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Ignorancia, de Peter Burke

Ignorancia, de Peter Burke

A muchos no les sorprenderá descubrir que el progreso no es el resultado de la inteligencia humana, sino precisamente de lo contrario: de su estupidez. Peter Burke defiende esta tesis y además lo hace con ejemplos concretos, fechas exactas y nombres propios, demostrando de este modo que la ignorancia sigue siendo el motor de la Historia.

En Zenda reproducimos un fragmento de Ignorancia. Una historia global, de Peter Burke (Alianza).

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La ignorancia de los primeros gobernantes modernos

La gente de a pie padece de ignorancia política, pero no son los únicos. Los gobernantes también ignoran a menudo muchas cosas que deberían saber. Uno de los motivos es la distancia social: desde la cima, las clases bajas son casi invisibles. Por ejemplo, Eduardo Suplicy, que es miembro de la clase gobernante brasileña y del Partido de los Trabajadores, no supo responder cuando Boris Casoy, un conocido presentador, le preguntó en una entrevista televisada por el precio de una barra de pan.

En los primeros tiempos de la Europa moderna, el problema de la ignorancia de los gobernantes se exacerbó porque el gobierno era un negocio familiar en el que los miembros más jóvenes aprendían el negocio, no de una manera formal, sino con el ejemplo y consejo de los mayores, que luego podían seguir o no cuando llegaran al trono. Algunos reyes no mostraron el menor interés en informarse sobre sus reinos; preferían ir de caza. De hecho, cuando los diplomáticos extranjeros querían hablar de negocios con un monarca concreto (digamos Francisco I o Jaime I), a veces tenían que ir a verlos al bosque. Se podría decir que estos gobernantes tomaban las decisiones políticas en el tiempo que les dejaba libre la caza, no al revés (se ha dicho que Jaime «se pasó media vida cazando»).

A los gobernantes más concienciados les costaría conseguir la información que necesitaban. Si prestaban atención a una fuente concreta de información les quedaría muy poco tiempo para las demás. El emperador Carlos V se pasó buena parte de su vida viajando entre sus diferentes dominios europeos, en parte porque se sentía obligado a ver en persona cómo vivían sus súbditos. El inconveniente de estar sobre el terreno es que al emperador le quedaba poco tiempo para leer los papeles oficiales, entre ellos, las cartas que le enviaban desde sus dominios en el Nuevo Mundo para informar sobre la situación allí. Por necesidad, ignoraba buena parte de lo que sucedía en su imperio. Cuando fue elegido emperador a los diecinueve años, el canciller le aconsejó que «para actuar con premura y no mantener en la espera a los que aguardan una decisión, su majestad tiene que atender a tres o cuatro asuntos por la mañana mientras se levanta y lo visten». No se sabe si el joven siguió el consejo o no, pero tres o cuatro asuntos no eran nada en comparación con las crecientes exigencias del imperio.

En cualquier caso, el emperador no estaba preparado para trabajar a tiempo completo. A él también le gustaba cazar. Como dijo su abuelo, el emperador Maximiliano I, fue una suerte que Carlos disfrutara de la caza desde muy temprana edad, «o de lo contrario se habría podido pensar que era un bastardo». Cumplidos ya los treinta, «la cetrería, y sobre todo la caza, podían hacer que Carlos no se acercara a su escritorio en muchos días». A los cuarenta, el emperador confesó que «nos pasamos el día cazando y entre halcones». También encontró tiempo para otros deportes. En una ocasión, tuvo esperando al embajador de Inglaterra un día entero porque estaba jugando al tenis.

Buena parte de los asuntos oficiales quedaban en manos de secretarios como Francisco de los Cobos, capaz de «leer, abrir, y resumir miles de cartas dirigidas a Carlos […] y preparar respuestas para que su señor las aprobara y firmara». Como le dijo el confesor de Carlos en cierta ocasión, «Cobos sabía compensar vuestra negligencia». Pero, a medida que crecía el imperio de Carlos, hicieron falta más ayudantes que se repartieran este trabajo. Nicolás de Granvela se encargó del norte de Europa; Cobos, del Mediterráneo y las Américas, y Juan Vázquez, su sobrino, de los asuntos españoles. Carlos conocía el riesgo de depender de sus ayudantes, y habló a su hijo Felipe de las «animosidades y alianzas», igualmente peligrosas, además de avisarle de que todos los ministros «acudirán a ti a escondidas para convencerte de que confíes solo en ellos». Pero, con el creciente volumen de trabajo, el emperador no tenía elección.

Felipe II de España, hijo de Carlos, subió al trono en 1558 y fue uno de los monarcas más entregados de su tiempo. Tomó una decisión contraria a la de su padre, y a su propio hijo le diría que «viajar por el reino no es útil ni decente». Felipe prefería leer y escribir comentarios en los márgenes de los miles de papeles que le mandaban (han sobrevivido más de diez mil documentos enviados a él). Se solía pasar ocho horas al día detrás de su escritorio, y también leía documentos en la cama y, cuando viajaba con su familia en barco por el río Tajo, se llevaba una mesa pequeña para trabajar. Fue una de las primeras víctimas de la «sobrecarga de información», esclavizado por «esos diablos, mis documentos».

