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En busca de la inmortalidad, de Javier Mina

En busca de la inmortalidad, de Javier Mina

Este ensayo trata uno de los mayores anhelos del ser humano desde el principio de los tiempos. Javier Mina, autor de Montaigne y la bola del mundo o El dilema de Proust, se adentra en esta ocasión en el deseo universal por antonomasia para desgranar su reflejo en los campos más diversos del conocimiento e indagar en sus múltiples implicaciones.

Zenda ofrece la introducción a esta obra publicada por Berenice.

 

INTRODUCCIÓN

 

El sueño de inmortalidad vertebra las sociedades humanas desde que existen como tales. No porque constituya su fundamento político, que también, al menos en aquellas que se declaran con­fesionales habida cuenta de que prácticamente todos los credos religiosos la tienen como valor troncal (ser bueno en lo político ayuda también a garantizarse la vida eterna), sino porque jugue­tea con el imaginario humano desde que el tiempo es tiempo. Y, al hacerlo, ha ido generando conductas, en su mayor parte de adhesión y en otras —mucho más minoritarias— de rechazo, que convertirán la historia humana en un totum revolutum dramá­tico, debido tanto a la oposición entre partidarios y contradicto­res de la vida eterna como a la que se produce dentro de cada una de ambas corrientes. Porque no todas las inmortalidades son idénticas. El mundo gira y las creencias chocan y se revuelven como calcetines en fase de centrifugado. No es su único efecto. La guinda de la inmortalidad acaba tirando de un rosario de impli­caciones evidentemente religiosas, pero también políticas, socio­lógicas, literarias y científicas, como se irá poniendo de relieve en el presente estudio. Y es que el mundo occidental está vacu­nándose de continuo contra la muerte: sacándola a toda prisa de casa cuando se produce —el velatorio domiciliario pasó a mejor vida— y rehuyéndola, principalmente gracias a remedios milagro como aguas de juvencia, cosméticos antiedad y curas prodigiosas.

No parece descabellado suponer que la idea de inmortalidad surge como un acto de rebeldía frente a la certeza de la duración limitada. Así lo expresa El poema de Gilgamesh, considerado el primer texto literario de la humanidad. La epopeya inaugural, cuya fecha de composición se sitúa entre el 2 500 y el 2 000 a. C., ofrece información sobre dos aspectos de la inmortalidad. El pri­mero tiene que ver con el de aquellos que la poseen per se, los dio­ses: apoltronados en su mundo protegido, duran, y, si acaso, vigi­lan el comportamiento humano para inmiscuirse en sus vidas cuando lo consideran oportuno. Haciendo una gran concesión, los todopoderosos permitirán, en un displicente gesto de con­descendencia, que los humanos alcancen la eternidad. Aunque, pequeño detalle, después de que el individuo haya muerto. Con lo que, la inmortalidad humana se convierte en producto de segunda clase, tanto porque el individuo la recibe per accidens, según diría la escolástica, como porque se efectúa sobre algo bas­tante despotenciado: los cadáveres, elementos inertes y putresci­bles, caricaturas del ser humano.

Si ya de por sí no parece muy deseable durar para siempre siendo una piltrafa o una sombra sin personalidad, tampoco resulta muy atractivo el lugar donde eso debe suceder según la óptica mesopotámica. Como los muertos no necesitan lujos, su retiro se parecerá más a la cochiquera que al complejo vacacio­nal. Gilgamesh recibe noticias del tenebroso antro a través de su amigo Enkidu, que tiene el privilegio de recorrer el andurrial de los muertos en sueños. Gilgamesh no es tonto. Sabedor de que no puede alcanzar la inmortalidad inherente a los dioses, puesto que no es uno de ellos, y de que el destino eterno de los humanos apenas merece la pena, dadas las condiciones del recinto donde permanecerá al abrigo del tiempo, así como la poca calidad de vida que podrá disfrutar en él, opta por una tercera vía: lograr la inmortalidad sin pasar por la muerte. Mientras busca la manera de conseguir el talismán que se la procure, vaga angustiado: «Por miedo a la muerte es por lo que yo recorro la estepa. Lo que le ha ocurrido a mi amigo me obsesiona, a través de un largo camino recorro la estepa». Finalmente encontrará la llave de la perdura­ción —una fruta—, que se deja arrebatar por la inevitable ser­piente (el ofidio asomará su lengua bífida en una todavía lejaní­sima Biblia). Resignado, tendrá que aceptar su condición mortal.

