? ¿De qué sirve imaginar otro camino, otro rumbo, conversaciones que nunca tuvieron lugar? Labor pueril, voces hueras —nuestras propias voces— que no sabemos desoír.

Recurrente pensamiento circular, tú.

Tú que ahora no eres más que palabras y vino y olor a pan.

Tú, Guadalupe.

Cesáreo regresó a la bodega a servirse otro trago.

(…)

La muerte no es la ausencia de vida, la muerte es el silencio. El pan hacía rato que estaba frío, su masa endureciéndose como un corazón rechazado. Cesáreo dormía un sueño sin sueños en la profundidad de su bodega, lejos de los arrecifes del desasosiego, lejos del miedo al virus, lejos del recuerdo temido.

Evocar es un albur, sin embargo ese día se había sentido menos solo.

Menos muerto.

4. Mi abuelo

Santiago López Quintana

Cierro los ojos y lo veo de espaldas. Andando tranquilamente por un campo de hierba alta y verde. Viste botas de agua (katiuskas), un pantalón de trabajo azul, camisa de cuadros bien metida por los pantalones y sombrero de pescador de tela vaquera. Aunque está cano y ya no llena la ropa como antes, pisa firme y me guía por los senderos. Él conoce los caminos y me ayuda a saltar las cercas con alambre de espino. Primero la cruza él, luego usa su sombrero para agarrar el alambre y ponérmelo más fácil. En su bolsillo siempre lleva una navaja algo sucia, vieja y con la hoja deformada por los afilados. Sólo la saca para eliminar las malas hierbas o cortar varas de avellano, luego las pelas y talla en bellas obras. Mi abuelo ya no está, pero aún lo veo.

5. Eladia

Marta Rodríguez

Cuando Eladia tenía once años, su padre le advirtió que no fuera a la escuela por el camino de las cigarras, que había un muerto en la cuneta. Al día siguiente ya ni siquiera abrió la escuela, y a ella la metieron de rolla en casa de don Armando, el boticario, pese a la guerra.

En aquel pueblo de Tierra de Campos no vieron al ejército, pero sí hubo sacas, presos y huídos. En la cuadra de su familia, emparedado en un pequeño hueco de tablones tapado con estiércol, su padre mantuvo escondido a un pobre hombre que llegó a la granja exhausto y malherido. Lo curaron como pudieron, con los conocimientos simples de la gente del campo, repartieron con él su escasa comida y, cuando pasados unos meses recuperó las fuerzas, reemprendió la fuga una noche sin luna, sin despedirse ni comprometerles.

La paz llegó como pasó la guerra, sin ruido apenas, y las misas, las mantillas, los desfiles y las cartillas de racionamiento se abrieron paso sin dramas en un pueblo acostumbrado a obedecer. En esos años, Eladia se enamoró de un joven guapo y trabajador, pero con un carácter de mil demonios. «Paciencia te doy, hija mía», le dijo su suegra el día de la boda, «porque no sabes el genio que tiene».

Ambos trabajaron de sol a sol, en la fábrica de harinas por las mañanas y en la huerta por la tarde. Levantándose de madrugada para dejar el puchero al fuego antes de salir a arrancar lentejas, a regar con la mula o a escular remolacha. Y a la noche, con las manos cortadas y el cuerpo dolorido, Eladia cosía y remendaba a la luz de la única bombilla de la casa, mientras paría hijos y veía morir a algunos sin tiempo para ponerles nombre.

En los años sesenta el éxodo rural los llevó a la ciudad. Eladia fue muy feliz en aquella casa de arrabal a una hora y tres puentes de camino hasta el centro de la ciudad, con agua corriente, lavadora y hasta televisión. En la pequeña capilla obrera del barrio casó a su hija, y sobre la mesa de formica de la cocina le sirvió a su hijo la que creyó que sería su última cena, instantes antes de que llegaran a buscarlo para regresar al cuartel, un veintitrés de febrero de 1981.

Con la democracia, todos prosperaron. Vio a sus nietos mayores graduarse en la Universidad. Crió a los más pequeños, porque los tiempos cambiaban y las nueras trabajaban y no podían hacerse cargo de ellos.

Eladia, desde su ventana, vio pasar la gente, las modas, el mundo.

Enviudó mayor, y lloró y se puso de luto, y echó de menos con dolor a su único compañero de vida, aunque cuando le preguntaban por él meneaba la cabeza con pesar y murmuraba «hay que ver, cómo era… qué genio sacaba a veces…».

Cuando cumplió ochenta y ocho años, y ya no recordaba qué pastillas se había tomado y cuáles no, pidió a sus hijos que le buscaran plaza en una residencia de ancianos. Una bonita, con un patio fresco en el que resguardarse del sol y un salón grande para jugar a las cartas con las amigas. Hizo su maleta, tomó su andador, cerró la puerta con llave y se despidió. «Coged lo que queráis», les dijo a sus nietos, «todo lo que hay dentro siempre ha sido vuestro».

Eladia ha vivido feliz en su residencia. Ha cambiado el andador por una silla de ruedas y sólo le pide a la vida que le moleste lo menos posible. Ahora su ventana da a ese patio que tanto le gusta, que se abre al portón de entrada y desde allí a la carretera que serpentea los campos hasta el horizonte. En estos meses, sin embargo, siente que ha visto demasiado: un trasiego constante de ambulancias, tripuladas por astronautas o extraterrestres, y más coches fúnebres de los que creía que existían en esa ciudad diminuta y provinciana, cargando innumerables féretros, día tras día, cada uno de ellos albergando un amigo del que ya no podrá despedirse.

Ella, como el resto de los residentes, también se ha contagiado. Ha dado positivo, le han dicho, pero no sabe muy bien en qué. No tiene tos, ni fiebre, ni se siente cansada. También le han dicho, aunque no lo entienda, que es asintomática, pero que debe permanecer aislada en su habitación, de donde ya se llevaron hace tiempo a Sofía, su compañera, la que llegó llorando el primer día y a la que enseñó a disfrutar de aquella vida diferente y tranquila.

Nunca imaginó que cumpliría noventa y cinco años en pleno Apocalipsis, sin abrazar a sus hijos ni a sus nietos, ni que todos ellos pasarían miedo, tanto miedo como el día en el que ella cambió el camino a la escuela por no toparse con un muerto.

6. La libreta

Carlos Gómez Bañón

«Limpiadla de arriba abajo, guardad fotos y recuerdos en una caja o en las cajas que haga falta. Cuando terminéis, se lo decís a vuestro padre.» Eso fue lo que nos dijo el tío Emilio cuando le comentamos que queríamos pasar el verano en Santa Pola, en la casa de la abuela.

* * *

Las ventanas, abiertas de par en par. «Si te fijas muy bien, casi se puede ver Tabarca» me dice mi hermana. En el pasillo, hay pilas y pilas de cajas llenas de fotografías, álbumes y vestidos de flores que hay que esquivar como un equilibrista de circo. Los armarios, ya vacíos, me recuerdan a una frase que nos decía cuando había mercadillo: «Aunque salga diez minutos, me gusta salir bien apañá

Termino con la habitación y empiezo con los cajones de la cocina. Primero, con los de arriba del fregadero; después, con los de detrás de la puerta. Encuentro una pequeña libreta a cuadros bastante estropeada con una fecha escrita en la primera hoja. Tardo unos minutos en descifrar lo que pone. Al fin, lo consigo: 23 de abril, 2020.

Abro la libreta y empiezo a ojear nervioso cada página. Página uno: Patatas panaderas; página dos: Sopa de lentejas; página tres: Galletas de almendra con naranja y arándanos. Así, hasta más de treinta páginas. Y en la última, un mensaje:

“Para mis nietos favoritos”

Cierro la libreta, la guardo en mi bolsillo y sigo recogiendo todas sus cosas.

7. La memoria de Remedios

Javier Celada Pérez

Como tantas noches desde hace meses, después de calcular que su estómago había completado con éxito la digestión de la pieza de fruta y el yogur desnatado clesa, Remedios se retiraba a paso resignado a su minúscula habitación de la residencia en compañía de la cuidadora de turno. Antes de acostarse tenía la mujer la sana costumbre de reordenar lo ordenado y pasar un trapo y un multiusos a los pocos enseres del básico rectángulo que ahora definía su vida. Ya estaba en la cama dispuesta a apagar la luz y descansar cuando vio una diminuta huella en el pie mismo de la lámpara de la mesita, sacó del cajón un pañuelo de tela Guasch, sus favoritos, exhaló vaho sobre el metal dorado y comenzó a frotarlo con ánimo casi masturbatorio.

Como consecuencia de la fricción o de la imaginación de la anciana, eso poco importa, surgió en el haz luminoso de la lámpara un espectro etéreo y verdoso de apariencia bonachona que desperezándose trataba de adaptarse a su nueva dimensión —¡Jesús, a estas horas!—. Remedios no se inmutó con la súbita presencia, ni tampoco el genio pareció reprocharle su falta de entusiasmo.

—¿Sabe por qué estoy aquí? —preguntó el rechoncho «fenómeno».

—No tengo ni idea ¿trabajas en la residencia?

—Soy el genio de su lámpara y como me ha liberado puedo concederle tres deseos.

—Solo necesito uno —dudó Remedios, que pareció entristecer de pronto—. Me gustaría ver a mi marido, a mi Abel, Abel Monteagudo Pérez.

—Su marido ya no está aquí. ¿Entiende lo que implica poder verle?

—Supongo que sí. ¿Puedo pedirte tiempo para pensarlo?

—Claro, si así lo desea, pero le quedarán solo dos. ¿Cuánto tiempo necesita?

—No sé, ven mañana…

Volvió solícito al día siguiente, restándole a la buena señora minutos de siesta y dispuesto a otorgar lo prometido cuanto antes.

—Buenas tardes, Remedios. ¿Ha pensado usted lo que quiere pedir?

—¡Ay! hijo mío, creo que no sé quién eres ¿de qué me hablas? ¿pedir qué?

—Esa memoria, doña Remedios —protestó el genio impaciente—, mire, si quiere puedo devolvérsela, puedo devolverle la juventud y aún le quedaría un deseo ¿Qué me dice?

—Me gustaría ver a mi marido…

—Si, a su Abel, ya lo hablamos anoche. Eso es muy complicado entiende, soy un genio con ética.

—¿A lo mejor, si me das la juventud, podría volver a verle?

—Ummm… no sabría decirle, supongo que sería cosa del azar. Pero conocería a otros hombres, de eso estoy seguro ¿quién sabe? Tal vez a Paul Newman.

—¿Puedo pedirte tiempo para pensarlo?

—Claro —contestó resignado—, pero solo le quedará un deseo, espero que se aclare. ¿Cuánto tiempo necesita?

