Inicio > Libros > Adelantos editoriales > La fabula mística, de Vicente Fatone

La fabula mística, de Vicente Fatone

La fabula mística, de Vicente Fatone

Vicente Fatone (Buenos Aires, 1903‑1962) es una figura de primera magnitud de la filosofía en español del siglo XX. Especializado en el pensamiento de la India, pero también en la lógica, el existencialismo o la mística, su aportación, incomprensiblemente olvidada, es rescatada en esta edición de sus textos esenciales preparada por Juan Arnau. El presente volumen recoge íntegras obras principales para adentrarse en el cuerpo central de su pensamiento: Sacrificio y gracia: De los Upanishads al Mahayana (1931), Introducción al existencialismo (1953), Filosofía y poesía (1954), El hombre y Dios (1955) y Temas de mística y religión (1963). A ello se suma una breve pero significativa muestra de su labor periodística, que incluye sus colaboraciones en la revista Sur, fundada por Victoria Ocampo. De prosa brillante y profunda, Fatone siempre fue partidario de una “inteligencia de la vida” que permita “comunicar el conocimiento espiritual demostrándolo en conceptos, mostrándolo en sentimientos y ejemplarizándolo en acciones”.

Zenda adelanta uno de los artículos incorporados en el extenso volumen La fábula mística: Textos esenciales de Vicente Fatone, publicado por la Fundación Santander.

***

LA LEY DEL DÍA Y LA PASIÓN POR LA NOCHE

Yo he venido a mí mismo de la noche. Quiero, sin embargo, realizarme en el día, construir mi existencia coherentemente, escuchar los dictados de la razón que se sabe o se cree autónoma, imponer orden a esta apariencia de caos, cifrar mi pensamiento y mi conducta en lo claro y lo distinto, disciplinar la diversidad en una trama de relaciones precisas, insertar lo efímero en la serie de un único proceso infinito, convertir lo cotidiano en momento de la historia. Esta es la ley del día. Necesito, para serle fiel, creer en el tiempo e ignorar la muerte. Hombre del día, hombre lúcido, me negaré a traicionar a la vida, aunque para ello tenga que renegar de la potencia oscura que me gesto no sé cómo ni cuándo y desde la cual he venido a mí mismo. Esa noche amenaza constantemente hundirme en el absurdo, donde ninguna relación es posible, donde toda formula carece de sentido, donde no hay misiones que cumplir ni fines que alcanzar. La tierra, la madre, la sangre, la raza, son las fuerzas que quieren arrastrarme al abismo. Necesito liberarme de ellas y de todo vinculo que no alcance a comprender.

Ser un asceta. Esa sería mi mejor defensa contra la noche. Las fuerzas que me arrastran hacia abajo quedarían anuladas. Pero ¿no me expongo, entonces, a perderme en el puro día de una plenitud abstracta? Liberado de todo vínculo, ¿no reniego de la ley del día, que me exige crear en el tiempo, construir en él? Retrayéndome, ¿no me hundo en la noche? Los ascetas traicionan al día. No creen en el progreso ni en la historia; no creen en las obras del tiempo; no creen en el día al que pretenden permanecer fieles. Los ascetas condenan, por ilusorias, las promesas de la existencia. (Schopenhauer, llorando ante el retrato del fundador de la Trapa y preguntándose si no sería esa la solución, se abandonaba a las fuerzas oscuras. Los “iluminados”, los “sublimes despiertos”, los sacerdotes del orden de Melquisedec, sin padre, sin madre, sin genealogía, todos los que se substraen a la existencia en el tiempo, ¿no se entregan, por eso mismo, a la noche?) Si quiero cumplir la ley del día, no puedo buscar la verdad fuera del tiempo, ni la espiritualidad fuera del mundo. Cuando de esa manera creo reaccionar contra la noche, la estoy sirviendo. En el ascetismo, el día ha dejado de ser para mí la ley: me ha vencido la pasión por la noche, que quiere hallar el ser fuera de la existencia.

