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El Lazarillo de Tormes, ilustrado por Manuel Alcorlo

El Lazarillo de Tormes, ilustrado por Manuel Alcorlo

Las ilustraciones de Manuel Alcorlo harán de esta bella edición del Lazarillo de Tormes (Reino de Cordelia), una nueva y amena lectura. Obra cumbre de la novela picaresca española, con prólogo y notas de Adrián J. Sáez, los lectores volverán a encontrarse con este anónimo del siglo XVI en el que se retrata de forma irónica la sociedad de su tiempo.  

Zenda ofrece a sus lectores un fragmento de este libro.

***

Tratado I

Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue

Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue de esta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y, estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomole el parto y pariome allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.

Pues siendo yo niño de ocho años achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre (que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho), con cargo de acemilero de un caballero que allá fue; y, con su señor, como leal criado, feneció su vida.

Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y
alquiló una casilla y metiose a guisar de comer a ciertos estudiantes y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.

Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Este algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana; otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque de comprar huevos y entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos calentábamos.

De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él con miedo para mi madre, y, señalando con el dedo, decía:

—¡Madre, coco!

Respondió él riendo:

—¡Hideputa!

Yo, aunque bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».

Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y, hecha pesquisa, hallose que la mitad por medio de la cebada que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas; y, cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto.

Y probósele cuanto digo y aún más; porque a mí con amenazas me preguntaban, y, como niño, respondía y descubría cuanto sabía, con miedo: hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí. Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho comendador no entrase ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.

Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia, y, por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.

En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me pidió a mi madre y ella me encomendó a él, diciéndole cómo era hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano. Él respondió que así lo haría y que me recibía, no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.

Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí; y, cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos llorando, me dio su bendición y dijo:

—Hijo, ya sé que no te veré más. Procura de ser bueno y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto: válete por ti.

Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba. Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandome que llegase cerca del animal y, allí puesto, me dijo:

—Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.

Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y, como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:

—Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo. —Y rio mucho la burla.

Pareciome que en aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije entre mí: «Verdad dice este, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».

Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza; y, como me viese de buen ingenio, holgábase mucho y decía:

—Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas avisos para vivir muchos te mostraré.

Y fue así, que, después de Dios, este me dio la vida, y, siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir. Huelgo de contar a Vuestra Merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.

Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, Vuestra Merced sepa que, desde que Dios crio el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila: ciento y tantas oraciones sabía de coro; un tono bajo, reposado y muy sonable, que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que, con muy buen continente, ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer. Allende de esto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas si traían hijo o hija. Pues en caso de medicina decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía:

—Haced esto, haréis esto otro, cosed tal yerba, tomad tal raíz.

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Autor: Anónimo. Ilustrador: Manuel Alcorlo. Título: Lazarillo de Tormes. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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