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El universo de un esteta en su cénit

El universo de un esteta en su cénit

Vi por primera vez el retrato de Eileen Dunne, la niña de tres años herida en la cabeza durante uno de los bombardeos de Londres llevados a cabo por la Luftwaffe en 1940 que se repone en un hospital, en el cuarto número de una colección de álbumes dedicados a los grandes fotógrafos, puesta a la venta por ediciones Orbis cuando la afición española empezaba a descubrir la fotografía de autor. Hace ya 40 años de aquella iniciativa, y siempre que vuelvo a escuchar eso otro, mucho más reciente, de que no hay estética sin ética —que, como ya he tenido oportunidad de comentar en estos artículos, se me figura la más sublime expresión de la contaminación de la cultura por la política—, pienso en esa instantánea tomada por Cecil Beaton. Aparecida en la portada de un número de la legendaria revista Life fechado en 1940, influyó de forma determinante para la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.

A mi juicio, este retrato viene a dejar constancia de la fuerza de la mirada de Beaton. Máxime si se considera que en modo alguno hablamos de una imagen semejante a esas otras que nos muestran a niños bombardeados. El gesto con que Eileen mira a cámara no es para nada compungido, como cabría esperar. En mi opinión, denota curiosidad frente al objetivo. No hay duda de que la pequeña apenas es consciente de que la barbarie de la Luftwaffe de la Wehrmacht —la misma que bombardeó España bajo el nombre de Legión Cóndor, por cierto— ha hecho mella en su cabeza. Como tampoco hay duda de que la política, la actividad más despreciable que puede ejercer el ser humano, fue la responsable directa de ambos conflictos.

"Cecil Beaton se convirtió en uno de los grandes estetas de la centuria pasada con su dirección artística de My Fair Lady"

Cecil Beaton fotografió a la reina madre de entonces y a sus hijas, a toda una retahíla de marquesas y duquesas, a escritores como Jean Cocteau y Aldous Huxley, pero se convirtió en un héroe del imperio británico por sus imágenes del Blitz, aquellos bombardeos continuados que soportó Londres —y otras poblaciones inglesas— entre julio y octubre de 1940. El de la pequeña Eileen fue el mejor de aquellos clichés. Pero también ambientó en las ruinas que dejaron tantas bombas algunas de sus imágenes de alta costura. Sé que quienes pontifican sobre esa nueva estética, focalizada desde su ética, se refieren a otra cosa. Llegado el caso, yo siempre recuerdo el más célebre epigrama de Angelus Silesius: “La rosa es sin porqué; florece porque florece”, y en efecto, concluyo que la belleza no tiene, y no la precisa, explicación alguna. Basta con admirarla, sólo es eso.

Pues bien, Cecil Beaton —desde 1956 sir del imperio británico— se convirtió en uno de los grandes estetas de la centuria pasada con su dirección artística de My Fair Lady (George Cukor, 1964). Para los —y las— de la estética ética, que sepan de él, en el mejor de los casos, será un esnob desde siempre. Los que admiramos su obra sin prejuicio alguno incluso podemos ser más precisos: dentro de My Fair Lady su estética sin ética alcanzó el paroxismo en la secuencia del derbi de Ascot. Todo en ella es armonía, elegancia, delicadeza al compás de «Gavota Ascot», la pieza del score de Fredrick Loewe y Alan Jay Lerner correspondiente al decorado referido. Hasta los sombreros de las damas, siempre desmesurados en la cita que todos los meses de junio lleva a los más distinguidos al hipódromo, parecen serlo menos en esos planos. Y allí, en medio de tanta pompa y circunstancia, Eliza Doolittle (Audrey Hepburn), antigua violetera en Covent Garden, hace su entrada en sociedad presta a probar que, bajo los auspicios del profesor Henry Higgins (Rex Harrison), ha aprendido a hablar inglés como las señoras de Mayfair y demás zonas nobles de Londres.