La pasión por la noche no necesita, porque es pasión, justificarse: se cierra a cuanto el día quiera mostrarle. Aspira también, como el día, a cumplirse, pero perdiéndose en la familiaridad con la muerte, en el tormento y el misterio. No es ni puede ser una pasión determinada: es la indeterminación misma, la subversión total de la existencia. El día puede sospechar que no lo es todo; pero la noche, ciega, nada sospecha más allá de su caos. El día puede admitir la posible verdad de la noche; la noche está ahí, forzándole a reconocer que solo no lo es todo, a dudar de sí mismo y hasta a presentir que todo es otra cosa. Yo puedo, como tantos hombres del día, querer ser solo en la inteligencia, y realizarme a través de ella; pero ahí, en esa pasión de la inteligencia, ¿no está ya la noche que quiero negar? Esa inteligencia me dice que toda construcción sujeta a las normas del tiempo se condena a sí misma: en el tiempo no es posible construir, pues es el tiempo quien lo destruye todo. Al final está el naufragio. Es en vano el esfuerzo. Puedo diferir el termino, puedo transmitir el esfuerzo a quienes vendrán, para que ellos a su vez lo transmitan. ¿Hasta cuándo? ¿Postergar, aplazar, durante todo el tiempo que el tiempo nos dé? Sí.

Pero ¿qué postergo y qué aplazo? Yo sé que mi miseria es lo tenaz; sé que los momentos de lucidez son los fugaces; sé que la mayor persistencia está en lo que menos fiel ha sido a la ley del día: sé que la masa es más duradera que yo; que la vida tiene más continuidad que el espíritu; que la materia es más resistente que la vida. Y sé que este tiempo, que todo lo diferencia, todo lo confunde: aquellas cenizas pueden ser los restos del incendio de Roma o los de la quema de un montón de basuras.

Tengamos coraje, ya que queremos ser hombres fieles a la ley del día. Y preguntémonos: ¿no es el día el gran falsificador? Forzado a iluminarlo todo, ¿no convierte en voces amables los alaridos de la tierra, de la madre, de la sangre, de la raza? Es así como construye sus sistemas éticos, que nos explican por qué hay que venerar a la tierra y a la madre y a la sangre y a la raza. Habla entonces de amor y de deberes. ¿Y no hace de las oscuras fuerzas del Eros motivos racionales de comunicación?; ¿no funda en esas fuerzas la dignificación ultima de la existencia? ¿Tributo de hipocresía?; ¿defensa contra la noche? ¿El día confiesa su incapacidad para lograr la plenitud —informe, pero plenitud— de la noche?

¿No podría yo querer realizarme en la noche? Ser una pasión que lo avasalla todo; entregarme a mis impulsos, rebelarme contra toda norma; ser lo que soy y no lo que he de ser, sin remordimientos por lo que destruyo, ávido siempre de novedad, sin nostalgia ni esperanza; ser el gran negador, en la soberbia de mi propia afirmación. Pero también esto es una falsificación de la noche, fraguada por el día. La pasión por la noche no es voluptuosidad del amor fati, ni el empecinado “No”, ni el abandono al instante. La pasión por la noche tiene que precipitarse en la nada. Un hombre de la noche no puede aspirar a salvarse ni siquiera en la noche, pues toda aspiración responde a la ley del día. La noche tiene que declarar vano e ilusorio cuanto tenga relación con el día: exige anulación del mundo y solo puede ver en la muerte la liberación del dolor de existir y la disolución de la conciencia desdichada. La pasión por la noche tiene que ser traición absoluta a la existencia. Por eso es indescriptible: toda descripción condiciona la noche al día y se contradice en cuanto quiere ser descripción de la noche. Cuando en nombre de los llamamientos oscuros de la tierra, la madre, la sangre, la raza, se han cometido todos los crímenes, ya no es posible conocer el día. Si se sigue viviendo, se arrastra una existencia obsesionada por la doble traición: haber traicionado al día en la entrega a la pasión por la noche y traicionar ahora a la noche en la impotencia para abandonar el día. La pasión por la noche que ha traicionado toda ley del día exige ser en la muerte.