—No sé, ven mañana…

—¡Buenos días, Remedios! ¿Cómo ha pasado usted la noche? ¿Tomó ya las pastillas? A ver, ese termómetro. Sabe quién soy ¿verdad?

—Si, el geniecillo de la lámpara. Viene a darme la juventud, pero quiero otra cosa.

—Claro mujer —sonrió el doctor—, si está hecha una moza ¿qué se le ofrece?

—Quiero mis recuerdos.

El hombre la miró con sincera ternura sin saber si la entendía a ciencia cierta.

—Claro, Remedios, en eso estamos: ¡Deseo concedido! (Pasaron unos segundos…) Pero tiene que tomarse las chuches.

8. Nuestra leyenda

Aurora Tárrega Gálvez

Siempre pasábamos los meses de verano en un pueblo muy cercano a Barcelona. A nosotros nos gustaba llamarlo Camelot.

Todos los días, antes de salir a jugar, nos sentábamos alrededor de la apolillada mesa redonda. Con la merienda en una mano y el tirachinas en la otra, discutíamos el plan de la tarde.

Suerte que el sabio Merlín, siempre atento, impidió alguna que otra catástrofe.

Hoy los caballeros no hemos podido reunirnos, ni abrazarnos, ni estrechar nuestras manos. Lloramos en la distancia la despedida del abuelo. Y, lo único que tenemos claro, es que nada será lo mismo sin su magia.

9. La abuela rezongona

Julia Sáez-Angulo

La abuela Amelia era rezongona. Mamá decía que tenía tal sentido de la justicia y la perfección que a todo le veía fallos; su sentido crítico era tremendo, incluso con sus seres más queridos. Cuando íbamos a visitarla, mamá nos preparaba con primor y hacía una revisión general en el portal de su casa, para que ella nos viera impolutos, nos estiraba la falda, ataba con cuidado el nudo del lazo, atusaba el pelo… Pues no. Después de los besos de rigor, la abuela Amelia siempre encontraba algo que decir o criticar:

-Niño, ese pelo que llevas ha crecido demasiado, necesita un buen corte.

A Martita siempre la martirizaba con el largo de su vestido:

-Niña, que vas a coger frío con esa falda tan corta.

A mí me descubrió una sombra de mancha en un vestido blanco y me recriminó:

-Esa sombra que llevas de una vieja mancha de grasa, hay que lavarla con blanqueador, porque el vestido es muy bonito.

Mamá tragaba saliva para no soltarle una impertinencia. No la podía soportar.

-Todo sea por las propinas que entrega, le comentaba a mi padre.

Efectivamente, la abuela Amelia era generosa y siempre que íbamos a visitarla nos daba a los nietos unas pagas excelentes, que nos alborozaban por dentro, sobre todo, cuando eran en billetes, pues nos daba la sensación de que valían más que las monedas.

La abuela Amalia era una mujer muy pulida, cuidaba mucho su aspecto exterior de anciana con bonito cutis mate, con un pelo blanco y reflejos azules, vestidos camiseros realzados por un collar y zapatos mocasines siempre bien lustrados. Desde el punto de la mañana en que se levantaba, se acicalaba cuidadosamente y se ponía a leer en la mesa camilla, junto al balcón del salón que daba a la calle Goya. Decía que no aguantaba la televisión, porque era un ruido fijo insoportable que le producía dolor de cabeza; a ella le gustaba el silencio para leer novelas españolas, francesas y, sobre todo, inglesas con largas sagas familiares.

Una muchacha latinoamericana interna, Irma, cuidaba a la abuela desde hacía más de diez años, le hacía las tareas de la casa y la soportaba con paciencia, porque además le pagaba bien. En el fondo se respetaban y apreciaban. La muchacha enviaba la mayor parte de su salario a Ecuador, donde su madre le cuidaba los dos hijos pequeños que tuvo siendo muy jovencita.

*****

Cuando llegó la pandemia del covid-19, el virus atacó con virulencia a Irma y a la abuela Amalia. Mi padre se hizo cargo de llevar a ambas mujeres al hospital de campaña instalado en Madrid, porque los otros hospitales estaban colapsados de enfermos. Papá, que vio el panorama sanitario de aquel hospital improvisado en dos días, quedó fuertemente impresionado; lo peor era que no permitían visitas a los parientes para evitar nuevos posibles contagios. Para evitar contagiarnos a mujer y a sus hijos, papá decidió alojarse en casa de la abuela durante una cuarentena de quince días, que era lo establecido por las autoridades sanitarias. Fueron días difíciles, de tensión y de angustia; el número de muertos crecía cada día en la ciudad y el de infectados aumentaba sin cesar. Esto es apocalíptico, decía mi madre, a la que vi llorar a escondidas.

A los dos días de ingresar a la abuela, nos comunicaron que había muerto. Fue muy triste; solo papá pudo ir a la morgue en el palacio de hielo saturado de ataúdes y al sepelio, después. Él informaba de todo paulatinamente a mamá y ella nos daba la versión suvizada de lo que iba sucediendo. Yo escuchaba también la voz de papá al teléfono, porque me situaba cerca y se oía con bastante nitidez. Por papá supimos que la abuela Amelia e Irma estaban situadas una al lado de la otra y esto nos pareció que podría consolarlas en medio del aislamiento en el hospital.

Afortunadamente Irma se recuperó y volvió a casa de la abuela para recoger sus cosas. Papá, después de finiquitarle el sueldo por su trabajo, le dijo que podría quedarse unos días en casa de la abuela, hasta que encontrara nuevo alojamiento y trabajo. La muchacha estaba muy afectada y agradecida a la abuela Amalia, pues, según contó, hubo un momento en que ante la escasez de material sanitario, los médicos se encontraron con un solo respirador para aplicar a una u otra de las dos mujeres y la abuela señalo a Irma y dijo:

-Ella es más joven y tiene que sacar adelante a dos hijos.

Cuando se abrió el testamento de la abuela, una de las cláusulas decía que se le pagara el sueldo de diez meses a Irma después de su fallecimiento, para que pudiera encontrar tranquilamente un nuevo trabajo.

10. Alcanfor

Rodríguez Valladares

La puerta siempre estaba abierta, solo tenías que girar el pestillo y se producía ese golpe seco; su eco en el gran portal de entrada, chirrido de goznes y aquella bocanada de aire fresco y oscuro. ¡Agüelo! Gritabas. ¡Agüela! Y la distante y amortiguada respuesta: Aquí. Se te acostumbraban los ojos y enseguida observabas el friso recorriendo la pared. Dios bendiga cada rincón de esta casa en un Sagrado Corazón de Jesús, todavía con su pegatina de la Librería Pastoral Diocesana. Abrías la puerta de la sala y en la mesa camilla, casi atufados por el picón, tapados con las faldillas: mis abuelos. Ambrosio y Ángeles. Ambos envueltos en una neblina de perceptible ancianidad rural.

A mi abuelo se le había quedado el acto reflejo de esconder Mundo Obrero en cuanto sentía la puerta. Lo metía debajo del cojín de una silla y justificaba la postura cogiendo la badila y atizando el brasero. Ardían las cañas de las piernas en cuanto te sentabas. Sólo entonces, mi abuela te afeaba el tipo, la ropa, el peinado y te contaba de muertes y desgracias del pueblo.

Mi abuela iba de luto. Tenía una lata de membrillo con una escena castiza en su tapa que contenía estampillas de santos a los que rezaba diariamente. Era muy devota de Santa Gemma Galgani, patrona de los farmacéuticos, de los que mi abuela era buena clienta. Enumeraba sus males por orden posológico: esta es para la circulación, una por la mañana; esta para la cabeza, con cada comida; esta para el corazón, dos al día; esta es para las piernas, cuando me duelan. E iba apartando pastillas como escogiendo lentejas.

Mi abuelo veía los toros y escuchaba la radio. Le gustaba el Viti. Leía los Interviu atrasados que le llevábamos y nunca contaba cosas de la guerra. Tenía los dedos de la mano con una textura como la de las zanahorias. Y un pelo blanco y tupido bajo la boina. Hizo la mili en África. Había salido adelante en silencio. Llevaba ahora en la cara los surcos del campo. Pasaba mucho tiempo en el corral haciendo picón y apañando las gallinas. Nunca nos dejaba subir solos al doblado. Fue él quien le puso a la gata Nadiuska.

Mi abuela se echaba Agua del Carmen en el pelo. Todavía puedo olerlo. Usaba palangana y tenía un arcón en el dormitorio donde yo dormía lleno de cobertores y comida. Legumbres y aceite, sobre todo. Por si venía otra guerra, explicaba. Dios quiera que no conozcáis vosotros una guerra, apostillaba. Había orinales bajo las camas y colchones de lana donde te hundías hasta desaparecer. Era agradable dormir las amanecidas en esa luz dulce que entraba por el ventanuco.

Mi abuela no usaba gas. Hacía cocido en una lumbre. Y lavaba en una tabla con Nieve al lado del pozo de la mano negra donde nos tenían prohibido asomarnos. Olía a alcanfor siempre que abrías un armario. Se peinaba cuando salía el Papa en la televisión y despedía al presentador del telediario como si pudiera escucharla. Quede usted con Dios, le decía. Y apagaba la tele.

Mi abuelo pasaba las tardes echando la partida en el bar de Constante o en el melonar a la sombra de un chamizo con otros viejos. A veces me llevaba y les escuchaba hablar del tiempo y otras cosas.  Fumaban Mencey y se reían con los chistes verdes. Un día, uno de ellos contó algo de la guerra. Mi abuelo no dijo nada. El hombre es del bar y de la calle, la mujer es de su casa y sus hijos, sentenciaba mi abuela.

A mi abuela la visitaban: Paula la Zapardiela, la Boni, la Cristina y la Petra. La primera blasfemaba, la segunda era pícara y gorda, la Cristina llevaba pañuelo en la cabeza cuando venía de la huerta y la última siempre iba con prisas porque llegaba su marido de la obra. La Petra era recogida, discreta; de pómulos marcados, un rostro de hambre y guerra. Destilaba una pobreza digna y abnegada en su mirada de simio inocente.

Mi abuela cosía por las tardes con la Singer, que estuvo escondida durante la guerra. Mientras pespunteaba, Elena Francis aconsejaba: querido Capricornio de Manresa, si la quieres, la respetarás. En la guerra quitaban todo, me contó una de esas tardes. Un día volvía del lavadero y en la casa de un rico, a través de una ventana abierta, pudo ver su alcoba de casada. La cama, las mesillas y la cómoda. Y el palanganero. Eso me contó, y luego se calló un buen rato.

Un día llegó una carta certificada. Era una medalla para mi abuelo. De la guerra. Y mucho dinero. Mi abuelo dijo que le reconocían algo, que debía haber sido cosa de Felipe González. Mi abuela se puso a llorar. Manda cojones, Ángeles, después de los años, dijo mi abuelo. Luego la besó en la frente y me dio vergüenza. Bendito sea Dios, Ambrosio, que no venga otra guerra, dijo mi abuela.

