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La brecha, de Mercedes Valdivieso

La brecha, de Mercedes Valdivieso

Obra inaugural de la literatura feminista latinoamericana, La brecha es una de las manifestaciones más lúcidas y narrativamente eficaces de la subjetividad femenina contemporánea. Con su publicación, la autora pasó a convertirse en una revelación en los medios literarios y periodísticos chilenos, hasta el punto de ver agotada la primera edición del libro sólo unas semanas después de su aparición.

Desde un enfoque ideológico insólito hasta entonces, la obra de Valdivieso fundó una estirpe de escritoras independientes cuyo trabajo contribuye hoy a pensar y visibilizar las condiciones de supeditación de la mujer en la sociedad de nuestros días.

Zenda adelanta un fragmento de la novela de Mercedes Valdivieso (Firmamento).

***

I

Me casé como todo el mundo se casa. Ese mundo de las horas de almuerzo, del dedo en alto, guardián de la castidad de las niñas. Antes de los veinticinco años debía adquirir un hombre —sine qua non— que velara por mí, me vistiera, fuera ambicioso y del que se esperara, al cabo de cierto tiempo, una buena posición: la mejor posible.

Todo el mundo estaba de acuerdo en que un marido era absolutamente indispensable. Yo tenía diecinueve años, voluntad firme, pasión, belleza; un parecido físico extraordinario con mi padre, muerto hacía mucho tiempo; exuberante, de una gran sensualidad.

—Cuando crezca, nos iremos a Europa solos; no existirá mozalbete capaz de usted —me decía él.

Pero se acabó. Verano, sol, y se acabó: invierno. El negro del vestidito de luto se extendió, creció y lo cubrió todo. Tras los baúles, los cuadros amontonados, las ollas vacías, apareció la figura de la abuela materna; no más bolitas, soldados de plomo, patines. Su voz resonó siempre oscura:

—Eres mujer y aprenderás a zurcir y a estar quieta; nadie querrá que a los diez días de casada te devuelvan por inútil.

Los interminables momentos después del colegio con un calcetín en la mano y el duro rostro enfrente.

—¿Puedo ir a jugar con Andrés?

—¿A la calle, como un muchacho? Él puede hacerlo; tú eres diferente. ¡Cómo te pareces a tu padre!

(«¿Cuál será la diferencia? ¿Por qué no se morirá? Él era tan fuerte, tan divertido, y ella es vieja y me odia. Cuando sea grande no tomaré jamás un calcetín»).

Mamá llegaba tarde, cansada; se sentaba frente a nosotros, ausente. Había adelgazado mucho. Andrés corría a su lado.

—¿Están bien?

La abuela advertía:

—No pueden molestar a su madre, trabaja mucho; nadie compra o arrienda casas a la primera. Eduardo, tu padre —mirándome especialmente—, no dejó dinero…

El noventa por ciento de la frase cayó sobre mí.

—¡Dios mío! Si se acabara, también, ¿qué haríamos? Andrés parecía tan débil, necesitaba demasiado de ella; me dolía el pecho de angustia.

Pasaba el año. Frío, calor. Mis primas se hacían vestidos de playa y campo. ¡Playa y campo! En el inmenso hall de la casa de mi abuela paterna conversaban de muchachos, de fiestas, de amigas que no querían. Junto a sus dieciocho y veinte años, mis piernas, de nueve, deseaban alargarse. Agradable casa aquella: olor a pan tostado en el repostero a la hora del té, huevos en el gallinero, queso del fundo; la voz de César, el chofer, en el cuarto de Fresia, la empleada del comedor, y el esperado paseo con mi abuelita en auto, a veces, por las tardes.

Nos despedía desde el coche, frente a nuestra puerta. Ambas viejas señoras se rechazaban fuertemente. Rica, segura, mundana una; empobrecida, amargada la otra. Ambas rezaban a Dios. Jesús me veía coser calcetines en mi casa y robar caramelos en la otra.

(Asomarse al tiempo como a un túnel; se agolpan los rostros, se aprietan los momentos, se condensa la masa del recuerdo. Tan difícil, tanto dolor. ¿Qué camino tomar para soltar la verdad? Angustia, soledad, rebelión. ¿Es absurdo taladrar?).

—¡Qué hermosa es usted! ¡No tiene problemas!

Se ven caras, no corazones…

Toda esa época de los últimos años de colegio, aprontándome para salir a la vida, bullendo ya en ella.

Mamá pesaba con autoridad sobre mis arrebatos de libertad, limitándola con firmeza. Me defendía furiosamente. Los veintiún años —pertenecerme— me parecían tan lejanos como la luna. Comencé, entonces, a pensar en solucionar el problema.