El relato de Gilgamesh pertenece a la Historia, el periodo humano caracterizado por la escritura, una técnica que permite salvaguardar la vida por medio del relato. Y permanecer, al menos mientras dure el soporte. Gracias a la conjunción de ambos facto­res, los mesopotámicos fueron los primeros en transmitir a la pos­teridad su forma de ver los dioses. Los imaginaron inmortales y poderosos pero teñidos de pasiones humanas. ¿Cómo podía ser de otra forma? De no concebirlos como modelos mejorados de las per­sonas, corrían o bien el riesgo de resultar incomprensibles —¿quién entendería un ente puramente matemático flotando en fórmulas abstrusas inasequibles incluso para la ciencia del s. XXI?—, o bien de no distinguirse del común de los mortales, hundidos como ellos en la debilidad, las miserias y tribulaciones, con capacidad limi­tada para sentar cátedra sobre reglas morales y obligaciones de creer. Una cosa está clara, de haberse inventado los dioses a sí mis­mos no habrían tenido necesidad alguna de crear humanos. Estos, en cambio, parecen sentirse obligados a crear divinidades para, de algún modo, experimentar comparativamente su propia pequeñez y vivir con angustia el hecho de no conseguir alcanzar al supermo­delo que han construido. Y eso, principalmente, en un área especí­fica: durar. Acaso el menguante ser humano también eche en falta no saberlo todo ni ser capaz de mover montañas, ahora bien, nunca acabará de resignarse a la brevedad de la vida. Así que los presun­tos hijos de los dioses se pusieron a concebir otra después de la muerte, esa sí, eterna. El proceso fue largo y contradictorio, lleno de altibajos y pródigo en imaginación.

Bien pudo haber ocurrido que los humanos más incipientes intuyeran la inmortalidad desde el mismo momento en que con­cibieron la muerte como sueño eterno. Acuciados por la idea de perecer, cosa nada rara en unos tiempos en que, sorteada la mor­talidad infantil, lo siguiente era corto y azaroso, aquellos seres frágiles y breves pudieron contemplar la muerte como descanso. La muerte seguía al vivir como la noche al día, y, si dentro de aquel morir aparente podía caber un remedo de vida, soñar, lo mismo podía suceder que, tras el último suspiro, se diese alguna clase de existencia. Restaba por concebir el lugar donde abando­narse al último sueño. Cuando comerse a los muertos dejó de ser una opción, lo mismo que dejarlos como festín para las ali­mañas, alguien tuvo la feliz idea de enterrarlos. Al hacerlo, no solo resolvía un problema higiénico y sanitario, seguramente por pura intuición, y efectuaba un acto de respeto, sino que al mismo tiempo confiaba el difunto a la eternidad. Como la tie­rra y las rocas duraban, los fosores primordiales tal vez coligie­ron que tierra y rocas podían trasmitir sus cualidades al difunto impregnándole su durabilidad por contacto ¿o no eran ya piedra los huesos? De no ser que pensaran que lo que fue carne pasaba a formar parte de rocas y tierra. Con lo que, en cierto modo, los muertos se convertían en humanos mejorados o trashumanos, visto que desafiarían los siglos. De ahí a desenterrar simbólica­mente el cadáver y devolverlo al mundo con poderes complemen­tarios a su inmortalidad ya acreditada, había solo un paso. Los dioses abandonaban el útero ctónico y se ponían en marcha como señores —¡ay los númenes!— del riachuelo, el peñasco, la nube y otras manifestaciones geológico-meteorológicas. La imaginación seguiría haciendo el resto.

