Hace 25 años ganó el Premio de la Crítica en Cannes la película Amores perros, una historia que nació a partir de un guión co-alumbrado por Guillermo Arriaga. Para entonces Arriaga, contador de historias, había publicado tres novelas. La escritura para cine le sedujo y en poco tiempo escribió los guiones de 21 gramos y de Babel. Esta tríada cinematográfica (“Trilogía de la muerte”) —dirigida por González Iñárritu— puso sobre el mapa la pluma de un escritor que llevaba mucho tiempo enseñando a los demás a dejarse atrapar por las historias.
La épica de El Hombre no viene dada por la construcción del imperio de Henry Lloyd, o por dejarnos deslumbrar por los mimbres sobre los que el capitalismo moderno se sostiene. Ni siquiera procede del eterno enfrentamiento entre la domesticidad y lo salvaje (que se perpetúa en estas páginas). La grandeza de El Hombre asalta al lector cuando termina cada episodio, cuando viaja entre el siglo XIX y la contemporaneidad, cuando se deja salpicar por el sudor del enfrentamiento con los apaches o percibe bajo su lengua la herrumbre de la sangre seca bajo el sol.
La épica de este texto proviene de una historia que nos es tan extraña como propia. Tras cada página de El Hombre encontramos amor, deseo y amistad. En cada capítulo de esta novela, en cada una de sus historias, sentimos coraje, abrazamos el fervor de la venganza y la nostalgia por un futuro próspero que está lejos de producirse. Esa melancolía por lo que está por llegar atañe la vida de Jack Barley y, al otro lado del espejo, se vislumbra en el horizonte de Lloyd cuando advierte que la sombra de su enemigo Barley acecha sus pasos.
La gloria de este texto está en el poso que deja al lector, cuando al cerrar el libro mira sus uñas por si quedaron, bajo ellas, restos de sangre o tierra, o se pasa la mano por el cuello para secar el mínimo hilo de sudor, o mira a su alrededor tratando de averiguar si lo atraparon en un sonrojo.
La épica de El Hombre viene de la trascendencia de una historia que nos permea desde las primeras páginas, pues —aunque no provengamos de África ni nuestro destino sea la esclavitud, o no hayamos tenido que enfrentarnos a la incomprensión en torno a un vientre vacío como Virginia (o a uno lleno como el de la madre de Rodrigo), ni hayamos luchado hasta el denuedo para proteger la tierra que atesoró los días de nuestra infancia— las poderosas voces de estos personajes nos horadan sin compasión.
En su melancolía, su deseo, su arribismo, sus miedos, en los pasos a veces torpes y otras decididos de sus personajes, en su violencia, su sexo y su sangre, en despojarse de todo lo que alguna vez creímos importante, nos vemos reflejados. Hacemos propias estas historias que se nos antojaron extrañas hasta que Arriaga tornó Pirandello, reuniendo estas voces en un viaje al pasado y a nuestras entrañas, hasta que se rindió —dócil su escritura y su mirada— y se dejó engullir por la historia de Henry Lloyd.
El Hombre es la epopeya literaria de la temporada y, aunque prometí al autor no hablar en estos términos, la excelencia de su trabajo narrativo refuerza esta afirmación. El inusitado afán de Arriaga por crear un lenguaje propio para cada personaje permite que, sobre el papel, se erijan más personas que personajes, consigue con esta desollada orfebrería estilística que la novela más que de ficción se llene de vida, que esta edición de Alfaguara sea la excusa para obligarnos a leer (y vivir) sin aliento.
Nos reunimos con el escritor en la sede de su editorial. En medio de la vorágine promocional descubriremos cómo es posible que en esta comunión de vidas fragmentadas sigan resonando ecos de García Márquez, Hemingway o Faulkner días después de haber terminado su lectura.
***
—¿De dónde salió esta historia?
—Es una historia que siempre quise contar. Salió de muchos lados, de muchas pasiones. Desde niño he estado viendo la frontera, y cuando vas a la frontera y cruzas a pie el puente y conoces eso, se empieza a crear una mitología personal dentro de mí.