Momentos oscuros de la adolescencia, de sueños sobresaltados. De la atmósfera pía de las monjas, a casa, sin complicaciones religiosas, más bien laica. Mamá, a veces, nos acompañaba a misa y punto. Hasta ahí llegaba su cristianismo. Solía tener frases precisas para referirse a la gente:

—No puede ser bueno, es beato.

Después añadía riendo:

—Por cierto que no se creen beatos, sino creyentes, observantes.

Los despreciaba.

Pero yo era mujer y debía estar entre niñas de mi clase. Los liceos le producían cierto pavor. Jamás se conformó de haber aceptado —por razones económicas— uno de ellos para mí. Murió mi abuela y nuestro nivel de vida mejoró, no demasiado —los herederos eran muchos, siempre en pugna—, y así fui a dar a uno de esos exclusivos colegios de monjas.

Al término de las humanidades, el bachillerato y luego un espacio de tiempo sin forma definida, antesala al matrimonio.

Un día, acompañando a su prima, llegó a casa Gastón, todo un joven y promisorio abogado. Sabía por mi amiga que había obtenido durante todos sus años de Universidad las calificaciones más altas.

Me miró como deben de abrirse los ojos en la luna: atónito. Desde ese momento todo tenía que precipitarse porque la perspectiva de salir de casa me parecía de posibilidades ilimitadas. Bajé la cabeza, me tiré por la ventana, sin pensar que junto a ella estaba la puerta por abrirse.

Ciega entre ciegos.

¿Quién podía dar un consejo y lograr que yo lo escuchara?

Porque intuía que ese mundo que me rodeaba no merecía crédito.

***

Ya marido y mujer. Ofició un arzobispo revestido y solemne; la gente en la iglesia, de pie. El sermón servía de fondo a mis pensamientos: «Ésta es la única vez, si no enviudo, que puedo casarme religiosamente. Pero nunca más intacta».

Saludar después de la función mil rostros curiosos con una leve sonrisa y partir al colegio, a la visita de bodas. Luego la fotografía de novia, la misma que permanece igual en cualquier sitio. Y vestirse en la noche antes de viajar para la «luna de miel».

Partí virgen. Contrariamente a los cuchicheos de la hora del recreo en el colegio o después en el salón, no tuve molestias. Tras un ligero dolor, un atisbo de placer, el primero, in crescendo.

Hacía un tiempo, estando yo de novia, una de mis primas hizo volver los ojos a su hija mientras cambiaba los pañales al niño menor. Recuerdo que me estremecí de ira y se lo reproché en voz baja. Me miró y sus pupilas tenían mil años de espanto, de superstición. El miedo representado por el sexo y transmitido como el pecado original desde antes de nacer. Sexo, demonio, ¿por qué?

Aquella parienta de mi marido, exclamando con los ojos cerrados en su noche de bodas: «¡Señor, por mis pecados lo ofrezco!».

En la escala ascendente del placer resonó como una nota en falso aquella frase que mi marido repetiría durante años, gimiente y triunfal:

—¡Mía! ¡Eres mía!

La débil posesión a través del sexo.

Durante esa primera noche corrió el tren hacia el Sur. Rendidos con la fatiga de aquel largo día, estábamos caídos sobre las sábanas. De vez en cuando, al cruzar una estación a menor velocidad, entraba por la ventanilla la luz amarilla de los faroles moribundos en los andenes. Después, verde, azul, oro: árboles, cielo, sol.

El agua de los lagos era tibia. Nadábamos hasta muy adentro.

—¡Te gané, ya estás cansada!

Yo apretaba los dientes y volvía hacia la orilla. Jamás aceptaría supremacía de ninguna clase. La competencia surgía como un duende con las manos escondidas en la espalda. En los años que vendrían las iría mostrando poco a poco. Entre los dedos, dados marcados.

Escapé a la realidad. Magníficos hoteles, comidas, grandes propinas, y no éramos ricos, por supuesto. Una tarde formamos grupo con otra mesa vecina. Buena orquesta, pastos sin una arruga cercando la pista negra. Bailé con un muchacho alto, que me gustó por su agilidad. Después de movernos disparatadamente un rato, pegó su cuerpo al mío con avidez. Conservé las apariencias manteniendo aparte la cabeza. Sentía dos ojos maritales sobre mí y resultaba divertido. La ropa de verano era demasiado gruesa sobre la piel, los descubrimientos seguían siendo maravillosos. Acostumbrada a beber poco, había comenzado a tomar licores dulces, los únicos posibles. Miré el rostro tostado, los labios sedientos de mi compañero.

¿Cómo sería el whisky?

Aquella noche no bajamos a comer. Los celos enloquecieron a Gastón. Oí una y otra vez su gemido:

—¡Mía, mía, mía!

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Autora: Mercedes Valdivieso. TítuloLa brechaEditorial: Firmamento. Venta: Todos tus libros y Casa del Libro.

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