En cuanto la mochila de la inmortalidad se abatió sobre los hombros humanos, adquirió vida propia. El límite era el cielo a la hora de imaginar no solo en qué podía consistir sino, sobre todo, cómo (y dónde) podían transcurrir los felices días de la ya no muerte. Porque de lo que no cabe duda es de que casi siempre se trataba de la inmortalidad post mortem. No fueron pocos los que, al igual que Gilgamesh, quisieron alcanzarla en vida, como veremos, si bien sus intentos se saldaron con fracasos estrepitosos. A lo largo de la historia, el Homo sapiens ha imaginado básica­mente tres destinos para el ser que muere: a) reencarnarse en otro ser viviente, b) perdurar, ya sea dentro de un pozo infecto donde prácticamente no es nada más que una sombra que alienta —fue la opción mesopotámica que adoptaría prácticamente todo el arco mediterráneo, incluidos los griegos primitivos—, o bien un lugar amable donde se disfruta, ya sea de una vida similar a la terrestre, aunque sin sufrir nunca, o bien de una vida trascendida espiritual­mente, como predicará el cristianismo, y c) desintegrarse: con la muerte el individuo desaparece para siempre; se trata de una alter­nativa que comparten ciertos credos hindúes muy antiguos —el ser se reintegraría a un monto energético universal— y el ateísmo. Vivir en una rueda de reencarnaciones no es una opción, porque obliga a morir cada equis tiempo, de modo que quienes creen en la metempsicosis lo hacen considerándola una etapa transitoria que finalizará ya sea cuando la esencia inmortal que anima el ciclo alcance un estado inasequible al sufrimiento y la metamorfosis, o bien cuando se reintegre al absoluto.

Con todo, habría una cuarta vía de cuño más reciente y con mayores probabilidades de garantizarse el beneplácito general, por cuanto vendría avalada por la ciencia. Vivir mucho y joven constituye una aspiración ampliamente extendida. Los antiguos elixires de la eterna juventud adoptan en la actualidad la forma de suplementos alimentarios, dietas milagro, ejercicio, cirugía y cosméticos, más el coche exclusivo y estratosférico para maduros ricos. Lo cierto es que la mejora de la calidad de vida en el mundo desarrollado hace posible que existan más centenarios que nunca antes en la historia de la humanidad. Y eso que, desde antiguo, Historia y Literatura se han venido haciendo eco de personas lon­gevas, algunas incluso en grado inverosímil. No siempre se dis­ponía de partidas de nacimiento homologadas. En España, a 1 de enero de 2018, había censados más de 17 000 centenarios. Con una docena de personas que superaba los 110. A sus 106, el fran­cés Robert Marchand era el ciclista en activo más viejo del mundo hasta que la federación le prohibió subirse a la bicicleta segura­mente para que no muriera en el velódromo dando un macabro y triste espectáculo. El japonés Yuichiro Miura fue el escalador de más edad en subir el Everest, al alcanzar la cima con 80 años. El nepalí Min Bahadur Sherchan, de 85, murió en el campo base cuando trataba de arrebatarle el cetro. Et ainsi de suite.

Vivir mucho no significa vivir para siempre. Todo se andará, candidatos a construir la vida eterna no faltan. La inmortalidad científica se está imaginando desde campos tan dispares como la Neurología, la Cibernética —especialmente desde especialida­des relacionadas con la inteligencia artificial—, la Medicina, la Farmacología, la Física teórica y la Física aplicada, esta última en áreas como la nanorrobótica o la crionización. Ya hay fecha para construir un ser humano no solo inmortal, sino lo más invul­nerable posible: 2050 o, como muy tarde, finales del s. XXI. El profeta del cambio se llama Raymond Kurzweil, un ingeniero y futurólogo norteamericano especialista en IA y áreas conexas. Convencido de que los descubrimientos científicos y tecnológi­cos avanzan en forma exponencial, confía en obtener muy pronto una inteligencia superior a la biológica, susceptible además de una miniaturización tan fina que podrá ser implantada en el cerebro:

«En la década de 2040, la mayor parte de lo que habrá en nuestros cerebros no será biológico. Así que, en última instancia, nuestros cerebros serán como los ordenadores actuales, solo que mucho más potentes. ¡Miles de millo­nes de veces más potentes! Y podremos hacer copias de seguridad. ¿Sabes? ¡De aquí a cincuenta años, la gente pen­sará que es sorprendente que las personas de hoy, del 2008, fueran por el mundo sin hacer copias de seguridad de su archivo mental!».

Si es posible hacer copias, eso significa que el sujeto se hallaría en condiciones de ser trasvasado a un medio menos frágil que el cuerpo humano, con lo que la inmortalidad quedaría asegurada. Se trata, sin duda, de una postura un tanto delirante. También discutible, como podrá verse.

