Cuando me vaya volveré es mucho más que una formidable colección de relatos, con personajes y tramas imborrables. Estamos ante un jardín boutique de la palabra: textos osados y pulcros donde mandan el lenguaje y el talento. Todos nos iremos algún día, quedará este libro impar y necesario.
RAFAEL SOLER
Un mundo extraordinario, cargado de certezas y de incertidumbres, de emociones, de confidencias a media voz, de verdad y de ficción, y de personajes dibujados con la maestría que solo conocen los humildes. Un soberbio ejercicio de reflexión sobre la condición humana y el camino que transcurre entre la vida y la muerte.
INMA CHACÓN
Zenda adelanta un extracto de Cuando me vaya volveré, un libro de Jon Andión publicado por Huerga y Fierro.
***
SEPULTURERO
Sería el ruido de los zapatos humildes con cada paso al caminar. Bailando las piedritas blancas como frijoles saltarines en día de mercado. Sería esa costumbre, manía o naturalidad asumida, más bien, de paso corto. Siempre de paso corto. Sería el intenso rojo arcilla, color de la tierra, como si bastara con un tanto de savia de nopal para pintar de camino las paredes de su casa, algo campo adentro apartada de la calzada. Sería la sencillez de aquella casa, apenas a las afueras del pueblo, poco más de diez minutos dirección Irapacuato. Sería su ropa llana, de algodón modesto, que gustaba tomar testigo de la sequedad y del polvo rojo de la tierra. Sería el aire único que lo vestía, de independencia asumida que tienen los que nacen solos, sin papá, sin mamá, sin hermanos, tíos ni parientes, hijo del pueblo a la manera más antigua. Sería su tranquilidad edificada, su nota gentil pero al margen, de los que toman lo que tienen sin maldiciones. Sería su figura alta y espigada. Sería la sensación de gran capacidad física al servicio de las tareas más sencillas. Sería su seriedad liviana. Sería su movimiento, el lento y sutil, casi entrecortado vaivén de su delgada figura.
La mudez nadie supo nunca de dónde le vino. El oficio tampoco. Era sepulturero desde los 10 años.
Solitario, pero de aquellos que nacen con su soledad heredada de un misterio, una soledad inconscientemente presente y conscientemente abierta. Una soledad que construía relaciones con las cosas más improbables.
De quién aprendió el oficio era otro enigma. La edad se conoce un día en que le preguntan desde cuándo era sepulturero, y él dibuja en la tierra un “10” con la franqueza con la que alguien prueba una tarta con el dedo, a la par de un gesto horizontal con la mano para señalar la altura de un niño.
Le contrataron de inmediato, lo que en Xichihualteco supone escupir al suelo y ladear la cabeza en un gesto corto.
Su empleo era su condición. Lo emprendía como quien cumple fielmente con los automatismos del día convertidos en pasiones que ni el diablo consigue intercambiar por nada.
Caminaba.
Incontables horas por el pueblo, por el cementerio, por el desierto.
Era como si aquello lo hiciera estar aquí. Yendo. Viniendo. Una suerte de inmersión en este abajo. Como un ausente, que se mueve y que se mueve. Como si se lo fueran a llevar.
De día y de noche igual. En la madrugada más temprana o en la noche más cerrada de la tarde. Caminaba.
Y a veces con la pala al hombro.
Se la dieron con el empleo. Colgaba a su disposición en el chamizo del cementerio.
Y tanto llamaba la atención cavando.
Su sombra contra el amanecer o el anochecer y sus colores para la tierra seca.
Con aquel instrumento rústico y elemental aquel tipo lánguido como el trazo de los sahuaros a lo lejos. Con sus manos inmensas de alfarero o prestidigitador manejando aquella herramienta prestada, de madera y hierro. Las miradas se posaban en él inevitablemente como se asientan los tecolotes en su vigilia pero con la quietud estirada del sol que nombra las cosas.
Pisaba como quien habita en plataforma, ligero, pero sobre seguro, el pie en el lugar exacto. La ropa moteada. Contagiada de la tierra que profanaba en hueco. Como quien de a poco va lanzando gotas de pintura sobre una tela hasta constelarla. Algo perdido entre estar maldito o bendecido.
Su manera de cavar.
Con el cariño de quien se entrega al dulce para comenzar y se derrite con los merengados. Con la calma con la que alguien descansa en una hamaca el día en que culmina la huida. Con la delicadeza del carpintero que nomás quiere saber de las formas y del tallado lento.
Si dar forma a las cosas es un arte, Ildefonso era precursor en el arte de cavar.
En lo que cualquier otro enterrador tardaba apenas un rato en cavar un hoyo en la tierra para ser tumba, Ildefonso, con su lánguida altura, sus manos largas y la impronta indiscutible del extraño, invertía horas. Muchas horas.
Pero los hoyos de Ildefonso no eran los hoyos de siempre en la tierra.
La gente nocturna o mañanera del pueblo le veía circular de camino al cementerio. Sobrepasaba de sobra las horas de su empleo. Parecía personal. Y nadie sabía por qué, hasta que el porqué no importó.
Una persona, un hoyo en la tierra, un lugar para marcharse, un vehículo que emprender, una maquinaria que dilucidar. Como un altarcito pero que llevarse.
Porque Ildefonso sabía que el asunto iba de celebrar. Que se celebra la vida con la vida, al principio como al final.
[…]
—————————————
Autor: Jon Andión. Título: Cuando me vaya volveré. Editorial: Huerga y Fierro. Venta: Todos tus libros.
Autor excepcional!