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La maleta

LOS TRECE ESCALONES, LVII: LA MALETA

[Imagen: Inés Valencia]

En realidad, nunca estuvo del todo claro por qué Virginia y Aurelia dejaron de hablarse, pero, a decir de la prima Nora, bien pudo ser por una maleta. Desde luego, no parece una razón de mucho peso. Muy al contrario: cualquiera hubiera pensado que dos hermanas, por lo demás bien avenidas desde su más tierna infancia, jamás perderían su buena relación por causa tan absurda. Fuera esa la auténtica razón, o bien la gota que colmara un vaso lleno de antiguos rencores acumulados, el caso es que, un día cualquiera, el lazo de las Gadea se rompió. Y fue aquel corte tan inapelable como si la misma Átropos hubiera dado el tijeretazo.

Aurelia era la mayor, y, si hemos de hacer caso a rumores, siempre resultó un tanto gris. No es que fuera poco agraciada, en realidad, pero carecía de cualquier brillo o encanto que la hicieran destacar. Tenía el dudoso don de parecer casi invisible, de no dejar nunca un recuerdo memorable en casi nadie. Era alta, huesuda y encorvada. Se movía con torpeza, como si brazos y piernas le estuvieran demasiado grandes. Hasta el vestido más vistoso le caía sobre el cuerpo desgarbado sin gracia alguna, y nunca tuvo el menor gusto para arreglarse el pelo. Vivía atenazada por una timidez dolorosa, ignorada por un padre ausente y sometida por una madre abusiva. En su juventud, logró intrigar a unos pocos pretendientes, conmovidos por aquella blancura de doncella enclaustrada y por la melancolía de sus ojos negros. Pero hasta el más intrépido terminó rindiéndose tras un par de tediosas tardes de cortejo infructuoso. Aurelia los recibía acobardada, retorciéndose las manos, clavando la vista en el suelo y respondiendo con monosílabos. A los veintiocho años se resignó a la soltería, se secó las últimas lágrimas y asumió sin demasiado rencor un destino bajo el techo de sus progenitores, cuidándolos hasta el fin de sus días. Así, al menos, podría corresponder al esfuerzo que suponía mantenerla, como ellos mismos le recordaban a diario.

Virginia llegó al mundo cuando nadie la esperaba ya, y fue, desde su primer aliento, un alborotador ser de luz y campanillas. Más menuda que su hermana, de figura redondeada, rizos castaños y chispeantes ojos verdes, tuvo siempre la lengua afilada, la risa fácil y una energía inagotable. Si se la observaba con atención, había que admitir que era menos bonita que Aurelia. Por separado, cada uno de sus rasgos hubiera parecido un defecto. En cambio, todos reunidos, conseguían conformar un conjunto de indiscutible atractivo, hasta el punto de que ni sus pecas, ni su nariz un tanto torcida, ni la vocecita estridente, ni los dedos cortos y rechonchos, le restaban un ápice de belleza.

Aurelia cayó presa del hechizo de su hermana, como todos los demás, y la quiso sinceramente. Pese a la descarada predilección que el mundo entero profesaba por la menor, no hubo celos ni resentimiento alguno por parte de la primogénita. No le hizo reproche alguno cuando Virginia, con apenas 17 años, se casó con un arquitecto recién salido de la facultad y se largó a la capital sin mirar atrás, dejándola sola en su desventura interminable de sirvienta de sus padres. Cada carta era como un regalo. Aurelia las devoraba en la quietud de su habitación, resignada a vivir a través de Virginia.

—Ella es una golondrina —le anunció una vez a la prima Nora, con un largo suspiro y los ojos brillantes de anhelo—. Yo soy un reloj parado.

El padre murió primero, cosa nada sorprendente considerando que era al menos quince años mayor que su esposa. Tuvo la gentileza de irse en mitad del sueño, sin aspavientos ni mayores complicaciones. La madre, en cambio, optó por casi dos décadas de exigencias y exabruptos, acomodada en una agonía que sólo fue tal los últimos tres meses. Virginia, ya viuda, bien situada y con los hijos recorriendo mundo, se presentó puntual en ambas ocasiones, y fue recibida por el cariño sin mácula de Aurelia.

—Bueno… —espetó sin rodeos tras el último entierro, sentada como una reina en el butacón paterno—. Pues al fin te han dejado tranquila. ¿Qué vas a hacer en una casa tan grande, querida? Porque sólo mantenerla limpia y habitable va a ser un tormento. Imagino que ya lo era, pero ahora no tendría ningún sentido, ¿verdad? Claro que, podrías alquilar habitaciones. El pueblo ha crecido mucho en los últimos años, me he quedado pasmada al salir de la estación. ¡Si hay barrios que no conozco! Aunque también podrías venderla. Tendrías de sobra para uno de esos pisitos nuevos tan monos que han construido al otro lado del río. Menos gastos, menos problemas… son todo ventajas, Aurelia, piénsalo.

La mayor siguió sirviendo el café, tratando de disimular el temblor de sus manos.

—La verdad es que yo había pensado que, a lo mejor, podíamos vivir juntas ahora que estamos solas…

Virginia recibió la sugerencia con una carcajada burlona.

—¿Venirme de vuelta al pueblo? Ay, Aurelia, tú estás loca. Hace más de treinta años que me largué, ¿cómo esperas que me meta otra vez en esta aldea, entre cotorreos de vecinas?

