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La bañera de Lee Miller

La bañera de Lee Miller

Había un océano entre la vida cotidiana y la felicidad, y una vez más pude cruzarlo. El azar me permitía de nuevo llenar la maleta con ropa elegante, zapatillas deportivas y libros y desaparecer por un tiempo. Una tarjeta de embarque y un pasaporte actualizado en el bolsillo del abrigo de invierno en Madrid eran una vez más los salvoconductos al sol feliz de la otra orilla. No podía saber que iba a ser la última vez antes de la pandemia mundial.

"En las mujeres valientes la huida hacia delante termina casi siempre en la autodestrucción"

Entrenada desde muy jovencita en caminar por el mundo como si cruzase Sniper Alley, con la sensación saludable de saber que en cualquier momento puedes tener un punto rojo de francotirador en la espalda, no era de extrañar que se me ocurriera hacer aquella foto. Una foto de último día, pensé, de felicidad terminada hasta nuevo aviso, antes de la de vuelta al frío, la soledad y las mentiras. Entré vestida en aquella bañera de un hotel de lujo suspendida en el paraíso y me hice la foto. Sonreí, pero juro por todos los dioses que estaba pensando en ella. Lee Miller jamás sonreía, porque la herida era demasiado grande, porque en las mujeres valientes la huida hacia delante termina casi siempre en la autodestrucción. Lee Miller nunca sonreía, porque había visto demasiados cuerpos destrozados, demasiado sexo en los ojos equivocados, demasiada sangre en el barro. Y porque su boca de diosa griega escondía una dentadura sin posibilidad de ortodoncia.

Lee Miller retratada por Man Ray

Usé las gafas de sol como máscara y sonreí los segundos de espera hasta que saltó el automático. No había allí botas con barro de Dachau ni un uniforme sucio de reportera de guerra, ni un retrato del Führer cuidadosamente colocado para suscitar el horror de las lectoras norteamericanas de Vogue. Pero era, como aquella de Lee, una foto de final. Cuando E. Sherman apretaba el obturador en aquel piso de Múnich, Hitler y Eva Braun se suicidaban junto a sus perros en el búnker de la Cancillería de Berlín. Cuando yo sonreía a la cámara, una ola negra se extendía, letal, desde oriente, esquilmando a la egoísta y superpoblada raza humana.

"Esa mirada aún devuelve cosas que nadie querría ver"

Corría la primavera del 45, la hermosa Lee dormía en la cama del Führer y las tropas de liberación entraban triunfantes en Europa. Se acababa la Segunda Guerra Mundial. Hoy, siete de junio de 2020, miro la foto de mi bañera y juego a trazar geometrías. Estos cuarenta y cinco años de mi vida me han servido para leer algunos libros, vencer algunas tristezas, asumir algunas mentiras, reconocer la escurridiza felicidad, pero sobre todo me ha servido para aprender a mirar. Lee tenía 38 años en aquella foto y su mirada era ya sobrecogedora; la de una mujer derrotada que, si uno se fija, es tan parecida a la de un soldado después de la batalla. Esa mirada aún devuelve cosas que nadie querría ver; aquel soldado quemado en el hospital que le pidió “hazme una foto para ver qué pinta tan graciosa tengo”; apenas un trozo de carne amorfa con un hilo de voz que se apagaría para siempre minutos después; los fantasmas del horror de cuerpos famélicos y ojos de pesadilla en Dachau; las ejecuciones sumarias de hombres arrodillados; aquel guardia de las SS flotando muerto en un canal, al que retrató como si estuviese posando para un cuadro prerrafaelita; o esa primera lluvia de humo, fuego y cuerpos quemados que mucho más tarde supo que se llamaba napalm.

"El tajo en la córnea es similar, como una continuación de la cuchilla de Buñuel"

La chica que sonríe en 2020 en una bañera de lujo en Miami tiene siete años más que la bella Lee y algunas guerras menos, pero el tajo en la córnea es similar, como una continuación de la cuchilla de Buñuel. Mirando esa imagen puedo hoy contar los gritos silenciados; seis millones de infectados por el virus, casi cuatrocientos mil muertos en todo el mundo. “Oscura es ahora la casa donde viven”. Ojalá supera sus nombres para recitarlos hasta el día de mi propia muerte. Los nombres de los muertos de las fosas de Hart Island en Nueva York; los de los féretros aparcados en un garaje subterráneo de Barcelona; los de los sanitarios moribundos y los derrotados por el cansancio y la desesperación en Milán; los que se enfriaban sobre la bella pista de hielo del Palacio de Cristal de Madrid; los que agonizaban, sedados, en las naves prefabricadas del hospital de Wuhan. Son ahora presa de la tierra o las cenizas, del espacio rectangular de una tumba de mármol, como el mármol de esta bañera de la fotografía donde sonríe esa mujer que ya no soy yo.

"La bañera de Lee Miller no es una condecoración victoriosa; ni siquiera es una venganza contra los nazis"

Bañeras y derrotas. Recuerdo a una jovencísima Lee más desvalida que desnuda en una pequeña bañera, fotografiada en plano picado por su padre. Imagino a otra joven hace siglos, en una bañera veneciana, descubriendo la crueldad sencilla y egoísta de los héroes, asombrada por sentirse capaz, por primera vez, de compatibilizar la decepción y el deseo. Aquel momento y aquella bañera la prepararían, como a la bella Lee, para las interminables derrotas en otros campos de batalla: un taxi triste bajo la lluvia regresando de unas horas clandestinas de hotel; las llamadas a la negrura de no tener interlocutor al otro lado; las pulseras de plata, único tesoro, único vínculo, único símbolo, perdidas en la verdad de unas manos enlazadas en un teatro; tantos trenes, aviones, habitaciones construidas en la soledad del cristal oscuro de ventanas que solo devuelven la imagen amarga de quien no querría ser. Una vida de ilusiones y ausencias y soledad y recuerdos rigurosamente organizados en carpetas escondidas en lugares inverosímiles, tan valiosas como el tesoro de Edmundo Dantés, repletas de recortes y noticias y facturas y fechas en servilletas y calendarios con puntos rojos y flores secas, y carteles de no molestar y fotos descoloridas y posavasos y llaves de hotel desmagnetizadas y un agujero de catorce años en el corazón.

Lee Miller retratada por su padre

La bañera de Lee Miller no es una condecoración victoriosa; ni siquiera es una venganza contra los nazis. Mirando sus ojos profundamente tristes tan parecidos a estos que ahora la observan a través del tiempo y las derrotas, con el peso de los 45 años recién cumplidos, comprendo que aquella foto para la que ni siquiera posaba era solo eso: una bañera con agua caliente donde poder frotar la suciedad de la memoria, donde limpiar la tristeza de los miles de muertos, la decepción de las otras miradas y las otras bañeras de su vida; donde intentar recobrar la dignidad de sentirse de nuevo como un ser humano.

Bañera en Miami

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