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La fiesta en el jardín, de Katherine Mansfield

La fiesta en el jardín, de Katherine Mansfield

La fiesta en el jardín (Nordica Libros) reúne dos de los mejores relatos de Katherine Mansfield (1888-1923). El que da título al libro y «La señorita Brill». Así comienza el primero: «Y hacía un tiempo ideal. No habrían encontrado un día mejor para celebrar una fiesta en el jardín, ni si lo hubiesen encargado. Sin viento, cálido, ni una nube en el cielo. Solo velaba el azul una tenue bruma dorada, como ocurre a veces a inicios del verano”. Dos relatos que puede leerse como una introducción a la genial obra de la escritora neozelandesa. Si por algo se caracterizan las historias de Katherine Mansfield es por la delicadeza que transfiere a sus personajes y su habilidad para condensar en gestos e imágenes una pluralidad de conciencias y sentimientos.

Zenda publica el comienzo del primer relato.

Y hacía un tiempo ideal. No habrían encontrado un día mejor para celebrar una fiesta en el jardín ni si lo hubiesen encargado. Sin viento, cálido, ni una nube en el cielo. Solo velaba el azul una tenue bruma dorada, como ocurre a veces a inicios del verano. El jardinero, que se había levantado al amanecer para cortar y rastrillar el césped, había dejado resplandecientes la hierba y los rosetones oscuros y chatos donde antes estaban las margaritas. En cuanto a las rosas, daba la sensación de que sabían muy bien que eran las únicas flores capaces de impresionar a los invitados; son las únicas flores que todos conocen. Cientos, sí, literalmente cientos se habían abierto durante la noche; los verdes rosales se doblegaban bajo su peso como si los hubiesen visitado unos arcángeles.

No habían terminado de desayunar cuando llegaron los hombres que iban a levantar la carpa.

—¿Dónde quieres que la pongan, mamá?

—Querida mía, no hace falta que me lo preguntes. Este año he decidido dejarlo todo en vuestras manos. Olvidad que soy vuestra madre y tratadme como a una invitada de honor.

Pero Meg no podía atender a los trabajadores. Se había lavado el pelo antes de desayunar y tomaba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y la chaqueta de un quimono.

—Tendrás que ir tú, Laura, que eres la más artística.

Y allá fue Laura, con su pan con mantequilla en la mano. Era fantástico tener una excusa para comer fuera, y además le encantaba organizar las cosas; siempre le parecía que lo hacía mejor que nadie.

Cuatro hombres en mangas de camisa aguardaban en el sendero del jardín. Llevaban postes cubiertos con rollos de lona y unas grandes bolsas de herramientas les colgaban del hombro. Estaban impresionantes. Laura deseó no llevar en la mano aquella rebanada de pan con mantequilla, pero no sabía dónde dejarla y no le parecía bien tirarla sin más. Se ruborizó e intentó adoptar una expresión severa, e incluso algo miope, mientras se acercaba.

—Buenos días —dijo, imitando la voz de su madre. Pero sonaba tan espantosamente afectada que se avergonzó, y balbució como una niñita—: Hum…, haaan…, ¿han venido por el asunto de la carpa?

—Pues sí, señorita —dijo el hombre más alto, un tipo larguirucho y pecoso que se cambió la bolsa de hombro, se echó hacia atrás el sombrero de paja y le sonrió—. Por ese mismo asunto.

Su sonrisa era tan espontánea y amable que Laura se sintió mejor. Qué ojos tan bonitos tenía, ¡pequeños, pero de un azul tan intenso…! Y luego vio que los demás también sonreían. «Anímate, que no mordemos», parecían decirle con su sonrisa. ¡Qué trabajadores más agradables! ¡Y qué mañana tan preciosa! Pero no debía mencionar la mañana; tenía que parecer profesional. La carpa.

—¿El prado de los lirios? ¿Servirá?

Y señaló el prado con la mano que no sostenía la rebanada de pan. Ellos se volvieron y miraron en aquella dirección. Un hombrecillo gordo torció el labio inferior y el hombre alto frunció el ceño.

