Aunque fue publicada en 1975, esta novela no alcanzó la fama hasta bien entrados los 80s. Fue entonces cuando la historia de una pareja cuya felicidad se desvanece cuando su hijo nace muerto alcanzó el corazón de los lectores. Desde entonces, es un clásico contemporáneo indiscutible.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de El nadador en el mar secreto (Navona), de William Kotzwinkle.
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—Johnny! ¡Acabo de romper aguas!
—Ya está —dijo él—. Prepárate.
Sentía ya una primera oleada de impresión que le aceleraba el pulso, le enfriaba la piel y lo estremecía.
—Será mejor que ponga una compresa —dijo ella—. Lo voy a dejar todo empapado.
Laski la tomó de un brazo y la acompañó hasta la escalera. También ella se estremecía, de modo que cuando de los pasaron ante la ventana y vieron el bosque cubierto nieve, iban temblando los dos. Calmado por la quietud del bosque, se detuvo junto a ella en el descansillo para absorber el néctar blanco de la luna. Remitieron en parte sus temblores, pero no los de ella mientras la acompañaba hacia el cuarto de baño. Diane iba doblada, con brazos cruzados encima del vientre montañoso, origen de aquel terremoto. La ayudó a sentarse en la taza, fue al armario y regresó con una manta. Envolvió a la mujer con ella y luego le frotó los brazos de arriba abajo con la intención de generar algo de calor.
Ella lo miró con un castañeteo de dientes. No era lo que él había esperado; estaban los dos conmovidos y agitados como muñecos de trapo. Habían estudiado con atención los manuales de parto, habían practicado los ejercicios con regularidad y él había creído que el momento de la verdad sería una mera extensión de aquello, pero todo se había presentado sin transición. De pronto, se sentían como arrastrados sobre un lecho rocoso. Ella tenía los ojos como una cría, llenos de asombro y terror, aunque conservaba la voz en calma y Laski se dio cuenta de que, pese al miedo y el castañeteo, estaba lista.
—Ahora puedo controlar las aguas —dijo ella—. Puedo evitar que se derramen.
—Voy a calentar la camioneta.
Laski salió a la nieve. Más allá de las copas ensombrecidas de los pinos refulgía el vasto cuenco del cielo y, plantada a la luz de la luna, se veía la camioneta de media tonelada, recubierta por una capa de hielo que centelleaba. Abrió la puerta y se instaló en el asiento, al tiempo que tiraba del pulsador del estárter y accionaba la llave.
El motor de arranque gimió, ahogado por la mano helada del norte.
—Vamos —dijo Laski en voz baja, apelando a lo mejor de la naturaleza de aquella camioneta, el trasto fiable de media tonelada que nunca lo había dejado tirado. Prestó atención a la tosecilla que anunciaba una presencia de vida entre los gemidos y al oírla dio un pisotón al acelerador, provocando que la camioneta se llenara de vida—. Eres un buen cacharro, viejo.
Vivían tan al norte que podía congelarse fácilmente cualquier motor, o agotarse la batería, y para llegar al vehículo más cercano tenían que cruzar veinticinco kilómetros de bosque denso. Había visto a gente que llegaba a encender un fuego debajo del motor y había oído las blasfemias más increíbles flotando en las noches norteñas, cuando pasaban las horas y ninguna idea funcionaba y nadie podía ir a ningún sitio. Dejó el estárter accionado para que el motor tuviera un punto de aceleración, encendió la calefacción y volvió a salir a la nieve. Del tubo de escape de la camioneta brotaba la única nube iluminada por el brillo de la luna y Laski atravesó aquel vapor serpenteante para andar de vuelta hacia la cabaña, plantada como una linterna diminuta en medio de aquella gran maraña asilvestrada.
Diane seguía temblando en el baño, con el vientre prominente cubierto por la bata. La ayudó a caminar hacia la escalera de nuevo y subir al dormitorio, donde empezó a vestirse con todos los gestos propios de la rutina, pero sin dejar de temblar. A Laski le parecía como si hubiera dos Dianes distintas: una temblaba como una hoja, la otra estaba tranquila y tomaba decisiones como si fuera una vieja comadrona. También en su interior sentía esa misma división mientras cogía la maleta de su mujer y la llevaba hasta la escalera. Le temblaba la mano, el corazón le estallaba, pero había otra parte de él que conservaba la calma, firme como un árbol viejo. Aquel socio tranquilo y silencioso parecía habitar en alguna parte del cuerpo que Laski no podía identificar. Se le revolvían las tripas, se le aceleraba el corazón, le temblaban las piernas, pero en algún lugar de su interior reinaba la paz.
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Autor: William Kotzwinkle. Título: El nadador en el mar secreto. Traducción: Enrique de Hériz. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros.
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