Felipe era —o se convirtió en— un perspicaz analista de las situaciones políticas, pero su punto débil, como en el caso de muchos gobernantes de la Alta Edad Moderna, eran las finanzas. Su gobierno no habría podido funcionar sin préstamos, sobre todo de los banqueros de Génova, pero el rey confesó su analfabetismo financiero: «Nunca he sido capaz de entender todo esto de los préstamos y los intereses», dijo, y añadió: «Soy un completo ignorante en estos asuntos. No puedo distinguir un buen informe sobre finanzas de uno malo, y tampoco quiero romperme la cabeza tratando de entender algo que ni comprendo ahora ni he comprendido jamás». Es decir, no quería saber nada de economía.

En ese sentido, Felipe no era ningún excéntrico, sino un ejemplo típico de monarca de la Edad Moderna, que compartía con los nobles la idea de que ganar dinero, ahorrar y hasta pensar en esas actividades era indigno para personas de su posición. El dinero era para gastarlo, para exhibir su magnificencia. Aunque el joven Luis XIV tenía un ministro, Jean-Baptiste Colbert, que lo convenció para que llevara en el bolsillo un librito de cuentas, y hasta escribió a su madre acerca de «los placeres que se encuentran en las finanzas», el monarca abandonó esta costumbre tras la muerte de Colbert. Al parecer, «prefirió la ignorancia».

Las muchas horas que Felipe se pasó tras su escritorio fueron un punto fuerte de su reinado, pero también un punto débil. El rey se mantuvo virtualmente encerrado en el palacio de El Escorial, a más de cincuenta kilómetros de Madrid, donde pasó cada vez más tiempo desde 1566 hasta su muerte en 1598, casi aislado de la sociedad que gobernaba, igual que los gerentes de las organizaciones burocráticas descritas por Michel Crozier en el capítulo 3.

Un cuento de hadas que se repite en buena parte del mundo revela el conocimiento general sobre el problema del aislamiento de los monarcas. Harún al-Rashid en Bagdad, Enrique VIII en Londres o Iván el Terrible en Moscú deciden disfrazarse y recorrer de noche las calles de su capital para averiguar lo que piensan de ellos las personas corrientes. Si no, ¿cómo lo van a averiguar? No sirve de nada preguntar a sus ministros, porque solo les van a decir lo que creen que quieren oír.

La famosa historia de los «pueblos Potemkin» corrobora o al menos simboliza este tema. Gregorio Potemkin era ministro y amante de Catalina la Grande, emperatriz de Rusia. Se dice que cuando la emperatriz decidió visitar el sur del país en 1787 en una barcaza que bajara por el río Dniéper, Potemkin se aseguró de que solo viera los pueblos más prósperos, para lo que movió de un lugar a otro los edificios, o al menos sus fachadas, y así pudo engañar a su jefa.

Esta historia circulaba ya antes de la inspección imperial, y poco más tarde la repitió un diplomático sajón, Georg von Helbig. El príncipe belga de Ligne, que tomó parte en la visita imperial, desechó aquella «historia ridícula» sobre «edificios de cartón», pero era consciente de que «a la emperatriz solo le enseñaron la cara más bella de las provincias del sur». Por tanto, parece razonable pensar que al menos había una pizca de verdad en la historia, aunque haya sido exagerada, y que Potemkin no fue el único responsable de engañar a Catalina, ya que el gobernador de Járkov y Tula «le ocultó cosas y puede que hiciera construir casas falsas».

De la misma manera, según los servicios de espionaje alemanes, Mussolini fue engañado por sus propias fuerzas aéreas: «en su recorrido estival para inspeccionar los escuadrones de aviación, le enseñaron varias veces los mismos contingentes militares y no se dio cuenta».

Por supuesto, el gobernante podía pagar a informadores para que escucharan las conversaciones en las tabernas y otros lugares públicos, y luego informaran al palacio de lo que habían oído. Pero su información no era de fiar porque se les pagaba por aportar datos de manera regular, tanto si habían escuchado conversaciones sediciosas como si no. En cualquier caso, solo mirar y escuchar por las calles no era suficiente para proporcionar al monarca toda la información necesaria.

Por resumir todo esto con las palabras de James Scott en su estudio clásico Con ojos de Estado: «El Estado premoderno era, en muchos aspectos cruciales, parcialmente ciego; sabía muy poco de sus súbditos, su riqueza, las tierras que tenían, el fruto que daban, dónde se encontraban […]. No tenía nada semejante a un “mapa” de sus tierras y sus gentes». Los gobiernos modernos más tardíos sí disponían de esta información, pero eso, como veremos más adelante, también tiene un precio.

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Autor: Peter Burke. Título: Ignorancia. Una historia global. Traductora: Cristina Macía. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros.

Peter Burke (© Emmanuel College – University of Cambridge)

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