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La victoria no sabe a nada

La victoria no sabe a nada

Vale. Era una pregunta rendundante y chorra pero, qué cojones, también esa y no otra era la que me rondaba cada sábado por la mañana, de vuelta al bareto para celebrar otra derrota de nuestro equipo de colgados resacosos en la liga más patética de todas las que se disputaban en el foro.

A ver, finde tras finde, Fernando no te invitaba a una copa así se lo suplicaras en actitud humillantemente genuflexa. El patrón del Chiquifrú fiaba, sí, pero ojo: jamás invitaba. Por ahí, repetía, llegaba la ruina de los bares, “copa perdonada, antesala…”. Y te dejaba mirando su espalda como un sopazas, hasta que se giraba de vuelta a la barra con un cuaderno plagado de nombres. “Veamos, me debes 5.000 pesetas de güiski”. Quince patéticos minutos de puja que terminaban más o menos así: “Tronco, yo creo que son 4.000. Vale, eres un mamón, ahí van mil y me apuntas otra”. Fernando sonreía, cogía el verde y anotaba otro palito. Fernando esperaba —un mes, cinco, a navidad o un par de años— a que aflojáramos la billetera y pusiéramos a cero el parcial. Pero nos dejaba, al menos, una a cuenta por eso de tener dignidad y que el cliente creyera que algo de eso, del pundonor del regateador de copas, quedaba a resguardo para mantener la magia de una relación que duraba ya años.

"Así descubrimos que el sabor de la derrota no es amargo sino salado, a gamba cocida. Celebrar una derrota no te convierte en un perdedor sino en un gestor de egos"

Entonces, si no perdonaba una, qué mierda pintaban esas bandejas repletas de gambas, las grasientas morcillas y las cañas desparramadas por la barra donde horas antes, la madrugada anterior para ser exactos, habíamos reeditado nuestra ceremonia de dispendios etílicos nunca subvencionados. Todo pagado de su bolsillo. Barra libre. Y si eso era la hostia, todavía más que, derrota tras derrota, Fernando lo celebrara llenándonos el buche y regando el gaznate sediento de unos niñatos con querencia al frasco a cuenta de la casa. Un día le pregunté qué coño nos ofrecería si ganáramos. ¿Caviar? “Pues macho, se perdería la gracia. Además, tengo controlados los riesgos: no vamos a ganar en la puta vida”. Otra gamba. A chupar cabezas.

Así descubrimos que el sabor de la derrota no es amargo sino salado, a gamba cocida. Celebrar una derrota no te convierte en un perdedor sino en un gestor de egos. Los de los nuestros se diluían en la certeza de que, en ese bar, entre vasos de tubo, éramos una cofradía. Y si lo cuento años después es porque ahora abren y cierran bares pero no se está en ellos. Porque, telita, mejor beber solos, enredados delante del móvil. Y no mola. Me gustaba más lo de antes: tenías un bar, la parroquia laica de homilía con los amigos. Ahora, bueno, ahora vale un FaceTime y ya. A mí no. Prefiero el sabor a gamba y que Fernando no hubiera cerrado el cuaderno y echado el cierre al Chiqui.

"Si estaba tan jodido es porque el Chiki no era mi bar: era mi hogar, como la casa en la sierra del fin de semana. Quien la tenga, claro"

Joder, ese día estuvo raro. Bajó por última vez la valla metálica con el gesto de un sepulturero ante la fosa de un muerto. No hubo flores pero sí silencios. Nos miramos con cara de huérfanos. Un “¿y ahora qué hacemos?”, que era en realidad un “¿y ahora dónde bebemos?”. Yo tiré para casa rumiando que siempre fui abstemio y si estaba tan jodido es porque el Chiki no era mi bar: era mi hogar, como la casa en la sierra del fin de semana. Quien la tenga, claro.

Al día siguiente me contaron que hubo bronca y un par de gilipollas se llevaron una somanta de hostias de mis colegas. Estaban mis cofrades como para aguantar a dos sobraos justo el día en que algo se nos murió en el alma cuando un bareto, el nuestro, se fue. Esa noche no hubo ni gambas ni derrota. Les dimos lo suyo pero no lo celebramos. Qué amarga es la victoria. No sabe a nada.

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