El tiempo parecía haberse quedado atrapado entre aquellos gruesos muros de tapial. Remansado y pacífico, antiguo. Un tiempo de alcanfor. Ellos mimos parecían atrapados allí. Mi tío les llevó una vez de viaje, por eso había una foto en blanco y negro sobre el aparador de la sala donde se les veía a los dos posando en el Monasterio de Piedra. Sólo en esa foto pude verles fuera de su casa. Mi abuela decía que bastante había andado durante la guerra. Mi abuelo que no podía dejar solas a las gallinas. Ve ahí, apoyaba mi abuela.

Cuando nos íbamos, se quedaban los dos en la puerta hasta que el coche desaparecía calle abajo, hasta que giraba por la calle Ancha. Entonces, yo me volvía y les veía como dos acentos trazados sobre el muro de cal. Y aún me parece verlos allí de pie. Despidiéndose.

11. La canción del huerfanito

Laura Urcelay

Hace más de setenta años que falleciste, pero aún oigo tu voz: «Cántame, Beni, siéntate aquí y cántale algo a tu padre». Yo me acercaba deprisa, me encaramaba por tus rodillas y rodeaba tu torso que me parecía inmenso, aunque no debía de abultar ni la mitad que el mío ahora. Con timbre melancólico, entonaba tu canción favorita, la de aquel niño que, en cueros y descalzo, lloraba por las calles porque no tenía madre. Tus ojos, uvas danzarinas, no tardaban en derramar unas lágrimas gordas que se te acumulaban en las bolsas.

—Pepe, eres peor que los chiquillos —decía mamá desde la lumbre, envuelta por el aroma a chorizo y cebolla que desprendía algún guiso—. ¿Para qué mandas a la cría que cante si te pones a llorar como una madalena?

Tú te levantabas, me dejabas en el taburete y la sorprendías con un beso.

—Que nos ven los críos, hombre —decía al tiempo que te daba un empujón.

Yo os miraba, iluminados por la claridad primaveral que entraba por las ventanas junto al trino de los pájaros y los ladridos de algún perro lejano, y me parecía que así debían quererse todos los matrimonios del mundo.

Aunque éramos siete hermanos, gracias a tu trabajo de soldador en la mina vivíamos desahogados. «Soldador de primera» te llamaban aquellos a los que hacías favores por los que pedías a cambio una caja de Ideales.

—Debes cuidarte, te vas a matar —decía mamá cada vez que te sobrevenía un ataque de tos seca que te dejaba sin respiración.

—Pero, Nati, ¿no será mejor vivir cuarenta años feliz que sesenta a disgusto? —contestabas, ya con otro cigarro prendido.

Llegó un momento en que la tos no te dejaba dormir. El doctor dijo que estabas quemado por dentro y la única alternativa era enviarte a un hospital de Madrid que pagaba la mina para sus trabajadores. A los pocos días partiste hacia la capital, no sin antes subir a nuestra habitación y despedirte con un mensaje al oído: «Beni, no dejes de cantar el huerfanito», que se me quedó grabado junto a tu olor a tabaco, tus ojos danzarines y el calor de tu mano sobre mi frente.

Mamá fue a verte. Sufrió para conseguir el billete de tren; su hermano Antonio —al que le habías regalado aquel torno de madera que habías hecho para ti y que le había fascinado—, dijo que no le prestaba dinero para ir a ver a «ese borracho». Yo sé que te gustaba el orujo y que, cuando tardabas en llegar a casa y te esperábamos para darte un beso de buenas noches, había una contraseña con la que nos avisabas de tu estado: si en vez de los cinco golpes alegres en la puerta, sonaban dos, antipáticos y fuertes, ya sabíamos que tu presencia luminosa se había empañado por el alcohol y mamá nos decía: «Venga a la cama que papá viene un poco mal, ya mañana le dais el beso» y subíamos la escalera corriendo. Pero yo me agazapaba en el rellano y, mientras pegaba la nariz a la madera para absorber el aroma a roble y pasaba las manos por la suavidad de la baranda, te escuchaba murmurar: «No tengo hambre, Nati», y mamá te decía: «Pues a dormir, que mañana hay que madrugar», te llevaba de la mano y hasta te descalzaba como al niño que en ocasiones me parecía que eras. Eso ocurría cuando bebías orujo, así que no entendí por qué el tío Antonio te llamaba borracho como si fuera algo terrible y nunca le perdoné lo que le hizo a mamá. Al final, el dinero se lo prestó su otro hermano, Juanito, que la acompañó a Madrid. Al volver, mamá nos contó que te habías empeñado en quedarte con sus zapatos, como había llevado dos pares, te dejó unos junto a la cama. Y yo pensé que cuando volvieras la calzarías, como en una especie de ritual para que supiera que, a partir de entonces, serías tú quien cuidaría de ella y nunca más tendría que descalzarte.

Tres semanas más tarde, se presentó en nuestra casa Carmen, la vecina cuyo marido había muerto hacía unos días en el mismo hospital en el que estabas tú.

—Te acompaño en el sentimiento —dijo mamá. Invitó a Carmen a sentarse a la mesa de la cocina y le ofreció café, pero la mujer, con los hombros encogidos, dijo que solo quería un vaso de agua. Mamá corrió a cerrar las ventanas porque comenzó un aguacero que impregnó la estancia de olor a tierra mojada, cogió a la nena que entonces tenía tres años y se sentó junto a la vecina.

—Nati, lo siento tanto. ¡Fue un error! —dijo Carmen tras dar un sorbo. Mamá sacudió la cabeza—. Era Pepe, el muerto era tu Pepe ¡Confundieron los nombres!

Mamá se levantó y deambuló acunando a la nena con expresión cérea mientras Carmen nos contaba que ellos acudieron a tu funeral, vieron cómo te introducían en uno de esos nichos donde nadie dejaría flores y te compraron unas pocas. Nunca hemos sabido dónde está tu tumba.

Teñimos la ropa de negro y el tinte se filtró por nuestra piel. En la de mamá debió de entrar más profundo, debió de emponzoñar su cerebro, porque perdió la razón y solo aguantó viuda nueve meses.

La canción del huerfanito cobró más sentido que nunca. No la he dejado de cantar, tal y como me pediste el último día que vi tus ojos danzarines hundidos por el insomnio. Y así llevo toda la vida; hoy, con ochenta y siete años que tengo, la he cantado con la ventana abierta para que las notas os alcanzaran y os susurraran que no falta mucho para que deje de ser esa huérfana descalza que nunca ha encontrado unos zapatos tan hermosos como los de su infancia.

12. Ruido y silencio

Álvaro Gálvez Medina

Con cuidado, con mimo, limpia el retrato nuevo que ha colocado junto a ella en el salón. Se retira un poco para tomar perspectiva y, delicadamente, lo gira en dirección al televisor. Después se sienta en su butaca y adquiere su postura habitual. Ya ha hecho todo lo que tenía que hacer, y son las ocho de la mañana. Al suspirar, su marido la mira, y ella responde con una sonrisa cansada. Mientras tanto, el presentador de los informativos repasa los muertos provocados por el coronavirus.

Ya son más de cuarenta días encerrados en casa. Cuarenta días de aplausos a las ocho de la tarde y de caceroladas aleatorias. Cuarenta días de estadísticas y de curvas. Cuarenta días de contagiados, de curados, de muertos. Cuarenta días de calles vacías y de hogares ardiendo. Cuarenta días de miedo e incertidumbre. Cuarenta días durante los que ellos han guardado silencio.

Con casi un siglo de vida queda feo preocuparse por el futuro. Así que, sin prisa y con saludable resignación, han estado esperando el final de la pandemia. Televisión, radio y comer más por imposición que por ganas. Y también han mantenido contacto telefónico con sus hijos, aunque su falta de oído les obligara a lanzar un mensaje memorizado sin esperar respuesta. Tan pronto como percibían algo al otro lado, pronunciaban sus palabras y colgaban. Espero que estéis todos bien. Cuidaos. Un beso muy fuerte.

A pesar del ruido de las noticias, ellos estaban juntos y tranquilos en el salón de su casa. Con sus hijos en la cabeza, mantenían su rutina sin lamentos. Su vida les permitía respirar satisfechos al echar la vista atrás; hijos, nietos y mucho ajetreo: una vida plena. No esperaban grandes alegrías, pero tampoco penas. Una despedida suave y con la conciencia tranquila: eso era lo único que esperaban.

Pero la semana pasada llamaron a la puerta. Se miraron extrañados y bajaron el volumen de la televisión, dejando a medias al presentador de los informativos, que estaba anunciando la prórroga del estado de alarma. Los dos se dirigieron hacia la puerta y, al abrir, en el rellano, se encontraron con dos de sus seis hijos.

En el salón, apagaron la televisión y esperaron la noticia. Sus hijos daban rodeos, titubeaban, provocando que las palabras fueran cada vez menos necesarias. Fue ella la que tuvo que forzar la situación para que hablaran claro. «No está muy mal, está muerto: me estáis engañando». Las madres siempre tienen la razón.

Estos días, los informativos hacen hincapié en el descenso del número de muertos diarios. Como siempre, ella niega con la cabeza ante el televisor, pero ya no lo hace por estar atendiendo. Piensa en su ausencia en el peor entierro posible, piensa en sus nietos, piensa su hijo. De vez en cuando se gira para mirar el retrato nuevo que ha colocado junto a ella en el salón, y vuelve a negar con la cabeza. Al suspirar, su marido la mira, y los dos permanecen en silencio.

13. Bizcocho para tres

Aida Mateos Fuentes

—Hija, tráeme unas naranjas cuando vengas. Y levadura, que quiero hacer un bizcocho.

—Levadura no sé si podré. Está agotada en todos lados.

—Bueno, si no, da igual. Ya celebraremos tu cumpleaños cuando haya pasado esto.

Después de colgar, Adela coge un libro y se pone a leer. Está cansada de la tele. A veces pinta en un cuaderno de colorear que le trajo su hija. «Libro de colorear para adultos» pone en la portada. Será para que no nos sintamos como niños. El equivalente al «Para hombres» de las cremas faciales.

A las siete empieza a preparar la cena. No tiene mucha hambre, pero así se entretiene. Echa de menos pasear, ir al huerto, las visitas de las vecinas… Desde que enviudó, al menos tenía esa compañía. Después de cenar ve un poco la tele, pero para las diez y media ya se ha quedado adormilada en el sillón. Se acuesta antes de las doce.

Por la mañana se despierta temprano, pero se levanta tarde. Sobre las diez. Hace frío fuera de la cama y, total, tiene todo el día por delante. Desayuna, se asea, friega la loza y limpia el suelo. También saca pan del congelador. Hoy no tiene que cocinar; le quedan lentejas de ayer en la nevera.