Tal vez la única actitud que pueda acercar a la noche sea el suicidio. Creer estar en la noche y seguir existiendo es renegar de la ley del día, pero vivir en ella. A quien pretende estar en la noche puede formulársele esta pregunta: ¿Por qué sigues viviendo? Por qué sigues viviendo no en abstracto, como si la vida fuese un esquema general dentro del cual cada uno se ubica, sino por qué sigues viviendo ahora, en este instante, y así, minuto a minuto, desde ese ademán con que saludas al amigo que pasa hasta esa sonrisa con que desprecias al enemigo cuyo recuerdo se insinúa en tu imaginación.

La muerte es el límite que la ley del día conoce, y por eso el día tiene que arrojar contra él a quienes sienten pasión por la noche. Yo sigo viviendo. ¿Por qué sigo viviendo? ¿Es la ley del día la que me exige vivir? El seguir viviendo solo puedo explicármelo a mí mismo si la vida no lo es todo. Sigo viviendo, pero el suicidio es una posibilidad mía; rechazar esa posibilidad es negarme a volver a la noche de la que procedo. Suicidándome, traicionaría al día. ¿Es así, efectivamente, o con el suicidio traiciono a la noche que me hizo ser, ya que no quiero lo que ella quiso? Pero la noche pudo no querer que yo fuese esto que soy, aunque quiso que fuese. No en mi ser, sino en esto que soy puede estar la traición a la noche. En ese caso, el suicidio, cumplido sin el orgullo de quienes desde Plinio vienen viendo en el la señal de nuestra superioridad sobre los dioses, cumplido sin despecho ante la evidencia del fracaso, sería un acto liberador. Pero un suicidio “con toda calma y madura reflexión” ¿puede estar ordenado por la pasión por la noche? Sigue siendo el cumplimiento de la ley del día, aunque ni el mismo Jaspers, que en su Filosofía nos habla de estas dos fuerzas, lo haya comprendido. Es lucidez del día, porque es el “coraje de irse con la naturalidad con que se ha venido” y simplemente porque ya todo estaba “maduro”, como quiere la imagen romántica que Jaspers repite. ¿Acató la ley del día o se entregó a la pasión por la noche aquel que suicidándose afirmó su total independencia frente al César? ¿Y por qué es cierto que cuantos tienen interés en dominar a los hombres y hacen de estos instrumentos para satisfacer su pasión por la noche condenan el suicidio que los deja con un esclavo menos? ¿La pasión por la noche condenando a la pasión por la noche? El suicida que traiciona la ley del día es aquel otro al que se refiere Jaspers: el que procede en forma incondicionada, sin determinarse por tal o cual causa, cerrándose en una noche sin posibilidad de penetración para el extraño ni para el amigo, sin despedidas, sin “motivos”, sin justificación. Ni el leopardiano or poserai per sempre, ni el abuso de intimidad con el silencio que desconcertó a Valery en su entrevista con Rilke son la noche. Los himnos a la noche se cantan en el día: son un tributo y por lo mismo una traición no al día sino a la noche. Quienes creyeron buscar la noche un refugio para realizarse no alcanzaron la noche: la noche no tiene nada que realizar, porque toda realización está sometida a la ley del día. Esto, Jaspers lo ha dicho bien: “los dioses de la embriaguez santifican el olvido de sí mismos”.