—O podría irme yo a la capital…

—No te gustaría, créeme —zanjó Virginia, inconmovible—. No estás acostumbrada y eres ya muy mayor para un cambio tan grande. Demasiada gente, ruido, tráfico, humo… a mí me encanta todo ese jaleo, pero acabaría con tus pobres nervios. Hazme caso, estás mejor aquí, donde has vivido siempre.

Ni con su mayor esfuerzo habría encontrado Aurelia palabras para describir su tristeza y su decepción. Durante toda su vida sin sentido, entregada a otros, el único consuelo posible había sido imaginar que, al menos en su vejez, podría contar con la animosa compañía de su hermana, y que, bajo sus alas protectoras, tendría finalmente la ocasión de ver mundo, de salir de aquel rincón olvidado del país, de descubrir al menos un lugar diferente, uno nada más, antes de que su tiempo se agotara. Después de tanto sacrificio, de las noches en vela, de la ingratitud de aquellos padres tiránicos, de la compasión falsa y maliciosa de las vecinas, de las burlas soterradas de los chiquillos… su venerada Virginia la dejaba en la estacada. La abandonaba por segunda vez, y aquella era mucho peor, más sangrienta, más dolorosa. Acababa de despacharla sin miramientos, con vagas excusas para quitársela de encima. Lo vio con meridiana claridad. Virginia, acostumbrada a una vida relajada y caprichosa, a no responder ante nadie, no estaba dispuesta a cuidarla a ella, a hacer un mínimo esfuerzo para agradecerle una existencia entera de desvelos cubriéndole las espaldas mientras ella volaba libre. Hasta ese punto se había vuelto egoísta, si es que no lo había sido siempre. ¿Cómo no lo había visto antes?

Quiso gritarle todo aquello, vomitar su desconsuelo, confrontarla. No fue capaz. Apretó los dientes, como siempre, y permaneció muda, devorada por sus demonios, mientras Virginia parloteaba como un jilguero vanidoso. Le anunció que se iba al día siguiente, y tampoco ante eso supo replicar Aurelia. ¿Qué prisa tendría, aquella deslenguada? El marido llevaba un lustro criando malvas, los hijos estudiaban en Francia… ¿tanto le urgía volver a los cafés y a las tiendas? ¿La esperaba algún amante, acaso? Una idea ridícula, considerando su edad, pero con Virginia cualquier disparate era posible.

—Y se me ha roto la maleta, ¿te lo puedes creer? —dijo de pronto, en medio de su parloteo—. Menuda porquería inmunda… y eso que me costó un Congo. Pero, en fin, ya no hacen las cosas como antes. Me llevaré la de papá, si no te importa.

—No —espetó Aurelia, sin pensar.

Virginia parpadeó, confusa.

—¿No? ¿Por qué no? ¿Ya no la tienes? No se la habrás regalado a Nora, ¿verdad? Porque ya sabes que esa no sabe más que pedir y pedir como una misionera. Y, total, todo para ese vago inútil que tiene por hijo…

—No —repitió Aurelia, con la mirada fija en la pared y la taza de café bien firme entre las manos.

—Gracias a Dios… Entonces, ¿qué problema hay? Está arriba en el desván, donde siempre, ¿verdad?

—Sí —concedió Aurelia—. Pero no te la vas a llevar.

—¿Y eso por qué?

—Porque no me da la gana. Porque es mía.

La cara de estupor que Virginia compuso entonces casi logró que todo aquello valiera la pena. Durante las horas siguientes, se enrocaron en una discusión completamente irracional, en la que la menor porfió como si la dichosa maleta fuera el Santo Grial, y la mayor se mantuvo firme con terquedad inaudita. Virginia se encerró en su antiguo cuarto, indignada, y no volvió a salir hasta la mañana siguiente. Tuvo que pedir un taxi para poder llegar a la estación con sus desperdigados bártulos, y salió rezongando sin despedirse. Aurelia, sentada en la cocina, se tomaba un chocolate en silencio, disfrutando de su pequeña victoria. Nunca volvieron a verse.

Aunque nadie lo esperaba, Virginia murió primero. Igual que ocurriera con su padre, dejó este mundo en paz mientras dormía, la víspera de Año Nuevo. Aurelia le sobrevivió casi diez años, durante los cuales no recibió visita alguna de sus sobrinos, que sólo hicieron acto de presencia para cumplir con los trámites de la incineración.

—Llamaré a la agencia para poner la casa en venta —decidió Rogelio, el mayor—. Cuanto antes nos libremos de ella, mejor.

—¿Qué hacemos con las cenizas? —inquirió Gerardo, bostezando con sus aires de dandy aburrido—. ¿Las esparcimos por ahí?

—No seas cafre. Mamá dijo que, aunque no se hablaran, seguían siendo hermanas. Ella quería que estuvieran juntas, en el nicho de Los Álamos.

—¿Conducir trescientos kilómetros con la dichosa urna? No me jodas, hombre…

—Que era la tía, imbécil. Déjate de dramas. Ni que la tuvieras que llevar tú en brazos…

—Vale, vale. ¿Y cómo hacemos?

Rogelio se rascó la cabeza y se encogió de hombros.

—He visto una maleta bajo la cama de la vieja. Tráela. Eso servirá.

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