Después de comer ve el concurso de los sabios esos, se echa una siesta y, sobre las cinco, recibe la llamada diaria.

—¿Pudiste comprar lo que te encargué?

—Sí, hasta la levadura. El sábado, cuando ya empiece a relajarse el confinamiento, te lo llevo todo.

—Dos días faltan, ¿verdad?

—Sí, dos.

Hablan un poco más, pero tampoco hay nada nuevo que contar.

Cuelga. Lee. Pinta. Cena. Duerme. Desayuna. Se asea. Limpia. Come. Ve la tele. Recibe una llamada. Pinta. Lee. Cena. Duerme. Desayuna. Se asea. Limpia. Come. Llaman a la puerta.

—Hola, mamá —saluda su hija sin acercarse a darle un beso.

—¡Qué cargada vienes! No hacía falta que trajeras tanta compra.

—Es mejor, así reponemos lo que se te ha ido gastando estos días.

Madre e hija charlan un rato más. Como todos los días, pero esta vez en persona en lugar de por teléfono por primera vez desde hace casi un mes. Durante el confinamiento han intentado espaciar más las visitas para evitar riesgos, claro.

Antes de volver a despedirse de su madre se asegura de que todo está en orden: la ropa limpia (se las ha apañado para poner la lavadora), suficientes píldoras en el pastillero y la compra recogida.

—Te he traído también un poco de arroz con verduras que hice ayer; así ya tienes la comida para mañana. Te lo he dejado en el frigo —le explica—. Bueno, ya me voy. El próximo sábado vuelvo. Avísame de qué necesitas que te traiga. Ya he apuntado el jabón de la lavadora —añade.

—Sí, yo te aviso. Ve con cuidado. Tú que puedes salir.

Con su andador en un piso sin ascensor, salir a la calle es igual de imposible ahora que se han relajado las medidas de confinamiento que antes. Al menos ya tiene levadura y Teresa, su vecina del piso de enfrente, podrá visitarla. Jugar a la brisca las mantiene entretenidas. Hará un bizcocho con chocolate por la mañana para acompañar al café antes de la partida de cartas. Y otro el sábado, para compartirlo con su hija.

14. Las sombras

Júlia Olmo Ciges

El teléfono volvió a sonar en casa de los Díaz Ferrer. Eran casi las diez y media de la noche de un lunes. Aunque eso daba igual, hacía semanas que los días eran prácticamente lo mismo, lunes o sábado. Ya ni siquiera comían paella todos los domingos, a veces lo hacían entre semana. Todo se había roto. Como todo el mundo, Rosa Ferrer y Julián Díaz -un matrimonio de recién jubilados- y sus dos hijos gemelos -Javier y Clara, eternos universitarios a mitad de la veintena-, llevaban seis semanas confinados en su casa de Valencia debido a una pandemia, el coronavirus.

Hacía unos minutos que se habían sentado a cenar en la mesa grande del salón, frente al televisor. Comían y miraban en silencio los informativos de la noche en 24 horas de televisión española. 27 de abril, 331 nuevos fallecidos, 1.831 casos confirmados, 2.144 curados más. Parecía que las cosas iban mejor. Hacia días que habían llegado al pico de la curva de contagios, algunos hospitales de campaña empezaban a cerrarse, y el número de muertos ya no era tan alarmante. Lo peor había quedado atrás. Ahora empezaba lo malo.

Riiing, riiing. De pronto todos dejaron de comer. Javier y Clara se miraron con un semblante entre el miedo y la risa. Tuvieron la impresión de estar pensando lo mismo. Julián bajó el volumen de la televisión a cero y se levantó con brusquedad, apresurándose para coger el teléfono, colocado en la mesita baja del lado izquierdo del televisor. Las manos le temblaron y una expresión de horror cubrió su rostro, como si hubiera visto al mismísimo diablo.

– Dígame -dijo Julián con temor.

Durante unos instantes todo pareció suspenderse.

– ¿Por qué lo dices? ¿pasa algo?

– Porque son casi las once de la noche, papá. Y acabamos de hablar hace nada.

-No te creo. ¡Me puedes decir de una vez qué pasa!

-Pero a ver, ¿dónde está la mamá? ¿qué se nota?

-¿Pero ya está el médico allí?

-Vale, voy para allá.

Sin decir nada, Julián se fue aturdido hacia su habitación. Se quitó el pijama a toda prisa y se puso la camisa y el pantalón que tenía sobre la cama.

-¿Pero qué ha pasado? -dijo Rosa-. ¿Me lo puedes explicar, por favor?

-Nada, nada -contestó Julián al mismo tiempo que ponía su cartera dentro de su bandolera de tela-. Que mi madre no se encuentra bien.

-Pero a ver, haz el favor de calmarte, que te va a dar algo así. ¿Qué es lo que te ha dicho tu padre?

-Que parece que tiene fiebre y se ahoga, le cuesta respirar.

-Igual son los nervios, es normal en esta situación… -dijo Clara.

-Pero es que es lo que dije ayer. No puedes ir, si vas nos contagiarás a todos. Si ellos lo han pillado y tú vas luego lo tendremos todos -dijo Javier-. Y vosotros también sois población de riesgo…

-Y a ver, y decidme, vosotros que lo sabéis todo, ¿¿qué queréis que haga?? ¿no voy? ¿los dejo solos?

-Pero cálmate, no te puedes poner así, Julián.

-Me voy. El médico ha dicho que vaya, hay que ir al hospital.

-Papá… Yo no sé si…

-Tendré cuidado, no os preocupéis. Voy con guantes y todo. No me acercaré a ellos.

Durante unos instantes nadie dijo nada. Luego Julián cogió su bandolera, dio un beso breve en los labios a su mujer y un abrazo a sus hijos. Llámame con lo que sea, le dijo Rosa. Y se fue.

La puerta hizo un ruido seco al cerrarse. Rosa y sus hijos se miraron con caras de circunstancia.

-Madre mía, vais a ver esto… -dijo Rosa.

-Bueno, no tiene por qué ser nada grave, igual no es coronavirus. Yo no quiero ponerme ya en lo peor.

-Si yo ya lo dije, pero bueno… Nos va a poner en peligro a todos por sus padres -dijo Javier-. ¿Y ahora qué?

-Es que ellos ya han hecho su vida, tienen noventa y tantos años -dijo Clara-. Lo más normal es que les pase cualquier cosa un día de estos…

-Lo van a volver loco. Es que es a todas horas, por lo que sea. Es un no vivir -siguió Rosa-. Pero yo que sé… Si es de verdad algo grave…

-Si es coronavirus estamos jodidos -dijo Javier-. Además, habrá que aislarlo a él también. No podrá dormir contigo, tendrá que comer aparte, utilizar el otro cuarto de baño. Habrá que prepararlo todo, quitar todos los trastos de la bañera.

Al cabo de unas tres horas Julián volvió. Eran casi las tres de la madrugada. Hacía unos minutos que Rosa y sus hijos habían terminado de volver a colocar todas las cajas de zapatos y los libros en la bañera del cuarto de baño que no utilizaban.

Al final no había sido nada, otro susto. La tensión y un resfriado común. El médico de urgencias que los atendió les dijo que si se encontraba peor que volvieran. Pero esa noche, como muchas otras, Julián tampoco pudo dormir. Daba vueltas y vueltas sobre la cama, cambiaba la almohada de posición, pero no había manera. La cabeza le iba a mil. Ya empezaba a hacer calor, así que echó su parte del edredón hacia el lado de su mujer y se quedó al descubierto. Abstrajo la mirada hacia la pared que tenía enfrente y por un momento pensó que alcanzaba el sueño. Pero de pronto le pareció ver unas sombras en la oscuridad, sobre la pared. Dos figuras anchas. Por unos instantes vio la imagen de dos ancianos, un hombre y una mujer. Un escalofrió recorrió todo su cuerpo, estaba temblando. Su semblante era todo pánico. Entonces, como había hecho tantos años atrás cuando era niño, dio un bandazo, volvió a coger rápidamente el edredón y se tapó con fuerza de pies a cabeza, más allá de los ojos.

15. Que tu presencia no la cambio por ninguna

Jesús Gella Yago

Desde los primeros días del confinamiento me fijé en su ventana.

Espero que nadie piense que soy un fisgón que mata las horas espiando los bloques de enfrente, pero el estado de alarma y los límites de mi ático me acostumbraron a buscar un panorama más amplio por encima de los tejados. Pasadas las ocho y con el eco de los últimos aplausos todavía en el aire, me habitué a quedarme apoyado en el alféizar viendo declinar la luz entre chimeneas de ventilación y antenas.

Una tarde advertí un movimiento que llamó mi atención por su fluidez e insistencia. En la sexta planta del edificio donde está mi farmacia de confianza, un hombre bailaba solo en su salón. Había despejado el espacio apartando una mesita y varias sillas a una esquina. Le calculé más de setenta por su cráneo mondo, el bigote cano y ondulado, la espalda cargada y el abdomen que excedía la cintura de un pantalón de pana mal planchado. Pronto vi que en realidad no bailaba solo, sino que lo hacía abrazado a un cojín. Trazaba círculos amplios y precisos a las órdenes de una melodía que yo no llegaba a escuchar por la distancia. Quizá un vals, pensé aquella primera vez.

La tarde siguiente llegué a tiempo para ver los preparativos del anciano. Sus movimientos me parecieron torpes y trabajosos, poco o nada que ver con la elegancia y expresividad del presunto vals del día anterior. Primero liberó de obstáculos la pista improvisada y luego se entretuvo delante de una estantería abarrotada de discos, mirando indeciso por encima de sus gafas. Por fin eligió uno, lo extrajo de una carpeta cuya carátula no llegué a distinguir y lo colocó en el plato de uno de esos aparatos voluminosos y negros que ya casi no se ven en las casas, desplazados por dispositivos minúsculos y digitales. Me sorprendió ver que hacía una llamada de teléfono y que esperaba unos minutos antes de bajar la aguja del tocadiscos. Y desde mi ventana me maravillé al verlo de nuevo danzando con su cojín, transportado por una música silenciosa que volvía ligeros sus pies y atenuaba la gravedad para sus piernas arqueadas. El balanceo de caderas y sus avances y retrocesos sobre el parqué me hicieron sospechar un ritmo caribeño. Un merengue o una bachata, puede que un vallenato.