—No me gusta, apenas se ve —le dijo, y se volvió para hablarle con su naturalidad característica—. Verá, lo que interesa con las carpas es ponerlas en un sitio que se vea mucho, como un buen bofetón en los ojos, no sé si me entiende.

La educación que Laura había recibido le hizo preguntarse si era respetuoso que un trabajador le hablase de aquel modo; pero entendió muy bien lo que le decía.

—En un rincón de la pista de tenis —sugirió—. Pero la orquesta ocupará el otro extremo.

—Caray, conque hasta tendrán orquesta, ¿eh? —dijo otro trabajador. Era pálido y escrutó la pista de tenis con expresión exhausta. ¿Qué estaría pensando?

—Será una orquesta muy pequeña —dijo Laura con suavidad. Si la orquesta era pequeña, quizá a aquel hombre no le importase tanto.

Pero entonces intervino el hombre alto.

—Mire, señorita. Ese es un buen sitio, delante de aquellos árboles. Allí se verá bien.

Delante de los karakas. Pero entonces no se verían, y eran unos árboles tan hermosos, con sus amplias hojas lustrosas y sus racimos de fruta amarilla… La clase de árboles que imaginamos en una isla desierta, altivos y solitarios, con sus hojas y frutos alzados al sol en una suerte de silencioso esplendor. ¿Y tenía que ocultarlos una carpa?

Pues sí. Los trabajadores ya se habían cargado los palos al hombro y se dirigían hacia allí. Solo se había rezagado el hombre alto. Se inclinó, pellizcó una ramita de lavanda, se llevó el índice y el pulgar a la nariz y aspiró el aroma. Al ver el gesto, Laura se olvidó por completo de los karakas, maravillada de que a aquel hombre le interesaran cosas así, que le gustara el aroma de la lavanda. ¿Cuántos, entre sus conocidos, habrían hecho algo semejante? Qué trabajadores tan extraordinarios, pensó. ¿Por qué no podía tener como amigos a trabajadores como aquellos, en lugar de los muchachos bobos con los que bailaba y que venían a cenar los domingos? Ella se llevaría mucho mejor con hombres así.

La culpa de todo, decidió mientras el hombre alto dibujaba algo en el dorso de un sobre, algo que tenía que serpentear hacia arriba o caer colgando, la tenían esas absurdas distinciones de clase. Pues bien, en lo que a ella concernía, no le importaban. Ni un poco, ni un ápice. Y entonces oyó los golpes de los martillos en la madera. Un hombre silbaba, y otro preguntó:

—¿Todo bien por allí, compadre? ¡Compadre! La cordialidad del término, la…, la… Solo para demostrar lo contenta que estaba, para demostrarle al hombre alto lo cómoda que se sentía y cuánto despreciaba las convenciones estúpidas, Laura dio un gran bocado al pan con mantequilla mientras observaba el dibujito. Se sentía como una trabajadora más.

—¡Laura, Laura! ¿Dónde estás? ¡Teléfono, Laura! —gritó una voz desde el interior de la casa.

—¡Ya voy!

Y allá fue, deslizándose prado abajo, sendero arriba, a través de la terraza y porche adentro. En el zaguán, su padre y Laurie cepillaban sus sombreros antes de dirigirse al despacho.

—Oye, Laura, ¿podrías echar un vistazo a mi chaqueta antes de la tarde? Por si hay que plancharla —dijo Laurie muy deprisa.

—Pues claro. —De pronto, sin poder contenerse, se acercó a Laurie y le dio un rápido abrazo—. Me encantan las fiestas, ¿a ti no?

—Mu-cho —respondió Laurie con su cálida voz de muchacho, y también abrazó a su hermana, y luego le dio un empujoncito—. Corra al teléfono, señorita.

¡El teléfono!