Hay, sin embargo, una inmortalidad de más fácil acceso, aun­que de peor disfrute, porque el sujeto la recibe en dosis homeopá­ticas. Se trata de la inmortalidad vicaria, la procurada por ele­mentos como la estirpe o la fama, en su vertiente individual, o la que se consigue colectivamente a través de construcciones como la nación y sus derivados. Bien es cierto, que mientras el tren que avanza por esas distintas estaciones permanece, el viajero ha de apearse de él pronto o tarde, lo que no quita para que aspirar a la gloria eterna, mediante la adquisición de notoriedad o dejando una nutrida prole, constituya un potente lenitivo, como muestra la segunda parte del libro. Por la gloria han muerto muchos —sí, oh, mueren y, a veces desaparecen, lo dijo Borges: «Todos caminamos hacia el anonimato, solo que algunos llegan un poco antes»—, y se han cometido también insensateces sin número. El ciuda­dano norteamericano Mike Hughes, alias el Loco, construyó en su garaje un cohete de propulsión a vapor con el fin de alcanzar los 600 metros de altura para demostrar que la Tierra era plana:

«No creo en la ciencia. Sé sobre aerodinámica y diná­mica de fluidos y sobre cómo se mueven las cosas a través del aire, el tamaño de las toberas de los cohetes y el empuje. Pero eso no es ciencia, es solo una fórmula. No hay diferen­cia entre la ciencia y la ciencia ficción».

Armado con tan potente bagaje intelectual y su cohete de Tintín, el esforzado investigador pretendía derribar la que, a su juicio, sería la mayor conspiración de la historia humana, aque­lla que sostiene que la tierra es esférica y que comparten miles y miles de botarates. Tuvo suerte, además de su minuto de glo­ria, porque si, el 25 de noviembre de 2017, las autoridades no le hubieran impedido el vuelo, habría tenido otro poco más de glo­ria, y sobre todo muchos minutos para disfrutarla contemplando el planeta, aunque desde dentro, porque se hubiera incrustado en él. Eso sí, se habría ido a la tumba con la sensación de haber con­firmado su hipótesis, porque, para comprobar inapelablemente de visu que la Tierra es redonda, hay que ascender a unos veinte mil metros.

La megalomanía también ha buscado extraños vericuetos para expresarse. Enric Marco Batlle llevaba treinta años ase­gurando que era un superviviente del campo de concentración de Flossenburg. Se trataba de un embuste. Cuando descubrie­ron la superchería, sus compañeros de la asociación Amicale de Mauthausen le hicieron dimitir de la presidencia, cargo que ostentaba desde hacía varios años. El interesado pidió excusas de una manera extraña: «Es un engaño a medias. No hay picardía. Yo mismo hice el comunicado [que destapaba el embuste] porque quería acabar con todo esto». De no ser por las investigaciones del historiador Benito Bermejo sobre los españoles en los campos de concentración, Marco se habría llevado su secreto a la tumba. Junto a los entorchados y el timbre de una gloria inmarcesible.

¿Afán de notoriedad, delirios de grandeza? La española Alicia Esteve aseguraba haber sido una víctima de las Torres Gemelas. Se inventó la personalidad de Tania Head y sostuvo que su novio Dave (posteriormente dijo que se trataba de su esposo) habría fallecido entre los escombros. Para más inri, Alicia-Tania afir­maba haber sobrevivido donde más difícil era, en la torre que colapsaría antes, y por encima del nivel de impacto del avión. De ese infierno solo lograron escapar 18 personas. Ella sería la número 19. Tania-Alicia refirió haber descendido como pudo setenta y ocho pisos de la Torre Sur con el brazo roto y diversas quemaduras. En realidad, el 11-S estaba en Barcelona, lo que no fue óbice para que se convirtiera en presidenta de la asociación de familiares de las víctimas conocida como Red de Supervivientes del World Trade Center. El fraude los descubrió en 2007 un repor­tero de The New York Times. Desde entonces nunca se supo más de ella. ¿Habrá conseguido sobrevivir a sus patrañas?

No todo han sido delirios, fraudes y chapuzas. A lo largo de la historia se han dado infinidad de casos de notoriedad bien mere­cida en registros de lo más diverso. Muchos la han conseguido de buena ley, otros de no tanta. Actores, literatos, músicos, científicos, cocineros, deportistas y políticos, solo por mencionar algunos pro­fesionales con mayor escaparate, han hecho cuanto estaba en su mano para cerrar el camino a quienes podían disputarles la fama. Codazos, sabotajes, trampas y falsificaciones han estado, como podrá verse más adelante, a la orden del día. Cuando la apuesta consiste en desear que el propio nombre figure escrito en inmarce­sibles letras de oro, no siempre se lucha de buena ley. Lejos queda aquel sano orgullo de un don Quijote sabedor de que estaba cons­truyendo su gloria con el altruismo, la dificultad y la abnegación:

«¡Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro!».