Tardé un par de días en deducir el motivo de la llamada que el anciano hacía antes de dar el primer paso. Se me ocurrió recorrer con la mirada todas las ventanas que se alcanzaban a ver desde la mía, emocionado por si la casualidad favorecía mi expectativa. Casi di un brinco al localizarla en el segundo bloque hacia la derecha, tercera planta. El salón era muy parecido al de mi bailarín. La mujer tendría también más de setenta y bailaba junto a una alfombra enrollada, sujetando con ambas manos una revista. Sonreí al pensar que ella —quizá más recatada con su collar de perlas y su imperfecta permanente sin mantenimiento de peluquería— prefería respetar la distancia con su compañero de baile, mientras que él se arrimaba sin sonrojo al cojín.

En el barrio hay una academia de baile. Imaginé que el camino de mis danzarines se habría cruzado al asistir a alguna de sus clases. O quizá ya eran amigos previamente, o puede que solo conocidos y que fuera después cuando, quién sabe, se convirtieron en algo más. El caso es que allí estaban aquellos dos ancianos bailando cada atardecer tan cerca y tan lejos uno del otro, conmigo como embelesado testigo de sus evoluciones.

Al día siguiente podría contemplar la operación completa, así que decidí asomarme con el teléfono preparado.

A la hora prevista alterné vistazos de una ventana a otra y los vi apartando muebles y alfombra en sus respectivos salones. Esta vez fue la mujer quien eligió un disco —compacto, ella era más moderna que él— y llamó para comunicar la elección. Él buscó entre sus vinilos y no tardó en disponer uno en el tocadiscos. Ambos miraron el reloj y empezaron a bailar en perfecta sincronía. Él avanzó con el pie derecho y ella retrasó el izquierdo, cada uno complementando el paso del otro en sentido opuesto. La cadencia y morosidad de las figuras me hizo pensar en un bolero.

A mi cabeza acudió un título de Armando Manzanero, Contigo aprendí.

Busqué la canción y la reproduje en mi teléfono sin dejar de mirar las dos ventanas que se abrían al ensueño de la pareja de ancianos bailarines. Él rodeaba con delicadeza la cintura del cojín. Ella inclinaba la cabeza y quise imaginarla apoyada en el hombro de él. Y los pasos de una —aunque sin temor ni prisa— huían de los del otro, que nunca llegaban a alcanzarlos. En aquella persecución que se ajustaba a la música de mi teléfono había algo mágico que me conmovió.

Cuando llegó la línea que dice aquello de que tu presencia no la cambio por ninguna, se me anudó la garganta. Recordé las cifras de los telediarios y el impacto de la crisis en la generación que nos entregó envuelto con un lazo el mundo que conocimos. Con nuestros mayores, pensé, podía perderse también esa forma de bailar. Porque ni sus hijos ni sus nietos sabríamos hacerlo con tanta honestidad. Mirando a los ojos del otro —o capaces de imaginarlos cada uno en su salón— para adivinar en lo más profundo del noble cerco de arrugas y pliegues toda la vida que hay detrás. Todas las vidas.

Y desde mi ventana solo pude desear que pronto el cojín y la revista volvieran a serlo, y que de nuevo mis bailarines confinados se enlazaran en el hechizo perpetuo de un bolero piel con piel.

Porque quizá un bolero miente cuando se lo escucha pero, cuando alguien lo baila así, no cuenta nada más que la verdad.

16. Atraco a las diez

Juan M. Ramírez García

Peralta arrugó el ceño al ver entrar a los cinco viejos en el banco. Hasta ahora, el nuevo empleado de seguridad había cumplido con su labor, dejando a entrar a los clientes de uno en uno. A Peralta no le había hecho gracia que nadie le hubiera avisado de que por fin le enviaban al nuevo «segurata». Cuando llegó a abrir por la mañana ya estaba en la puerta, esperando y con la mascarilla puesta.

—Al que madruga Dios le ayuda —le dijo, ufano.

Peralta torció el gesto. Nunca le habían gustado los refranes. Además, de primeras no le dio buena impresión: el uniforme le venía grande, y aunque no le veía la cara con la dichosa mascarilla, se podía adivinar que era mucho más mayor de lo que cabía esperar. Menos mal que su trabajo era sencillo: dejar entrar al público de uno en uno; hasta que no saliera el que estaba dentro, no entraba el siguiente. Fácil. Lo había hecho sin problemas hasta aquel momento, pero ahora, ¿a cuenta de qué entraban cinco a la vez?

Peralta miró la hora. Eran las diez ya, la hora de los mayores. Pero en lugar de entrar de uno en uno, allí estaban aquellos cinco viejos. Todos con sus mascarillas, como sus empleados (él no llevaba porque era el director y se había gastado una pasta en ortodoncia para que ahora no pudiera lucir su dentadura perfecta). Se sonrió al darse cuenta de que, además, los cinco clientes recién entrados llevaban su carrito de la compra, e iban en chándal. El mismo modelo. Seguro que se había puesto de moda.

—¡Esto es un atraco! —gritó uno de los recién llegados.

—¡Cuidadito con los botones de alarma, que me da el Parkinson y tiro del gatillo! —dijo otro.

Peralta pulsó el botón de alarma silenciosa. En menos de cinco minutos tendría allí a la policía. Serán mayores, pero también principiantes. Le hizo gracia ese pensamiento. Tenía que comentárselo a Yáñez, que siempre le reía las gracias.

—Peralta, a ver, abre el camino, que vamos a la cámara acorazada —dijo uno de los atracadores, encañonándolo con su arma y borrándole la sonrisa de golpe. Eso de que se supieran su nombre, no le gustaba nada.

—La cámara de seguridad tiene apertura retardada, no puede abrirse manualmente —dijo el director de la sucursal con un hilillo de voz.

—Tú tira para la cámara, y déjate de historias, Peraltita —respondió el atracador.

Peralta miró alrededor. Sus subordinados, sin embargo, le ignoraron. Incluso Yáñez, que debía haberse ofrecido a guiar él al viejo aquel en su lugar. Se sintió un poco defraudado. Vale que les había hecho la vida imposible a sus empleados durante el último año, pero aun así… Desagradecidos.

—Aquí es —dijo Peralta—. Pero ya le he dicho que, aunque meta el código, no se abre, porque tiene apertura…

—Mételo y cállate ya —le cortó el atracador.

Peralta tragó saliva. La policía estaba tardando mucho. El tipo se veía muy mayor, más de setenta años por lo menos. Por un instante se le ocurrió hacerle frente, pero en seguida recordó la escopeta que le apuntaba, y la idea se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos. Tendría que meter su código y la puerta no se abriría y aquel tipo la pagaría con él.

La puerta de la cámara se abrió. Los atracadores entraron y comenzaron a cargar los carritos de la compra con los billetes. Peralta no podía creerlo. Estaban robando SU banco. Unos viejos. ¿Y dónde estaba la policía?

Todo terminó en un pispás. Los atracadores salieron de allí, con sus carritos de la compra llenos de dinero, y se perdieron por las callejuelas, cada uno por un lado. Unos señores (y señoras) mayores con mascarilla, nada sospechoso. El de seguridad, al salir los atracadores, bloqueó la puerta y también desapareció. Era obvio que estaba conchabado.

Peralta siguió, con cara de tonto, empeñado en que la policía estaría al llegar. Al final, fue Yáñez el que les llamó por su móvil personal. La alarma no había sonado. El por qué no había funcionado y la razón por la que la cámara acorazada se abrió, sin esperar a su hora, siguieron siendo misterios durante un largo tiempo.

No tanto tiempo tardaron las cosas en volver a la normalidad en casi todos los sitios, entre ellos, el Centro de Día para Mayores. Si Peralta se hubiera pasado por allí hubiera visto a Matías y Eugenia, y a Fernando y Adelita, dos de las parejas a las que Peralta había vendido en el pasado acciones preferentes, cuando era un comercial sin escrúpulos y le daba igual llevarlos a la ruina con tal de cobrar una comisión. También estaba Zacarías, que hasta el día del atraco, no conocía a Peralta, pero que, casualidad, tenía un uniforme de la empresa de seguridad donde trabajó su hijo una época.

Además, Peralta hubiera visto a Raúl González, el informático al que, cuando trabajaba en la central, había despedido porque «ya estaba mayor» y «no estaba al día» de las nuevas tecnologías. No lo hubiera reconocido, claro. Hacía ya mucho de eso. Raúl González era un experto en COBOL, uno de esos lenguajes que tiene más de 60 años. Pero, aunque los nuevos programadores utilizan lenguajes más modernos y en boga para añadir funcionalidades, o para parchear lo ya existente, la primera capa de programación, al menos en el banco donde trabaja Peralta, está hecha en COBOL. Para Raúl no hubiera sido difícil introducir una variación que dejaran inservibles la alarma «silenciosa» a la policía o la apertura retardada de la alarma. Y si, por una de esas casualidades de la vida, el yerno de Raúl se apellidara Yáñez, e introdujera dicha modificación (por error, claro, faltaría más) en el terminal que usa en la sucursal, entonces, igual se haría realidad aquel refrán que dice que «más sabe el diablo por viejo, que por diablo».

A Peralta, no obstante, no le gustan los refranes.

17. El verdadero aprendizaje

Adrián Badía

─Tienes que hacer un esfuerzo por aprender, abuela.

Ella me mira extrañada. Percibo sus dudas, y me temo que se deben a que está muy lejos de entender la gravedad de la situación. No comprende por qué tiene que utilizar este aparato ahora. Con lo cansada que tiene la vista.

─Cariño… no creo que haga falta. No voy a salir de casa. Te prometo que no me pasará nada.

Se detiene a coger aire. Habla despacio pero con mucha claridad, símbolo de lo lúcida que continúa a sus ochenta y nueve años. Yo, irritada, dejo el móvil sobre la mesa. Cuando estoy a punto de insistir por tercera vez, levanta la cabeza y me mira a los ojos, rogándome que la escuche antes de volver a intentarlo.

─Ya sabes que no veo bien, hija. Me cuesta mucho distinguir algo en este teléfono. ¿No sirve con el otro? Prometo estar más atenta.

─Sí, pero el teléfono fijo está en el salón. ¿Y si te ocurre algo en la habitación? ¿O en la cocina, o en el baño? El móvil lo puedes llevar contigo. Mira, sólo tienes que deslizar el dedo para contestar. Así.

Le paso el móvil, pero veo lo difícil que es para ella mantenerlo entre sus manos arrugadas y encogidas, castigadas por el paso del tiempo y por la artrosis que empezó a sufrir hace sólo un par de años, y que ha ido agravándose con mucha rapidez. Me doy cuenta de que le costará mucho marcar las teclas; suponiendo que, primero, haya distinguido cuáles son las correctas. Me invade la pena, pero la preocupación de que le pueda pasar algo se sobrepone.

─Abuela… estoy muy expuesta al virus por todo el tiempo que paso en el hospital. Me da miedo venir a verte más de lo necesario. Por eso soy tan pesada.