Era territorio apache, donde había cacería. Encontré puntas de flecha. Aunque suena cacofónico, encuentras puntas de flechas a la flecha. Ese mundo me fascinó. De niño, desde muy chiquito, fui muy nacionalista, y me daba mucho coraje que México hubiera perdido la mitad del territorio. Entonces una cosa llevó a los negros mexicanos. México no es un país con negros: hay dos centros poblacionales. No son negros traídos a México, sino esclavos que huyeron desde Estados Unidos a principios del siglo XIX. Conocer eso, conocer el mundo apache, conocer la frontera… poco a poco fue trayendo la novela. Leí a Rulfo, leí a Martínez Guzmán… ¿Lo has leído? Fue secretario particular de Villa, un tipo muy culto, fundador de las Librerías de Cristal en México y director de los libros de texto gratuitos. El grupo que llegó al poder en la Revolución lo quiso matar y se vino a España. ¿Sabes a qué? A ser el secretario particular de Manuel Azaña. El águila y la serpiente habla de la revolución desde su punto de vista y escribe… La figura de alguien como Pancho Villa me empezó a llamar también la atención. Leí a Rulfo, a Faulkner, con Faulkner dije: “¡No! ¡De aquí soy!”. (Risas)
—¿A qué otros escritores les reza a la hora de escribir? ¿Quiénes son sus referentes?
—Pío Baroja siempre fue un personaje muy importante en lo mío, por lo tanto Hemingway. Por razones varias, Sor Juana Inés de la Cruz, mi padre es sorjuanista. Esos y Shakespeare.
—¿Henry Lloyd se mueve más por venganza o por codicia?
—Creo que su fundamento es la codicia. Es un tipo con una ambición desmedida.
—Esta es una novela monumental que nos narra la construcción de un estado moderno, también de un modelo de economía —el capitalismo—, y también es monumental porque ha creado una docena de personajes (no ha dejado ningún escalafón social sin tocar) y además a cada personaje le ha creado su propio lenguaje. ¿Cómo ha conseguido crear esta novela? ¿Cómo fue el proceso?
—Esta novela la quise hacer película. Era una historia para película. De hecho, escribí un par de intentos que no pasaron de la página 5. Se la pitché a estudios hollywoodienses que no entendían nada de lo que yo decía. Me iba a sentar a escribir la película y me dije: “¡No! Esto es una novela”. Yo nunca planeo jamás nada, ni desarrollo personajes, ni sé cuál es el final, ni tengo idea de quiénes son los personajes, ni tengo idea de nada. Estaba diciendo en otra entrevista que mi obligación es escuchar la historia. La historia me pidió varias voces, porque sentía que era un personaje muy complejo que no se podía simplemente ver desde un punto de vista. Tenía que verse desde varios puntos de vista y me parecía interesante que tuviera un reflejo y una consecuencia en el mundo actual.
—Entonces, ¿es más brújula o más mapa escribiendo?
—Hay gente que tiene brújula y que tiene mapa, lo decía Marías. Yo me digo: “Voy a ver a dónde llego” (risas). Me meto al bosque y a donde llegue está bien.
—¿Qué quería contar con El Hombre?
—Una historia. Siempre quiero contar una historia. Quería contar la historia de un hombre con una visión de un imperio y lo que tiene que hacer para conseguir eso.
—¿Volverá a intentar el sueño de llevarla al cine? —le interrumpo.
—No lo sé. Creo que la literatura es muy frágil —Arriaga continúa— como para ponerle cargas encima. Creo que cuando quieres dar un mensaje la quiebras. Cuando quieres dar un mensaje moral la quiebras. Entonces para mí lo principal es contar una historia y en el momento de empezar a contar una historia empiezo a encontrar los temas. Sí, quise contar la historia de una fortuna, y de una fortuna con sangre, eso sí lo quería contar. Pero esa es la historia que quería contar. Todo lo demás viene como consecuencia.
—Hace unos años nos dijo que escribiendo Salvar el fuego algunos personajes se le iban revelando. ¿Esta vez también le ha pasado?
—Siempre. En toda mi obra, sin excepción, no tengo idea de qué estoy haciendo. Yo no sabía que había dos esclavos que iban a hablar, que uno había estado casado, no sabía que se volvía a casar. No tenía idea de nada. No sé si has visto a Jimi Hendrix tocar el himno de los Estados Unidos en Woodstock.
—No.
—¿Quieres verlo? Esto marcó mucho la forma en que yo escribo —G. Arriaga pone el vídeo de la actuación en su teléfono. Continúa la conversación al terminar de verlo—. Esto es lo que quiero hacer yo. Esto me marcó en la vida. Eso he tratado de hacer siempre que escribo: una nueva interpretación de la nada.
—¿Cree que ha existido algún Henry Lloyd de verdad?
—Sí, claro. Creo que hay muchos por todos lados.
—¿A qué político le daría a leer este libro?
—(Risas) Los políticos, por lo que sea, no sé si leen. ¿No?. Se lo doy al que le apetezca y lo quiera leer.