*

Hombre del día, naufrago, con mi ley, en la conciencia que tengo de ser culpable por el solo hecho de aceptar un ser que me viene de la noche. Mi culpa es ese ser que no elegí pero que elijo al aceptarlo. Existir es estar sosteniéndose en la noche: la noche de la que procedo, la noche adonde voy, la noche que me envuelve. La existencia es tal a condición de naufragar y de perderse, como existencia, en la noche. Es la noche la que entona la letanía: Morirás… Y moriré no porque mi existencia sea temporalidad —pues la temporalidad no es incompatible con la perennidad—, sino porque hay en ella una como voluntad de negación que impide cualquier subsistencia. “Para todo lo que es en el tiempo, la última posibilidad es realizarse para naufragar totalmente.” El día tiene que responsabilizarse por lo que no ha elegido ni podido elegir; tiene que acatar el naufragio como la verdad de su naturaleza. La conciencia no es desdichada solo por su desgarramiento, ni por su extrañarse a sí misma en cada uno de sus momentos. Es desdichada, para Jaspers, por esa su colindancia con la noche —nada más que colindancia, porque la noche es impenetrable: el día que intentase iluminarla se encontraría siempre consigo mismo—. La existencia es limitación; aunque no lo quiera, se sentirá siempre limitada por la noche. En un día que no sospechase a la noche, nadie podría ser el mismo. Por eso el día, que sospecha “lo otro”, y que siente su propia culpa, puede ser disposición generosa, comprensión del “tú”, aceptación, como punto de partida para la lucha, de las situaciones dadas. Pero allí, en el límite, está la noche. Toda tentativa de iluminarla la convierte en día y toda irrupción de la noche en el día, para realizarse allí, convierte el día en noche. Una de dos: “O no soy un iniciado, porque no toqué las puertas de la muerte ni la ley de la noche, o he perdido la vida, pues seguí la noche e infringí la ley del día”. La última palabra —concluye Jaspers— es el medroso respeto mutuo entre el día y la noche.

¿Esta es la respuesta? Pero… ¿no sabíamos que la respuesta que pretenda romper el silencio “hablará sin decir nada”? ¿No sabíamos que no podemos refugiarnos en ese silencio incapaz de descifrar el misterio? Mi noche, si es noche, ignora que lo es; mi día, si es día, también ignora que lo es: porque no es noche la que tiene sospecha del día, ni día el que tiene sospecha de la noche. Ni el día ni la noche pueden respetar nada. El respeto es el compromiso ambiguo que tal vez adivinó Kant cuando lo definió como “fe racional” y como “sentimiento intelectual”. El día puede solo tener respeto por sí mismo; no puede respetar, ni contradecir, a la noche. Tiene que negarle, sin más, condición de realidad. Y menos puede ese respeto ser medroso, porque en el día no se da el miedo. El medroso respeto es una entrega a la noche. ¿La última palabra ha de ser dicha, entonces, por la noche?

Pero ¿cómo puede el día tener solo respeto por sí mismo, si la existencia, precisamente en su fidelidad a la ley que le obliga a construir en el tiempo, consiste en un extrañarse, en un estar fuera de sí, y en una limitación que como tal denuncia la presencia de “lo otro”? ¿Puedo no estremecerme, entre estos límites, si sé que he de volver a hundirme en la noche de la que procedo? Hombre que se ha propuesto tener coraje, soy capaz, sin amor y sin odio, de exaltar mi lucidez hasta llegar a ser filósofo: prepararme a la muerte, como quería Sócrates, o prepararme al naufragio, como quiere Jaspers. Puedo imponer mi propia claridad al mundo y obligarlo a transmutarse en un orden; coherente y racional, mi existencia hará posible esto que llamo mi ciencia, que es, como se ha dicho, una tentativa para ponerse de acuerdo con las cosas, y esto que llamo mi filosofía, que es, como podría decirse, una tentativa para ponerse de acuerdo consigo mismo. Fiel a la ley que impongo y que me impongo, seré un hombre a pleno día y me iré construyendo en el tiempo; y al construirme olvidaré la muerte y el naufragio, que es mi última manera de prepararme para la muerte y de aceptar el naufragio. Puedo desafiarlo todo: las voces de la tierra, de la madre, de la sangre, de la raza. ¿Qué no puedo, si juro ser fiel a la ley del día?