—Sí, sí. Faltaría más. ¿Kitty? Buenos días, querida. ¿Vienes a almorzar? ¿Sí? Ven. Yo encantada, por supuesto. Será una comida improvisada, solo restos de emparedado y de merengue, y otras sobras. Sí. ¿No hace una mañana perfecta? ¿El blanco? Sí, póntelo. Espera un momento, mi madre me está hablando. —Y Laura se apartó del aparato—. ¿Qué dices, mamá? No te oigo bien.

La voz de la señora Sheridan flotó escalera abajo.

—Dile que se ponga ese sombrero precioso que llevaba el domingo pasado.

—Dice mi madre que te pongas ese sombrero precioso que llevabas el domingo pasado. Bien. A la una. Adiós.

Laura colgó, levantó los brazos, respiró hondo y los estiró antes de dejarlos caer. «Uf», suspiró, y en cuanto acabó de suspirar se enderezó rápidamente. Aguzó el oído. Daba la impresión de que todas las puertas estaban abiertas y de que la casa estaba llena de voces apresuradas, de pasos suaves y rápidos. La puerta de paño verde que conducía a las regiones de la cocina se abrió y volvió a cerrarse con un ruido sordo. Y luego oyó un sonido absurdo, similar a una risita sofocada. Estaban desplazando el pesado piano sobre sus rígidas ruedecillas. Y ¡aquel aire! ¿Era el aire siempre así? Unas brisas tenues jugaban a perseguirse: entraban por lo alto de las ventanas y salían por las puertas. Había dos manchas de sol chiquitinas, una sobre el tintero y otra en el marco de plata de una fotografía. Unas manchitas preciosas, sobre todo la de la tapa del tintero. Era muy cálida, una cálida estrellita de plata. Sintió el impulso de besarla.

Sonó el timbre y luego oyó en la escalera el frufrú de la falda estampada de Sadie. Una voz masculina murmuró algo, y Sadie respondió con despreocupación:

—Pues la verdad es que no lo sé. Espere, preguntaré a la señora Sheridan.

—¿Qué ocurre, Sadie? —dijo Laura, entrando en el vestíbulo.

—Es el florista, señorita Laura.

En efecto, allí, en el zaguán, había una gran bandeja con macetas de lirios rosados. Ninguna otra flor. Únicamente lirios de grandes flores rosadas, abiertas, radiantes, casi espantosamente vivas en sus tallos de un carmesí intenso.

—¡Ay, Sadie! —dijo Laura, y la exclamación fue como un pequeño gemido. Se agachó, como si quisiera calentarse al fuego de los lirios; los notó en sus dedos, en sus labios, creciendo en su pecho—. Será una equivocación, nunca hemos pedido tantos. Ve a buscar a mi madre, Sadie.

Pero justo entonces apareció la señora Sheridan.

—No pasa nada, los he pedido yo —dijo tranquilamente—. ¿A que son divinos? —Apretó el brazo de su hija—. Ayer pasé por la tienda y los vi en el escaparate. Y pensé que, por una vez en la vida, iba a tener todos los lirios que me viniese en gana. La fiesta del jardín será una buena excusa.

—Pero si habías dicho que no te entrometerías —dijo Laura.

Sadie se había marchado. El empleado de la floristería esperaba en la furgoneta. Laura pasó un brazo por el cuello de su madre y muy, muy suavemente, le mordisqueó la oreja.

—Mi querida niña, no te gustaría tener una madre lógica, ¿verdad? No hagas eso, que viene el empleado.

El hombre de la floristería regresó con otro capazo lleno de lirios.

—Póngalos todos juntos a ambos lados del porche, por favor —indicó la señora Sheridan—. ¿Te parece bien, Laura?

—Sí, mamá.

En la sala, Meg, Jose y el bueno de Hans habían conseguido mover el piano.

—Podemos acercar el sofá a la pared y sacar el resto de los muebles, menos las sillas. ¿Qué te parece?

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Autora: Katherine Mansfield. Traductora: Magdalena Palmer. Ilustradora: Carmen Bueno. Título: La fiesta en el jardín. Editorial: Nordica Libros. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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