─Lo sé, cariño… pero no te preocupes, de verdad. Además, estoy muy acompañada estos días ─hace una pausa, pero retoma rápido la palabra al ver el horror reflejado en mi rostro─. Son esos vecinos tan simpáticos del tercero, que se acercan a preguntarme si quiero algo y luego me suben la compra. Tranquila, vienen muy protegidos con mascarillas y guantes. Hay veces que hasta se quedan a hablar conmigo en la puerta, y se nos va la hora. Tal vez… podrías apuntar su teléfono, ¿no? Por si pasa algo.

─Sí… es buena idea. ¿Cuándo suelen venir?

─Pues, no sé… creo que cada dos o tres días.

─Vale. Les tocaré el timbre para darles las gracias y pedirles el móvil.

─ ¿Crees que podrán seguir viniendo cuando esto acabe? Pagándoles, claro.

─Ni idea. Se lo preguntaré ─no sé por qué, pero se me acaba de crear un nudo en el estómago. Me levanto para marcharme, necesito tomar el aire─. Me tengo que ir, abuela. Vuelvo en unos días. Prométeme que te cuidarás.

─Te lo prometo.

─Te quiero.

─Y yo a ti, hija.

Me agacho hacia el sillón donde está sentada y le doy un sonoro beso en la mejilla antes de irme. Bajando las escaleras, siento que la visita me ha dejado un sabor agridulce. Amargo.

Avanza la semana, y múltiples preguntas me asaltan sin permiso mientras almuerzo, atiendo pacientes u opero de urgencia, ya que los remordimientos no preguntan antes de apuñalar. ¿Con qué frecuencia he visto a mi abuela durante estos últimos años? Una vez a la semana, a lo sumo. Quizás dos. Sus vecinos la ven más a menudo que yo, aunque la visita sea breve. ¿Se sentirá más acompañada ahora que antes del confinamiento? Ella nunca ha salido mucho de casa. Desde que llegó el coronavirus limpia todo lo que le llega y se protege cuando viene alguien, pero empiezo a entender que, tal vez, su rutina no haya cambiado tanto. O no como yo creía. Es posible que con el teléfono fijo siga siendo suficiente. Qué sabré yo sobre sus dudas e inquietudes; sobre lo que percibe una persona con casi un siglo de vida a sus espaldas. Quizás tenga que replantearme ciertas cosas cuando esto termine.

Cinco días después y, cuando ya estoy pensando en volver a ir a verla, noto una vibración en el bolsillo. Saco el móvil y miro la pantalla. Es una llamada de alguien que no he anotado aún en la agenda, y el corazón me da un vuelco al reconocer el número de la tarjeta que compré hace unos días.

Es mi abuela.

18. Croquetas en la distancia

Beatriz Díaz Rodríguez

Desde que empezó el confinamiento que la niña está más estresada. Antes, cuando no se hablaba de fases ni de distancias sociales, la llamaba y si no me contestaba sabía que era porque no podía. Quizás Matías estaría chinchando a su hermano o Lucas habría hecho alguna de sus trastadas. O bien descolgaba y me decía un mamá te llamo en un minuto; que bien sabíamos las dos que se iba a convertir en un mensaje a las once de la noche. Ahora siempre me contesta.

Cuando era pequeña decía que quería ser maestra, ¿la recuerdas con su pizarra? Y cómo se empeñaba en explicarme el funcionamiento del Cuponazo de Carmen Sevilla -qué guapa la puñetera-, que yo era incapaz de entender. ¿Por qué los viernes el premio era mayor? En todo caso, ella era una cría y acababa impacientándose.

Tengo la nuez moscada rallada -ese es el secreto en realidad-, la harina preparada, la leche, la mantequilla, los taquitos de jamón y la cebolla, también rallada -otro de los trucos-. Lo he hecho ya hace un rato, Paco, cuando me he acordado de ti. ¡Ah! Y su poquita de sal y pimienta. Ya me está llamando, a ver si esta vez atino a la primera.

– ¡Hola hija! ¿Aún no te has teñido?

– ¿Para qué mamá? Si no salgo.

– Estás guapa igualmente. Me gusta cuando te recoges el pelo en un moño, me recuerdas a Carmen Sevilla. ¿Y los niños?

– Matías está con los deberes de inglés y Lucas haciendo un puzle.

– ¿Has preparado los ingredientes como te dije?

– Sí, lo tengo todo aquí, ¿lo ves? A punto para que me expliques el secreto de tus croquetas.

– Pero si me has visto hacerlas ciento de veces.

– Ya, pero nunca por videollamada. Enfoca mamá, que estoy viendo el techo de la cocina.

A ritmo de cuchara de palo yo no callo y ella escucha. Como cuando de pequeña era ella la que no paraba de hablar y yo tenía miles de cosas por hacer. Ahora es Lucas el que aparece llorando porque dice que al puzle le falta una pieza. Y Matías, que dónde está el diccionario de inglés. Ella, con extraordinaria habilidad y sin dejar de remover la bechamel, calma a Lucas y le dice que la pieza está debajo de su cama -y está-, y a Matías que coja el diccionario del segundo estante a la derecha.

– Ahora recuerda que para freírlas el aceite debe estar bien caliente e ir dándoles vuelta y vuelta, sin dejar que se quemen por ningún lado.

– Vale.

– Y mándame luego una foto.

– Claro.

– Y de los niños.

– Mamá… hoy sería el cumpleaños de papá.

– Ochenta y dos.

Creo que liaré las croquetas mañana, hoy ya estoy cansada. Me apetece encender la tele sin mirarla. Menos mal Paco que no has visto la que hay liada. No hubieras podido salir a fumar tu purito diario a la calle. Y en la ventana no habrías podido, el vecino no está para muchas gaitas ni humos tampoco. Eso sí, cada noche a las ocho sale a aplaudir a los sanitarios, a esos a los que él llama vagos y funcionarios cuando no tiene miedo. ¿Sabes? Me paso el día revisando fotos que la niña me envía de nuestros nietos, te asombrarías al ver cómo manejo este cacharro. De perfil tengo una tuya y mía, del día de nuestra boda. Mira, ahora me ha llegado la foto de las croquetas, ha hecho cuarenta, que me lo ha dicho. A ver si a mí me salen cuarenta y dos y así seguimos sumando. Feliz cumpleaños Paco.

19. Un abril al año es suficiente para los olivos

Francisco Martos Moreno

Una mata de claveles hace rebosar
las fragancias de esta casa,
mientras con el repicar de las campanas
se aja el blancor en las paredes.

Éstas, mitad azulejos, mitad encaladas,
entretanto grietas, sostienen un almanaque
con la cara de Cristo y sus potencias,
uno más bajo este techo según amanezca.

La noche se vestirá con su bata aterciopelada
cuando se proyecten sobre tu cabecero
unos hilillos gélidos que centellean como la plata
hasta que se hace de día y se rompe la escarcha.

Sin verte ni tocar los surcos de tus dedos
como se hiende la tierra después del arado,
ahora lejos de ti:                                         ni tiene sal el pan,
ni hay vino tinto para el almuerzo.

Las líneas rectas se doblegan,
sometidas al tic, tac de un reloj,
por el hueco que dejan tus rodillas
y las historias de días lozanos que no se cuentan.

Hoy no hay quien siembre la simiente,
hoy no hay quien riegue el huerto;
yo quisiera serte una extremidad más.

Este llanto acabará por embarrar
las calles del pueblo y los campos:
¡y a los olivos les basta con un abril al año!

Más vale que escampe y se despejen los caminos
por darte las buenas noches, decirte hasta mañana,
que siempre es más grande el amor que el olvido,
y que te necesito porque, abuelo, yo no sé labrar la tierra.

20. 31 de agosto

Álex Garaizar

José Antonio contemplaba desde el banco cómo el coche de los Remiro se perdía carretera abajo a las ocho y media de la tarde. Era el último en abandonar el pueblo. Sebastián se acercó y se sentó a su lado. Atardecía y el silencio solo era interrumpido por el lejano canto de un petirrojo.

Los dos vecinos miraban al frente, hacia la carretera. José Antonio resopló y Sebastián le correspondió con un apretón en el hombro. Ambos asintieron.

21. E

Nuria Rozas Álvarez

—¿Hija?

—(…)

—Ay, perdone.

—(…)

—No sé, solo apreté a mi hija. ¿Quién es usted?

—(…)

—Ya, ya sé que la he llamado yo, pero yo llamaba a mi hija y se ha puesto usted.

—(…)

—No, no he marcado ningún número. Marqué Edith, mi hija, y ha salido usted. No sé cómo ha podido pasar.

—(…)

—Sí, es raro. Habré apretado cualquier cosa, sí. En realidad yo no sé usar estos trastos del demonio. Los números me los metió ella, justo antes del confinamiento.

—(…)

—Edith. Edith Carril.

—(…)

—¡Anda! ¿Edi? Pues va a ser eso, sí. No sabía que usted era la abuela de Carmen.

—(…)

—Nada, nada. Está claro. Sí, seguro que lo metió mi hija por si acaso. Debe de estar justo antes que ella en la agenda, sí.

—(…)

—Bueno, pues disculpe… Perdone, ¿cómo dice que se llama?

—(…)

—¿E… qué?

—(…)

—¿Edisenda? Qué nombre tan raro, es la primera vez que lo oigo. Qué originales sus padres.

—(…)

—¡Anda!, ¿el mismo día que Edison? ¿Pero existe?

—(…)

—Ja, ja, ja. Claro, sí, si usted se llama así es que existe, sí. Ja, ja, ja. Qué historia tan curiosa.

—(…)

—Yo, Antonio.

—(…)

—Igualmente. Ha sido una suerte que se haya puesto usted al teléfono. En realidad con mi hija casi no tengo tiempo de hablar. Desde el confinamiento dice que está muy ocupada en casa. Teletrabaja y tiene dos peques. Esta es sin duda la conversación más larga que tengo en semanas.

—(…)

—¿Cuatro, la suya? ¡Pues su hija sí que estará liada!

—(…)

—Ya, claro. Pero aunque no trabaje en otra cosa, cuatro son cuatro ¿eh? ¿Qué edades tienen?

—(…)

—¡Qué seguiditos! Y, ¿se los llevan o la han dejado tranquila?

—(…)

—Sí, también yo los echo de menos. Aunque, en realidad, tampoco me ha venido tan mal esto de estar confinado, me sentía muy cansado con recogerlos, llevarlos… No estoy ya para tanto trote.

—(…)

—Eso sí. Sí, ya pesan los días. Si al menos se me diera bien usar este aparato… Tengo amigos que hacen videoconferencias y se les hace menos pesado.

—(…)

—No, ni idea, no sé. Es que me acababan de regalar el móvil y no tuvieron tiempo de enseñarme.

—(…)

—¿Usted? ¿Podría? Pues me haría un favor.

—(…)

—¿Tiempo? A mí me sobra el tiempo, Edisenda.