Bien es verdad que hoy en día, por lo común, la idea de hacer algo grande se ha banalizado. ¿Investigar el radio hasta envene­narse, como Madame Curie? Los jóvenes, poco familiarizados con las ideas de muerte y de pervivencia, sueñan con ser you­tubers, influencers o profesionales del videojuego para hacerse famosos al instante, olvidados no ya de los siglos venideros sino de que existe un mañana.

Con respecto a la gloria colectiva resulta bastante fácil, y, al parecer, muy grato alcanzarla: basta con disponer de acendra­dos sentimientos nacionalistas. Nada como exaltarse con todo lo patrio fanáticamente y contra los fanáticos de otra nación, así como contra los tibios de la propia. Aunque para el nacionalista stricto sensu, el no va más radica en formar parte de la construc­ción de una patria nueva. Qué importa que se puedan perder los papeles e incluso el tino, lo decisivo es levantar una bandera recién inventada y clavarla en el Iwo Jima de quien se opone a tan sacrosanto empeño, esto es, en el culo del enemigo. Hubo un tiempo para eso y ya ha pasado. Lo demás es farsa. Sangrienta a veces, como ocurrió en los Balcanes durante los 90, y otras muy bobalicona. Ubú, el personaje de Alfred Jarry que representa, a un tiempo, el autoritarismo, la estulticia y la ambición —preseas nada extraordinarias en medios políticos, por cierto—, consi­gue hacerse rey de Polonia y pierde la corona acto seguido por cobardía. Incapaz de asumir su fracaso y tras dar muchos tumbos por Europa, se postula para ser esclavo. ¿Por afán de notoriedad? Nanay, Jarry más bien buscaba con ello ofrecer una moraleja a los nacionalistas impenitentes y demagogos a la enésima potencia, como se desprende de la reflexión del collón Ubú:

«Como estamos en un país donde la libertad es igual a la fraternidad, que solo es comparable a la igualdad de la lega­lidad, y no soy capaz de ser como todo el mundo, ya que me da igual ser igual a todo el mundo, porque seré quien mate a todo el mundo, me voy a volver esclavo».

Esclavos, súbditos, naciones sin estrenar o por ser remodela­das, ocurrencias de Estado, populismos… ¿un retrato del s. XXI?

La inmortalidad también se gana por lo que queda. Siendo de vocación griega el que estableció la lista de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, Antíprato de Sidón (s. II a. C.), parece claro que se enorgulleciese de las que, con nombres y apellidos, cons­truyeron sus compatriotas espirituales y que pudo conocer de visu: la Estatua de Zeus en Olimpia, obra de Fidias, el Templo de Artemisa en Éfeso, obra de tres arquitectos sucesivos, el Mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría, con­cebido por Sóstrato de Cnido en el s. III a. C. Nadie sabe quién ideó los otros dos monumentos de la antología de Antíprato: los Jardines Colgantes de Babilonia y la pirámide de Guiza. No es lo peor: ni siquiera su condición de elementos extraordinarios les sirvió para burlar el tiempo. Descartando la Gran Pirámide, las maravillas restantes han quedado reducidas a polvo y, en el mejor de los casos, a polvo de museo y biblioteca —esos otros garantes de la inmortalidad—, porque su memoria aún aletea en fragmentos que pueblan anaqueles o viejos legajos. Mejor suerte han corrido los autores de otros monumentos. La Columna de Trajano y la Torre Eiffel hablan por sí solas. Otros ilustres han dejado su nombre en accidentes geográficos, como Magallanes con su estrecho, y no faltan especies animales con el apellido de quien las clasificó. Existen los glomérulos de Malpigio, un cintu­rón de Kuiper y… el turnedó Rossini. Cuando Gilgamesh regresa a la ciudad de Uruk, entelerido por saberse mortal, recobra de pronto el ánimo: vivirá en la memoria de las gentes gracias a la ciudad que mandó construir y que, ella sí, vencerá al tiempo.

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Autor: Javier Mina. Título: En busca de la inmortalidad. Editorial: Berenice. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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