"La célebre secuencia de Ascot no sería la misma sin el vestuario que Beaton diseñó para la ocasión: las damas van vestidas de blanco y negro; los caballeros, de gris"

La célebre secuencia de Ascot no sería la misma sin el vestuario que Beaton diseñó para la ocasión: las damas van vestidas de blanco y negro; los caballeros, de gris. Una evocación, aunque la fotografía de Harry Stradling es en Technicolor, del cromatismo del cine de antaño, de la imaginación y de los sueños. «Diseñar cincuenta vestidos para el baile de Ascot no es ningún problema —comenta el propio Cecil Beaton en la entrada correspondiente al jueves 11 de abril de 1963 de su diario de rodaje—». Publicado ahora por Hatari! Books en edición limitada, con motivo del 60 aniversario del estreno de la película, se trata de una de esas ediciones de lujo a las que nos tiene acostumbrados este sello. Y no era para menos, considerando que esta bitácora constituye un documento sin parangón de cuanto concierne a la cinta que bien puede considerarse el último musical americano clásico.

“En su juventud, a Beaton no se le permitió entrar en el Royal Ascot Enclosure, la sección privada de Ascot”, escribe Hugo Vickers, biógrafo oficial del fotógrafo en el epílogo a estas páginas. Aquellos eran los años del Ascot negro. Recordado así por el color de la etiqueta que imperaba en el encuentro, se nos ofrece documentado en las fotos de las páginas 12 y 13, ajenas a Beaton, reproducidas para la ocasión por gentileza de los archivos correspondientes. Como es costumbre en estas espléndidas ediciones de Hatari! Books, se trata de un volumen profusamente ilustrado con cartas de la maravillosa Audrey Hepburn y diversos documentos procedentes del legado de George Cukor, entre otros responsables de la producción y el rodaje.

De orígenes burgueses, que no aristocráticos —la nobleza fue una merced obtenida por su obra—, algo de eso debió de haber para que, alguna vez, se le impidiera el paso al pequeño Cecil allí donde se solazaba la élite cuando junio venía caluroso —lo que en verdad es difícil en Inglaterra— o cualquier otra inconveniencia en Ascot. Desde luego, no hace falta ser el doctor Freud para advertir que, fuera lo que fuese aquello, Cecil Beaton fue a exorcizarlo, convirtiendo a esas coristas, que parecían cuervos inmóviles en la escena correspondiente de la versión teatral previa de My Fair Lady, en los más celebrados de todos sus diseños.

"Beaton dedica sus páginas, que nos llevan de las localizaciones de exteriores en Londres al estudio de rodaje en Hollywood, a Cukor. Lo hace con agradecimiento"

“La mayoría de las personas tiene una idea muy vaga de cuál es el trabajo de un diseñador de producción para cine o teatro. Quizá consideren que se contrata a alguien para que recomiende su paleta de colores favorita, para que dé rienda suelta a sus gustos, sobre tejidos y muebles, de manera indiscriminada”, explica el propio Beaton en la introducción (pág. 15). “De hecho, los dominios del diseñador tienen un alcance muy amplio. Su trabajo es pintar la historia, proveer los aspectos plásticos de la obra a través de formas, luz y color. Las armonías y disonancias en forma y color son tan importantes para una película —particularmente un musical—, como lo es la orquestación de los instrumentos para el compositor de una sinfonía”.

Rodada entre el 13 de agosto y el 17 de diciembre de 1963, la autoría de My Fair Lady es más de su productor, Jack Warner, que de Cukor. Beaton dedica sus páginas, que nos llevan de las localizaciones de exteriores en Londres al estudio de rodaje en Hollywood, a Cukor. Lo hace con agradecimiento por haberle confiado el que, no cabe duda, siempre consideró el trabajo más importante de toda su carrera.

Como diseñador de vestuario para la gran pantalla, este maestro de la fotografía fija —fue uno de los fotógrafos más reconocidos de cuantos publicaron en revistas como Vogue, Harper’s Bazaar o Vanity Fair venía desempeñándose desde comienzos de los años 40 en algunas cintas de Carol Reed y David Lean. Ya con plenos poderes en la dirección artística, mereció su primer Oscar por su trabajo en Gigi, esa delicia sobre el París de la Belle Époque dirigida en 1958 por Vincente Minnelli y Charles Walter. Por My Fair Lady mereció un par de estatuillas: a la dirección artística y al diseño de vestuario.