—(…)

—Ah, sí, Edi. Genial. Usted puede llamarme Toni si gusta.

—(…)

—Si gustas, sí. Mejor de tú.

22. Desorden familiar

Ernesto Ortega Garrido

Hace tiempo que los días se parecen demasiado unos a otros y en la cabeza del viejo, que lleva ya varias semanas varado en el sofá, se empiezan a mezclar rostros, fechas y lugares, con la televisión de fondo. Al nieto, que se llama Andrés y es una fotocopia en color del hijo, ahora lo llama Joaquín, y a Joaquín, en cambio, lo trata de usted. Cada vez que la nuera le acerca un vaso de agua para que se tome las pastillas, él la invita a bailar y le lanza un piropo. En los últimos días solo canta viejas coplillas y ya no habla más que de mulos y simientes, de arados y mieses. Todos se empeñan en sacarle continuamente de sus errores, menos el chaval que sin saber muy bien por qué, quizás porque ya se ha cansado hasta de jugar a la play, ha comenzado a seguirle la corriente. El tono sepia ha acabado por impregnar las paredes del salón y, al final, todos han aceptado de buen grado el caos familiar. Ahora el hijo es el padre; el nieto, el hijo; y la nuera, la mujer. Algún día terminará el confinamiento y recuperarán el orden familiar, pero mientras tanto el abuelo ha vuelto a sonreír.

23. El sustituto

Raúl Clavero Blázquez

Empiezo al amanecer, repicando las campanas de la iglesia. Después hago de vendedor o de cliente, según sea jornada par o impar, en la panadería de Lucio. Más tarde improviso algún pregón, pastoreo durante unos minutos ovejas imaginarias, o reparto cisco de puerta en puerta. Reviso que el reloj del ayuntamiento esté en hora, almuerzo cada día en una casa, y me aseguro del funcionamiento de las bombillas que, a pesar de todo, se siguen fundiendo. En la sobremesa imito las conversaciones de Juana y Petronila junto a la fuente, y cuando atardece remedo las risas de los niños que, por más que lo intento, nunca me salen suficientemente despreocupadas, sino graves, nostálgicas, terrosas, propias de un anciano como yo.

En verano, además, debo sustituir tanto las voces de todos los que ya no vienen a pasar las vacaciones a Villarroya como los besos de los primeros amores que dejaron de ocurrir tras las esquinas, y llego a la noche agotado. Eso sí, a veces, si cumplo con cada una de las tareas y el rumor del viento acompaña entre las ramas, tengo al cerrar los ojos la breve y agradable sensación de que no soy el último habitante de este pueblo.

24. A través de la ventana

María Luisa Borrallo Miranda

20 de marzo de 2020

Anichu: «Estoy muy contenta. No tenemos cole y las clases son online; así sí mola. Las evaluaciones de este año son muy fáciles, seguro que paso de curso sin problema, no como otros años que he necesitado profesor particular. Además, al no tener actividades extraescolares, tengo tiempo de sobra para hacer los deberes. ¡Es muy guay!».

Sofía se ha levantado muy cansada y sin ganas de nada. Lleva tiempo preocupada por lo de Wuhan e Italia y ahora ya está aquí, en España. Cada vez está más despistada. Ayer se dejó la comida en el fuego y cuando se dio cuenta se echó a llorar. Después se acostó y no se levantó hasta la hora de cenar.

30 de marzo de 2020

Anichu: «Me lo paso genial en casa, puedo entretenerme con un montón de cosas. A veces echo de menos salir, pero no me importa porque mamá está mucho más tiempo con nosotros y papá también. Jugamos con ellos al parchís, a la oca y a juegos antiguos que tienen en una caja muy vieja que se llama Juegos Reunidos. Otras veces nos divertimos con una app para dibujar o con otra para cantar. Nos reímos muchísimo».

Sofía se aburre ya con la televisión. Las noticias le provocan desazón y angustia. Si ve alguna película, la distracción momentánea es el consuelo de su día. Un día llegó a envidiar a los actores al fijarse en que podían abrazarse, salir a la calle, tocar los pomos… Ese día percibió más su ansiedad. Ha dejado de lado su gran pasión, la lectura; no se concentra y no disfruta con ella.

16 de abril de 2020

Anichu: «Hoy he llamado a mi abuela para contarle que mi redacción sobre los abuelos ha sido la mejor de toda la clase. Escribí sobre lo buena y guapa que es; lo mucho que la quiero; las bromas que me gasta y cuánto nos divertimos. Me ha parecido que estaba un poco triste y, al colgar, le he preguntado a mamá si estaba enferma».

Sofía ya no parece la de siempre. Se pasa el día en pijama. Las canas la envejecen. Hay días que no tiene ganas de ducharse. Tras la llamada de Anichu, piensa que es bonito que su nieta crea que siempre está contenta. La tranquiliza notar que no se da cuenta de lo que está pasando. ¡Se siente tan sola e inútil enclaustrada!

24 de abril de 2020

Anichu: «Hoy he ayudado a mamá a desinfectar toda la compra del super. Me ha dicho que tengo que aprender por si esto dura mucho. Con la mezcla de agua y lejía, hemos limpiado las bolsas y después, según las cajas y los paquetes, hemos usado diferentes líquidos con jabón o alcohol. Ella me iba explicando todo, pero creo que todavía no me lo sé».

Sofía no sale a la calle. Se le está acabando la comida, aunque no dice nada para no preocupar a su hijo. No quiere que se la lleven a casa. No se fía. No puede ni pensar en el trabajo de colocar la comida con precaución y limpieza. Además, últimamente no tiene casi apetito.

25 de abril de 2020

Anichu: «Cada vez es más divertido lo de los aplausos de las ocho de la tarde. Empezaron cuando era de noche. Entonces, apenas hacíamos caso porque también hacía mucho frío. Ahora salimos todos a la terraza y aplaudimos a los médicos y enfermeras, a los policías y a todos los que trabajan para nosotros. A mí me gusta saludar a la gente. Si cierro los ojos, parece como si estuviera cayendo una gran tormenta y rebotara el agua en la calle; mola mucho».

Hoy, a las ocho, Sofía está muy indignada y triste. Piensa que se necesitan menos aplausos y más soluciones. Ya no aplaude. Esta situación la está amargando. Antes no era así. Echa mucho de menos a Anichu y a sus otros nietos, pero sobre todo a Anichu. Cada día se entera de más personas que han perdido a algún familiar. A las ocho y dos minutos, Sofía reza.

26 de abril de 2020

Anichu: «La abuela de Paula se ha muerto. Mi amiga me lo ha dicho hoy. Ella sabe que hay muchos abuelos que se mueren. Yo no quiero que mi abuela se muera. Es la única que tengo. Voy a rezar para que no se muera, aunque no sé si eso sirve del todo».

2 de mayo de 2020
Anichu: «Mamá quiere que vaya a dar un paseo porque hoy ya podemos salir y no quiero. Tengo miedo. No quiero contagiarme. No quiero morirme como la abuela de Paula».

5 de mayo de 2020

Sofía ha recibido una llamada de su hijo. Está preocupado. Le cuenta que Anichu apenas come desde hace varios días, que tiene pesadillas y grita. Han intentado consolarla, pero Anichu siente que nadie comprende su miedo. La realidad es peor que sus pesadillas, les dice.

6 de mayo de 2020

Sofía sale a comprar tinte con mascarilla y guantes. Se tiñe y se conecta por whatsApp con Anichu (ha tenido que leer las instrucciones que guarda en la mesilla para poder hacerlo). Sabe que es la única que puede animarla. A ella le pasó algo parecido cuando una amiga de su clase de Bachillerato perdió a su padre. Todavía recuerda el impacto que le produjo. Cuando ve a Anichu tan desmejorada, se crece. Hablan. Lloran. La consuela.

7 de mayo de 2020
Anichu: «Tengo la mejor abuela del mundo. Ella sí que me entiende. La semana que viene voy a

poder verla con mascarilla y guantes. Todo volverá a ser como antes muy pronto».

Sofía no confecciona mascarillas ni batas protectoras. No colabora con Cáritas ni puede ayudar haciendo pequeños recados. Ella no puede hacer nada de eso. No obstante, ya ha encontrado su papel. Al peinarse, y comprobar su aspecto mejorado, sorprende un amago de sonrisa en el espejo.

25. A través del cristal

Abraham Darias Barroso

El sol desciende lento hacia las montañas del oeste cuando el Seat Toledo blanco de Juan cruza frente a la entrada principal del Hospital Insular de La Gomera, asustando las palomas que pululaban alrededor del operario de servicios de trabajos en altura junto a la puerta automática, y accede al parking público.

Alternando las manos sobre el volante para girar sin prisa hacia la izquierda, Juan estacionó de frente. La claridad definía en el retrovisor interior el reflejo de unas cejas pobladas y entrecanas que sobresalían del cuadrado metálico de la montura de las gafas. Mirándose en el espejo interior, Juan se pasó las manos por el cabello canoso cortado a cepillo en un gesto mecánico para marcarse la raya recta a un lado; luego se ajustó las gafas en lo alto de la nariz, revisó los cierres de la botonadura de la camisa y el cuello recién planchado y salió con pausa del coche.

La luz de la tarde caía oblicua en el interior del edifico a través de las grandes paredes de cristal exterior, iluminando el pasillo de la planta baja por el que se llegaba a la sala de espera para extracciones de sangre; y frente a la entrada, detrás del mostrador sin papeles, la recepcionista con guantes y mascarilla informó a Juan sobre los cambios.

Hasta ese día, Juan, con autorización firmada, había atendido en el hospital durante el aislamiento por Coronavirus a su esposa enferma de Alzheimer. Siete días sin asistencia ni acompañante ni terapeuta en los que Juan acudía a leer a María Jesús las revistas de siempre, cuando terminaba las cosas de casa. Ahora, allí de pie, Juan esperaba algo más. Desde recepción usaron el teléfono y esperaron a que acudiera el doctor Gutiérrez.

–Son las normas –dijo.

–Pero antes yo…

–No está permitido.

–Es mi mujer, doctor.

–Es peligroso.

–Está enferma.

–Lo sabemos –dijo el doctor, aliviando la tensión en la mirada tras la pantalla facial. Y sin dar tiempo a una reacción, le contó a Juan la verdad sobre las últimas horas: los episodios de ausencia y las llamadas de socorro, la fiebre, que se mantenía, y la neumonía por Covid-19 que, aunque grave, mejoraba.

Hubo un silencio. El peso del aire fue mayor cuando Juan aceptó el miedo.

–La echo de menos –dijo.

Otro silencio.

El doctor siguió mirándolo fijo, sin hablar. Juan hizo sí con la cabeza, giró sobre sí mismo y anduvo en dirección a la puerta automática.