—Ha escrito, dice, esta novela del tirón prácticamente. En principio iba a ser un guión, no sabe aún si lo intentará llevar al cine. ¿Qué proyectos tiene sobre la mesa?
—Promoción del libro. Me aterró mucho desde que terminé el libro hasta que comenzó la promoción que pasó como un mes y medio. Dije: “Por primera vez sé lo que se siente ser jubilado. ¡Horrible!”. No quiero ser así nunca. No sé por qué nadie quiere ser jubilado. No puedo concebirlo. Es aburridísimo. Ojalá ya empiece a escribir porque si no, me voy a volver loco.
—Ambición, odio, reacciones viscerales, carnalidad, fiereza, brutalidad. Es una novela muy honesta, muy ruda. ¿A qué huele El Hombre?
—Creo que huele definitivamente a sangre, huele a desierto, huele a sudor, huele a adrenalina, huele a testosterona. Huele a muerte, a cadáver, huele a dinero. También huele a amor, solidaridad, bondad, lealtad.
—¿Cuál fue la mayor dificultad a la hora de escribirlo?
—Encontrar los tonos de cada personaje y que cada personaje tuviera una vida propia, que no solamente fuera una vía para contar a Lloyd sino que tuvieran dentro de sí mismos una vida propia. Eso fue difícil.
—¿Cree que es la novela de su vida?
—Ojalá no. Si ya escribí la novela de mi vida, ¿qué voy a hacer el resto de mi vida?
—Cazar.
—No. Creo que siempre un escritor tiene el anhelo de escribir la novela de su vida. Si esta es la novela de mi vida, ¿para qué escribo otra? No, no, no. Que sea la novela de mi vida, ¡es como una maldición!
—Que sea de la vida de muchos lectores.
—Eso sí. Me encantaría que los lectores la vieran como una novela que les marca, se les queda. Eso sí. Esa es mi esperanza.
—Fue Premio Alfaguara. ¿Cuánto pesa un reconocimiento como este a la hora de escribir?
—No pesa nada, pero da una felicidad inmensa. En la vida sí pesa, en el trabajo no. Si estoy pensando que me gané el Premio Alfaguara, ¿qué voy a escribir? ¡Me voy a paralizar! Fue como ganar la Copa del Mundo de Fútbol. ¡No tienes idea de la felicidad que me dio! Siempre me lo quise ganar. Habérmelo ganado me da tristeza…
—Igual lo puede ganar otra vez —le interrumpo.
—No. Ya no.
—¿No se puede?
—No se puede. Antes sí, pero ya no. Me da tristeza —continúa— que mi padre ya no viviera cuando lo gané. Espero que en algún lugar se alegre.
—¿Siempre ideó que el propio personaje de Lloyd, al construirse, acabaría consigo mismo?
—No. Me sorprendo de lo que escribo. A veces llego a la ridícula creencia de que no soy yo quien escribe. Faulkner lo decía. No sé de dónde salen mis historias. Son un misterio.
—¿Cree que algún Lloyd se ha planteado alguna vez si estaba en el lado erróneo de la Historia?
—No. Él está construyendo la Historia. Él es la Historia. Está construyendo un país.
—Hace tiempo nos dijo que la literatura debe empujar los límites hasta donde pudiera. ¿Qué es para usted escribir?
—Alguna vez le pregunté a Álvaro Mutis para qué escribía. Para que me lean, me contestó. Creo que es lo que hacemos todos los escritores. Cuando García Márquez dijo: “yo escribo para que me quieran”, pensé: “¡Qué cursi!” Pero tiene parte de razón. Escribes porque quieres que la gente te reconozca, se emocione con tu obra.
—¿Cuál diría que es el enemigo del escritor?
—La desidia, la falta de rigor, la falta de humildad. La falta de rigor, porque mi obra va a trascender mi vida, creo que va a permanecer. No entiendo por qué hay escritores que no corrigen. ¡Compadre, no! Hemingway dijo: “El primer tratamiento de cualquier cosa es siempre una mierda: trabájale, límpiale, échale ganas”. Me sorprende que un autor diga: “Acabo de escribir una gran novela”. ¿Cómo te atreves? En vez de eso di: “Escribí la novela que pude escribir”, y deja que los demás digan si es grande o pequeña. Pero tú decirlo… ¡me parece terrible! Hay escritores que dicen: “Soy, por mucho, el mejor escritor vivo en español”. Yo jamás diría una cosa como esa. Me aterra decir una cosa como esa ¿Quién te crees para decir eso? Casualmente quienes han dicho eso son a quienes peor les va en los libros.






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