Beaton retrató a algunas de las mujeres más admiradas —Greta Garbo, Marlene Dietrich, Marilyn Monroe—, a los sobresalientes más destacados —Orson Welles, Keith Richards, Andy Warhol—… En fin, varios mitos del siglo XX posaron ante su objetivo. Pero ninguno de los modelos de los que dispuso —ni siquiera el sha de Persia o la reina madre— le produjo la satisfacción que le procuró fotografiar a la maravillosa Audrey Hepburn en todos los decorados y con todos los atuendos que viste en la cinta. El entusiasmo que manifestó, cuando el estudio le concedió el permiso para hacerlo, consta en los anales. Su biógrafo nos confiesa que la amaba, lo cual es comprensible. Humildemente, yo también la quiero. Me enamoré de ella en una proyección de Cómo robar un millón y… (William Wyler, 1966), a la que asistí en el cine Lara, de la madrileña calle de la Colegiata, en el invierno de 1977. Yo siempre en Madrid, que es lo más bonito y lo mejor del mundo. Y la maravillosa Audrey en esa última foto de Cecil Beaton, que la muestra vestida a la usanza de los primeros años 60. Subida a una bicicleta “de chica”, que se llamaba en mi remota infancia a aquellas que presentaban la barra que une el manillar al sillín curvada hacia abajo. Esa es «mi bella dama»: tal rezaba el título español de la cinta.

"En sus últimos años, Federico Fellini, el gran Fellini, afirmaba que el mundo tendía a su vulgarización de forma inexorable. ¡Vaya si estaba en lo cierto!"

Aunque no publicó su primer diario, que comprendía los años que se fueron entre el 22 y el 29, hasta 1961, Cecil Beaton fue un diarista sobresaliente y perseverante. En su copiosa bibliografía —su primer álbum de fotos, The Book of Beauty, data de 1930— destacan sus diarios. El último abarca hasta 1978 y su vida fundió a negro en el 80. Este de My Fair Lady conoció una edición príncipe, algo más reducida y bastante menos ilustrada, en el 64, bajo el título de Cecil Beaton’s Fair Lady. De modo que este maestro de la fotografía fija clásica cultivó la imagen y las mil palabras. Estas siempre de forma epigramática, como Angelus Silesius. En su introducción a The Best of Cecil Beaton (Macmillan, Nueva York, 1968), Truman Capote, el gran Truman Capote, sostiene: “Su inteligencia visual es genio… Escuchar cómo describe Beaton, en términos estrictamente visuales, a una persona, un lugar o un paisaje es como asistir a una representación, divertida, brutal o bellísima, pero siempre, y sin ningún género de dudas, brillante. Es justamente eso, la extraordinaria inteligencia y comprensión visual que impregna sus fotografías lo que hace que la obra de Beaton sea única. Por eso los historiadores del próximo siglo le estarán todavía más agradecidos que nosotros”.

Ya estamos en el próximo siglo y los historiadores que no atiendan a los demagogos —y las demagogas— que nos hablan de la estética ética, tienen en este nuevo título de Hatari! Books una buena oportunidad para ponerse a ello. En sus últimos años, Federico Fellini, el gran Fellini, afirmaba que el mundo tendía a su vulgarización de forma inexorable. ¡Vaya si estaba en lo cierto! Esa reivindicación de lo soez como una suerte de autenticidad, que también nos ha traído el populismo, convierte al universo de Beaton, que tuvo en la dirección artística de My Fair Lady su máxima expresión, en un paraíso perdido. Siempre nos quedará la maravillosa Audrey en su bicicleta de chica.

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Autor: Cecil Beaton. TítuloMy Fair Lady: Diario de rodaje. Traductor: Andrés Moret Urdampilleta. Editorial: Hatari Books. VentaAmazon

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