¿Qué no puedo? No puedo dejar de estar en la noche. ¿No es oscura esta misma ley del día? ¿Qué más irracional que la fidelidad? ¿Qué más irracional que la razón misma? ¿Esta pura luz no es la pura tiniebla? La existencia sin amor y sin odio se me convierte en plenitud abstracta; la existencia en el amor y el odio se me convierte en concreción informe. Un poco de amor y un poco de odio me condenarían doblemente, en la traición al día y a la noche; sería el cristianismo “hasta cierto punto” que horrorizaba a Kierkegaard. Un sacerdocio sin amor y sin odio me deshumaniza en la escolástica del rito cumplido a la manera mágica; un sacerdocio con amor y odio me deshumaniza en la contra-escolástica de cualquier misa negra; un poco de amor y un poco de odio me deshumaniza en la vida del… uomo qualunque. ¿He venido a mí mismo en la noche? No. Porque no he venido a mí mismo. Estoy en la noche. La noche es la potencia oscura que sigue sustentándome.

Pero también esto que yo digo ahora esta, como todo lo que dice Jaspers, dicho desde el día. El día se empeña en ver claro, a despecho de la noche. Quiere evidencias, se jacta de sus evidencias, se siente justificado por sus evidencias. Pero la evidencia ¿no es la noche total en que el día se cierra a sí mismo? La claridad solo es posible dentro del día. Ver claro significa renunciar a ver; pero no hay otra manera de ver. ¿Lo único que puedo hacer es “responder íntegramente de mí mismo, exigirlo todo de mí mismo”? Pero ¿están inspiradas exclusivamente en el día esas palabras? No puedo hablar así desde el día, porque una exigencia tal tiene los caracteres de la ciega pasión por la noche, y tampoco puedo hablar así desde la noche, porque la noche no me exige responder de nada. Estoy como obligado a burlarme siempre de mí: si creo asumir mi propio ser en el día, sé que asumo un ser que no elegí: y si quiero renunciar, en la noche, a asumir mi propio ser, elijo un ser sin asumirlo y, por lo mismo, ese ser ya no es mi propio ser.

Este tema renovado por Jaspers es tal vez el más antiguo del pensamiento humano. Está en los orígenes de la filosofía occidental y también de la oriental. El día y la noche aparecen, en una “adivinanza” atribuida a uno de los siete sabios, como aquellas extrañas hijas del mismo rey, unas blancas y otras negras, que aunque son mortales nunca mueren; y en otra adivinanza, atribuida a los “sabios” védicos, como las dos hermanas, de rostro diferente, que se amamantan en la misma vaca. Figuración, primero, de la alternancia del día y la noche que se engendran mutuamente, son después las moradas de las diosas ctónicas y los dioses celestes. Desde entonces, hasta Nietzsche o, mejor, hasta Bachofen, había venido repitiéndose el enigma. “La ley del día” y “la pasión por la noche” son una nueva esquematización del contenido de aquellas adivinanzas primitivas. La ley del día intenta describirnos el Olimpo, y la pasión por la noche internarnos en la región de la Magna Mater, de Gea, de Deméter, de Cibeles, de Atis, de Adonis, de Dioniso; topográficamente: Asia menor.