Fuera del edificio, bajo un cielo rosado que anunciaba el atardecer, Juan anduvo hacia el Seat rumiando el sabor amargo de sus últimas palabras. Luego, ya dentro del coche, giró la llave en el contacto y salió como había entrado: sin prisa. Atravesaba solitario la carretera, dejando a la izquierda la puerta automática de la entrada y al operario de trabajos en altura de pie junto a la plataforma elevadora. Juan detuvo el coche para observar los reflejos de la luz en el edificio. Era una fachada de placas lisas y cristales para exterior gruesos, como los que limpiaba los últimos 30 años antes de jubilarse. Entonces recordó la vez que, puesto de puntillas sobre el peldaño más alto de la escalera de tijera, limpiando con escobilla corta y jabón los cristales del edificio de la Telefónica, entre las chicas del cable reconoció a María Jesús.

Se sonrieron al mirarse, para empezar. Y lo que vino después fue los cafés en domingo y pronto en casa; las rutas por senderos entre Laurisilva cogidos de la mano y el sexo con amor escondidos en el coche; los pies desnudos metidos en los remolinos en la orilla fría de la playa y los abrazos bañados de noche con la marea de la superluna. Después vino la vida compartida, la casa nueva y la luz del niño, que creció rápido y se fue pronto. Nada más.

Cuando oyó la voz, el operario ya estaba allí.

–¿Todo bien, patrón? –dijo el operario, agachando la cabeza para que Juan lo viese a través de la ventana–. ¿Problemas con el coche?

–Todo bien, joven.

–¿Seguro?

–Seguro –dijo, y se aclaró la garganta–. Todo bien.

Entonces el operario, señalando la entrada junto a la plataforma elevadora con la que trabajaba, dijo que podía ir en seguida a avisar a alguien, si lo deseaba. Y aquella oferta despertó en Juan la idea de recuerdos de juventud.

Las últimas luces del ocaso iluminaban el cielo con nubes rojas de intenso arrebol mientras en el interior de la habitación la luz eléctrica del techo caía sobre la mujer que intentaba liberarse de las enfermeras que la retenían a la camilla.

–¡Soltadme! ¿Quiénes son ustedes? ¡Soltadme!

–Tranquilícese, María Jesús.

–¡No! Yo no les conozco. ¡Soltadme!

–Cálmese. No pasa nada.

–¡No! Déjenme. ¡Déjenme!

Llamado de urgencia, el doctor Gutiérrez entró en la habitación.

–¿Cuánto lleva en crisis?

–¿Qué hacen aquí? No se acerquen a mí. ¡No!

–Le pondré dos centímetros cúbicos.

–Déjenme. ¡Déjenme! ¡No!

–Cálmese, María Jesús. Todo irá bien. Voy a ponerle esto en tres, dos…

–¡No! ¡No! ¡No!

Extrayendo la jeringuilla del muslo, María Jesús dejó de revolverse.

Después de acostarla, mientras una enfermera se ajustaba la mascarilla que a punto estuvo de perder durante la lucha, otra anduvo hacia la puerta de cristal exterior y abrió los separadores para permitir el paso de la luz rojiza del ocaso, justo en el instante en que una figura humana ascendía sonriente sobre una plataforma elevadora.

María Jesús, al reconocer en aquel hombre viejo al muchacho que limpiaba los cristales de la oficina donde descubrió el amor, sintió que la vida le golpeaba los ojos, llenándolos de mar.

Sobre todos, sin que nada les rindiera, el grupo de palomas volaba en un gran círculo ascendiendo magníficas hacia el arrebol del ocaso, olvidando aquel lugar apagado de voz donde las personas llegaban rendidas para morir. O no.

26. Cielos

Mar Horno García

Tantos muertos durante la pandemia, tantos, que hubo que organizar los cielos. Los mayores al cielo de los perros, que ya no hay sitio en el de los hombres. Sin duda, allí serán felices los suicidas octogenarios que desafiaron tantas veces a la muerte, los sabios más por viejos que por diablos, los artríticos lentos como tortugas, los curtidos lobos de mar, los valientes de causas perdidas, las madres de antiguos niños muertos, los audaces sin pelos en la lengua o los tardíos deportistas extremos. No recibirán ni un ladrido reprobatorio y solo se les exigirá una conducta medianamente canina, como amarse a mordiscos, redimirse a lametones o revolcarse en el consuelo. Habrá ciertas normas, eso sí. No podrán perseguir gatos. Pero, como decía mi abuelo, ningún paraíso es perfecto.

27. Nadie envolvía los regalos como mi abuela

Adrián Pérez Avendaño

Nadie envolvía los regalos como mi abuela. No importaba el tamaño o la forma de la cosa a envolver. Lo mismo daba si se trataba de un papel que costaba casi tanto como el regalo que contenía o si había tenido que emplear el periódico del día anterior por un despiste de última hora. Ella se sentaba cuidadosamente frente a la mesa camilla, se ponía las gafas, extendía el papel abarcando con sus delicadas manos los confines del mantel blanco de puntilla y comenzaba el ritual. Un ritual al que siempre asistíamos mis hermanos y yo cuando el regalo no era para ninguno de nosotros.

Hoy, tras veintisiete días en el hospital, mi abuela ha entrado por la puerta de casa acompañada de papá. Iba en silla de ruedas, envuelta en una enorme bata blanca y con una mascarilla que solo dejaba ver sus pequeños ojos azules. Estoy segura de que sonreía. El virus le ha producido un ictus y ha perdido gran parte de la movilidad de las manos. Solo el tiempo dirá si volveremos a asistir al espectáculo de ver a mi abuela envolviendo un regalo. De momento, ella está otra vez con nosotros y no existe en el mundo nada que pueda hacernos más felices que eso.

28. Olvidados

Cecilia Rodríguez Bové

Estamos aquí, justo al final del pasillo, en el trastero olvidado. Yo llegué hace dos meses y para mi sorpresa, no estaba solo. Jacinto y Clarisa ya estaban aquí, ¡desde hace 3 años!

Con mi llegada, ellos tienen menos espacio, pero, aun así, estamos bien y nos reímos mucho. Incluso tenemos nuestra propia rutina. De día, no hacemos ruido, solo dormimos. De noche, cuando el resto duerme, salimos a por comida y a estirar las piernas.

Ayer por la noche, Mariana nos vio andando por el pasillo y se puso a gritar. Casi nos descubren. Suerte que creyeron que era otro de sus delirios y no le hicieron caso.

Esta mañana hemos escuchado una conversación. Yo entendí que decían algo de “fumigar por la pandemia”, pero Jacinto, que es muy testarudo, dice que no. Según él, lo que decían era algo de “blasfemia”.

¿Blasfemia? Yo creo que se equivoca, pero no he querido discutírselo, porque a él le sienta mal que insinúen que es sordo. Y lo es, pero no admite que se lo digan.

Solo espero que alguien nos eche en falta y nos busque, si algo malo estuviera sucediendo en la residencia.

29. Nuevas tecnologías

Raúl Clavero Blázquez

Nunca hubo en el mundo nadie más joven que mi bisabuelo. Pertenece a la estirpe de los hombres y mujeres incapaces de morir, aquellos que hacen de todo tiempo su propio tiempo, negando cada segundo el peso real de los relojes. Fue él, de hecho, quien organizó las videollamadas familiares durante el confinamiento, y el encargado de mantenernos al día de las novedades internacionales de la enfermedad. Mi bisabuelo, que aprendió a caminar para huir de la guerra, que sobrevivió al hambre y al exilio, que tuvo que enterrar a lo largo de su vida a dos esposas y tres hijos, es una roca generosa, una montaña cálida e indestructible, por eso no logro comprender que mis padres no le digan la verdad. Aunque ya tiene muchos, demasiados años, y entre nosotros dos había un vínculo especial, sé que no se habría dejado vencer por la pena al saber que yo no pude superar la neumonía. Mamá, sin embargo, insiste en mantener la farsa, y cuando mi bisabuelo viene de visita le pide que me saque un rato de paseo, como antes. Él acepta con una sonrisa, pero estoy seguro de que no lo engaña y de que me lleva al parque únicamente por complacerla. Es imposible que no se dé cuenta de que ahora no soy más que un burdo y experimental holograma, al fin y al cabo, a él siempre se le dieron muy bien las nuevas tecnologías.

30. La cama

Eloy Ruiz Anguiano

Todo pasó muy rápido. Recuerdo que estaba sentado en el patio dejando que me diera un poco de sol, cuando escuché el chillido de los frenos de un auto y después alaridos y patadas en la puerta. Son ellos, me dije, han vuelto por mí.

Las piernas me temblaban, no me dejaban ponerme de pie. Cuando por fin logré controlarlas me dirigí al cuartito trasero, afortunadamente di con el cajón correcto sin mayor dificultad, metí las manos entre los cobertores y las corbatas, y ahí estaba, el revólver corto, justo donde recordaba haberlo dejado.

Regresé al patio. Ahora el fragor venía de la sala o de la cocina, supe entonces que ya se encontraban dentro de la casa pero que aún tenía la oportunidad de escapar por la azotea. Mientras subía los últimos escalones de la escalera de caracol comenzaron a tirarme. Disparé para que se replegaran y corrí detrás del tinaco.

Mientras trataba de identificar el mejor punto para cruzar hacia algún techo vecino, escuché sus pasos subiendo por la escalera, así que me di la vuelta y como si fuera campeón de tiro deportivo le clavé dos plomos en el pecho a uno, el que iba detrás sostuvo el cuerpo por las axilas y después extendió el brazo en el que llevaba la pistola para responder el fuego. Por un instante pude ver sus rostros de frente, eran ellos no había duda, los mismos perros que hace cuarenta años entraron a la casa para llevarse a Estela. Jalé el gatillo de nuevo.

Me arrastré por el piso hacia el borde más cercano con la esperanza de hallarme con una barda o una herrería que me ayudara a continuar la huida, justo cuando estaba a unos centímetros de alcanzarlo escuché una voz que me llamaba por mi nombre, volteé hacia atrás, a cinco metros de mí, uno de los matones de la DFS me apuntaba con su fusil. No me quedaba otra opción, salté por la azotea.

—Hola abuelo ¿cómo estás?, me dijo mi madre que anoche te volviste a caer de la cama. Quisiera poder ir a visitarte ahora mismo, pero bueno, ya sabes que en este momento no podemos vernos, trata de estar tranquilo y de tener paciencia, por favor.

—Sí hombre, solo es cuestión de unos moretones, yo estoy bien, y no te preocupes que yo aquí me hago cargo de que el virus no entre a la casa.

La Dirección Federal de Seguridad (DFS) fue una agencia de inteligencia del gobierno mexicano que existió de 1947 a 1985. Está ampliamente documentado que, especialmente entre la década de 1960 y 1970, sus agentes participaron en el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de miles de personas por motivos políticos.

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