Jaspers sabe que está repitiendo el viejo tema. Por ello retrocede a las figuraciones míticas, en busca de corroboración para su antinomia. Junto al día de las divinidades celestes, las divinidades ctónicas fueron como una primera sospecha de la noche. Su mejor expresión es Shiva, “que destruye danzando, y en cuyo rito la pasión por la noche parece dar la conciencia de la verdad”. Pero Jaspers ve que aún no hay, en ese doble mundo de fuerzas, la contraposición interna que se da cuando la ley del día sospecha que para sustentarse necesita de la noche. La lucha entre esas fuerzas tiene que ser concebida dentro de un mismo mundo, para que se advierta su carácter antinómico. Las concepciones dualistas relativizan la noche y la condenan, desde el día, simplemente como el mal y la negación, sin reconocer su índole absoluta. En algunas de ellas, que Jaspers hubiera podido recordar, la relativización de la noche se traduce en la promesa hecha a los hombres de la batalla decisiva en que la noche dejara de ser. La figuración mítica ultima, y en la que más fuertemente se ha sentido la noche, es la que la declara inextinguible y va a descubrirla en el seno mismo de la divinidad única. Es la ira de Dios. Para aplacar esa ira, se recurrió primero al rito mágico; después, a la existencia libre de culpa. Pero toda existencia es culpable, y por ello la noche es absoluta y esa ira de Dios subsiste eternamente.

Hasta aquí, la noche sigue siendo comprensible y, por lo tanto, aun no es la noche. Pero cuando el hombre no encuentra de qué acusarse, como Job, entonces sí esa ira es la noche total, impenetrable. La inocencia obliga al hombre a admitir que ha venido a sí mismo de la noche, le obliga, paradojalmente, a admitir que es culpable. Y cuando el hombre se entrega a la pasión por la noche, es la ira de Dios, la misma que lo creó, la que quiere esa entrega. Pero el hombre no puede pensar la ira de Dios. “Ese pensamiento se destroza a si mismo —concluye Jaspers— y solo queda la fuerza de la palabra la ira de Dios.”

¿Es esto todo lo que nos queda? ¿Tendremos que ceder bajo la fuerza de esa palabra? ¿Recurriremos a nuestra Biblia, donde esa palabra se ha multiplicado? ¿Volveremos al “santuario pavoroso”, a aquello que no se puede mirar cara a cara, a aquello que “habla desde los torbellinos” y que “sabe envolver en oscuridad, como con envolturas de infancia”? ¿Volveremos a “la presencia espantosa” de Isaías?… ¿Nos propone Jaspers un largo rodeo hacia Jerusalén? ¿Podríamos extrañarnos, si así fuere? También en este tema de la ley del día y la pasión por la noche, su filosofía existencial aspira a ser la mejor teología. Para su ley del día que colinda con la noche, Jaspers hubiera podido encontrar, igualmente, figuraciones y palabras bíblicas. Aquella sabiduría que estaba “junto a Él cuando con ley cierta y circulo redondo cercaba los abismos” es el otro pensamiento posible, que no se destroza a sí mismo y que no se resuelve en pura fuerza. Y esa sabiduría es la que obliga, también en la Biblia, a luchar hasta la madrugada.

Todos los “existencialistas”, y no solo Jaspers, nos replantean el problema teológico; y casi todos ellos nos hablan de la noche, aunque nadie con la dramaticidad de Jaspers. Aun quienes se declaran ateos, como Sartre, parecen buscar la experiencia de “la noche a plena luz”, y hablan empeñosamente de Dios. Heidegger, que ya comienza a decirnos tímidamente lo que cree saber de Dios, nos había hablado, con muy viejo lenguaje, de “la clara noche de la nada”. Gabriel Marcel, además de hablarnos de “la noche oscura del cuerpo”, insiste en convencernos de que “en el centro está la oscuridad” y no la luz. Esta es una generación de teólogos —con fe o sin ella, pero teólogos—. Se ha profetizado que el canto de cisne del “existencialismo” será una plegaria. Jaspers, el filósofo de la pasión por la noche, tal vez ya la tenga escrita. Y es fácil, para esa plegaria, formular esta otra profecía: no será dirigida al día ni a la noche, sino a lo que esta más allá de toda ley y de toda pasión.

[Publicado originalmente en la revista Sur, Buenos Aires, noviembre de 1949.]

—————————————

Autor: Vicente Fatone. Título: La fábula mística. Textos esenciales. Editorial: Fundación Santander. Venta: Todos tus libros.

4.4/5 (5 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios