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Los amores imparables, de Marwan

Los amores imparables, de Marwan

¿Qué tipo de amor es el imparable? «Es un amor imposible de domesticar, que está varios palmos por encima del asombro, que no tiene medida. Creo que ya sabes de qué amores hablo, de esos amores bárbaros que te hacen soñar y no te dejan dormir, de esos amores que te llevan a todas partes pero jamás te llevan a ningún lugar.» A continuación te ofrecemos un fragmento de Los amores imparables, de Marwan

LA MÁS BELLA HISTORIA

Es el año 1968. Es un jueves. Es noviembre. Es Madrid. Un joven palestino, obligado a emigrar por la irrespirable situación de su país, camina perdido por la Puerta del Sol. Pregunta a varias personas que se dan por vencidas al no entender ni una sola palabra de lo que dice. No se rinde. Necesita ayuda y…, bingo, la recibe en forma de mujer: una chica de Soria, bastante guapa, algo mayor que él, vestida con una falda demasiado corta para el frío reinante. Debe de ser una de las doscientas personas de todo Madrid que dominan el inglés, casi un milagro por aquella época. En no más de dos minutos ella le explica cómo ir a Malasaña con el desenfado que la caracteriza. Él, realmente agradecido, escucha y se despide con una preciosa sonrisa. Es encantador. Ella también. Lo son tanto que él, sensible por naturaleza, siente una punzada de vacío al verla marcharse y decide lo que ni tú ni yo nos atreveríamos a hacer en un país extranjero: seguirla. Necesita saber algo más sobre esa mujer. Así que, mientras nuestra muchacha enfila la calle Preciados hacia Callao, él se sitúa unos metros por detrás, siguiendo, algo confuso, la estela de su falda. 

"Al tenerla delante, no se puede creer que haya sido capaz de hacer algo semejante. Le late el corazón en todo el cuerpo, suda por los nervios como cuando corría delante de los tanques israelíes."
 Titubea nuestro joven, sin tener muy claro cómo volver a abordarla ni qué excusa esgrimir. Son los trescientos veinte metros más largos e inciertos de su corta existencia, cuatro minutos donde cabe toda una vida. Justo antes de que ella sea engullida por la boca del metro, él decide acercarse, sabedor de que es su única oportunidad. No tiene ni idea de qué decir, pero aun así actúa. Sin calentamiento de ningún tipo, le pide el teléfono. Ella, confusa también, duda unos segundos, le pregunta para qué lo quiere y de dónde es, con ese acento raro. Él responde tímido que ha venido para estudiar desde Palestina y que, al no conocer a nadie en la ciudad, le vendría bien alguien con quien charlar, que lo sacara a pasear algún día. Al tenerla delante, no se puede creer que haya sido capaz de hacer algo semejante. Le late el corazón en todo el cuerpo, suda por los nervios como cuando corría delante de los tanques israelíes allá en su tierra. La espera se le hace eterna. Madrid entero contiene la respiración tras la pregunta del chico, el cielo es un chicle azul suspendido. Ella piensa en lo extraño de la situación, pero no hay brusquedad de ningún tipo en esa propuesta, más bien al contrario. La voz del chico es suave y cálida, y ella se sonríe por dentro al sentirlo tan inseguro. Ella, intuitiva desde siempre, de golpe percibe algo familiar, una voz interna que le dice que no tema. Es como si entre los dos se colara algo así como el destino, la eternidad o el porvenir con su barba blanca y sus sabias palabras. Por eso accede y le da su número. Se lo escribe con su hermosa caligrafía en un papel de su agenda, sintiendo  una bonita mezcla de halago y vértigo, pues fue educada en una época incierta de nuestra España, en la que las mujeres tenían que andar con ojo de con quién se juntaban. 
"Cada vez que viajo hasta allí siento una punzada de angustia al pensar qué hubiera sido si esa joven chica de la falda corta no le hubiera querido dar su teléfono a ese chico árabe que la siguió desde la Puerta del Sol hasta la plaza de Callao."
 
No sabe si hace lo correcto, pero, de algún modo, lo presiente e ignora toda amenaza, porque el joven árabe, que sorprendentemente tiene los ojos de un llamativo color azul celeste, desprende una luz y un encanto inauditos. Se despiden sonrientes, Hasta luego, te llamaré. Son bellos y encantadores, demasiado puros para ser de verdad. Como os decía, en esos cuatro minutos cabe una vida, o en este caso dos: la mía y la de mi hermano, porque ese joven del que os hablo es mi padre y esa muchacha, mi madre. No podría decir el número, pero es incalculable la cantidad de veces que he pensado en esos cuatro minutos, en mi padre recién llegado de Palestina, con dieciocho, caminando tras mi madre, y en ella dándole su número, para siempre. Me sigo emocionando al revivirlo en mi imaginación, y al mismo tiempo, cada vez que viajo hasta allí siento una punzada de angustia al pensar qué hubiera sido si esa joven chica de la falda corta no le hubiera querido dar su teléfono a ese chico árabe que la siguió desde la Puerta del Sol hasta la plaza de Callao, una tarde de noviembre de 1968, haciendo real la más bella historia de amor que Madrid jamás haya vivido en toda su larga y deliciosa vida.

 

EL AMOR Y LO QUE NO LO ES

Estoy atrapado en tu cuerpo,
en la eterna ansia que provocas,
en los ruidos de ese objeto
que se llama cama y se apellida contigo.

Porque pienso en nosotros,
derribando a la tristeza en un colchón,
y comprendo entonces
que cada movimiento de una pareja haciendo el amor
es un movimiento de la soledad hacia su casa,
un pequeño milagro que nos aleja del tú y del yo,
esas palabras que caminan separadas.

Pero no es ese el único movimiento que sucede contigo,
no es solo eso lo que nos une.
También son los fantasmas,
nuestros anteriores fracasos,
las mochilas llenas de recelo,
ese error nuestro de formar parte
de ese grupo de personas
que prefieren evitar el dolor
antes que arriesgarse a la alegría.

Eso también nos une.

Y mucho más.

Nos unen tus temores más violentos,
el daño practicado contra el otro
y el modo en que viste a tus padres hacer de sus vidas
un combate a fuego abierto
donde solo perdían los niños.

Eso también nos une,
porque no quieres perderme,
pero del amor conoces poco más que sus portazos
y, en esos recuerdos de la guerra familiar,
recreas su pasado,
no sé si como un modo de perdonarlos
—demostrando que hay errores que se repiten—
o por pura inercia destructiva.
Y en ello rompes todo,
el corazón que se aproxima,
todos los futuros que aparecen por ahí
con un poco de sol en la ventana.

Y por eso sigo,
porque veo esto en ti,
la rotura, la grieta por la que se cuela la desesperanza,
el agua sucia con que te bañaron de pequeña.
Y tu bondad tras tus trincheras
también la veo, ahí, acurrucada,
como un niño asustado en un armario.

Por eso sigo,
por eso me he empeñado en que la moneda
siga cayendo por el lado del abrazo,
para que seas consciente
de que ya no es el pasado
el que te habla desde cerca.
He seguido para mostrarte
que aquello ya fue, que, al fin,
ya hay lugar para soltarse.

Porque el amor es eso:
un columpio en el que otro
hace todo lo posible
por sujetarte.

 

YO NO QUIERO QUE TE VAYAS

Yo no quiero que te vayas,
pero tampoco quiero retener tu llama
para que otros nunca conozcan tu fuego,
ni mojar tu pólvora
para que no prendas junto a nadie.

No quiero eso,             ni tampoco
llevarte de la mano hacia ninguna parte.

Solo te dejaría irte de aquí
para que fueras a buscarte
—si así lo necesitaras—,
porque eso significaría que a mi lado
no obtienes las respuestas que precisas.
Cortar el vuelo hacia uno mismo
a la persona a la que amas
es parecido a escribir su nombre
con el bolígrafo que certifica una condena.

No quiero perderte,
pero no te quedes junto a mí
si la fuerza que te empuja
no te impulsa a donde ya estuvimos,
si tus pies no prefieren caminar
en dirección hacia nosotros.

Si esto no te mueve, no lo hagas,
no vengas hacia aquí,
dime adiós y no mires atrás
y déjame que aprenda
que echar de menos no es otra cosa
que el peaje de una felicidad que ya ha partido.
Déjame solo y vacío,
sin canciones que maquillen el fracaso.

Me sentiré querido si te vas de esta manera,
si no permites que la compasión te mantenga junto a mí,
si eres capaz de arrancarme la esperanza de una vez
en lugar de rompérmela con pequeños golpes
que hagan llevadera la derrota.
Porque la derrota nunca es llevadera,
es solo un dialecto del fracaso.

Si sientes culpa, no la sueltes con una despedida a medias,
marchándote un poco el martes
y volviendo mañana,
para dejar la foto el jueves.
No me dejes como quien deja irse deshaciendo en su boca
el caramelo del remordimiento,
ni te vayas yendo lentamente,
poniendo al futuro sobre aviso.
No me entregues la soledad por fascículos, no lo dilates.
Yo quiero que asumas la culpa y la bondad que hay en ello,
desamor sin maquillaje, la verdad sin photoshop.

No te quedes junto a mí,
te lo ruego,
no lo hagas
si es así como te sientes.

Pero si no es esto lo que te aleja,
si solo es temor a que el fracaso
muerda un día nuestras noches,
si temes que sea yo quien me despida,
o si lo que te aleja de mí es,
por ejemplo,
el pasado sujetándote el vestido,
o el zumbido que rodea a los que aman
y fueron desamados,
entonces quédate
y paga al corazón lo que te exija.
Y si se acaba, da gracias al final
por el regalo que el amor
nos puso entre las manos.

Que no hay gloria mayor
que la que ofrece el amor cuando se da,
ni dolor más merecido que el que viene
cuando el dedo del adiós toca el timbre de tu casa.

DOS BOCAS
Dos bocas que se besan son dos heridas que se cierran al instante.

 

LA PRIMERA VEZ
La primera vez que quedamos fue en la esquina de la plaza de España, junto a una cafetería, hoy sustituida por una agencia de viajes llamada Tu vuelta al mundo. Ninguno de los dos queríamos pasar el trago de vernos sentados frente a frente, con un café, y tener que disimular la agitación interna; preferimos pasear para disfrazar el nerviosismo. Llevaba ensayando todo el día frases que decirle, que, como suele suceder, se esfumaron de mi cabeza en cuanto nos encontramos, así que tocó improvisar. Pero resultó extrañamente fácil, como a veces sucede cuando dos almas vibran en la misma frecuencia. A pesar de sus nervios, su risa invitaba a la calma, así que no hubo problema como en otras ocasiones. Poseo una peculiaridad algo extraña, quizá por mi exceso de empatía, y es que absorbo las emociones de quien tengo enfrente. Si al conversar con alguien percibo timidez o incomodidad por su parte, inmediatamente siento lo mismo, y aunque no sea tímido comienzo a serlo o aunque en un principio estuviera tranquilo cruza por mis gestos una inquietud similar. Sé que ella estaba realmente nerviosa porque me
lo confesó después, pero en ningún momento lo pareció. Al contrario, emanaba calma; su cara, su espíritu eran una brisa deliciosa, así que, siantes podía tener alguna duda sobre si me enamoraría de ella, se esfumó al instante. Ella me aportaba paz inmediata; Madrid entero, de repente, era un colchón. Subimos por Gran Vía hablando de cualquier cosa. Digo cualquier cosa porque recuerdo poco de la conversación. Estaba más pendiente de los lugares a donde su risa me estaba llevando. Llegamos pronto a Times Square, nos pedimos una pizza en la esquina de la 43 con Broadway y caminamos mientras comíamos esas porciones con doble de queso y pepperoni. Los temas de conversación fluían, salían de debajo de las piedras, brotaban de las aceras de la Gran Manzana. Un taxista nos iluminó al pasar frente a su Chevrolet amarillo, como si subrayara a dos estrellas consagradas de esos mágicos teatros. Subimos cuatro calles más, hacia Bryant Park, y no tardamos en llegar a los Jardines de las Tullerías, frente al Louvre, para ver una exposición sobre historias que acaban bien. Nos gustó demasiado y me pidió que subiéramos por los Campos Elíseos. ¿Dije fluir? Fluir es poco. Debería inventarse otro verbo que expresara aquello. Esa chica flotaba, me cogía del brazo con tal naturalidad que destrozaría todos los manuales de consejos amorosos escritos en el último siglo. No había ningún tipo de barre ra ni solemnidad; me agarraba, me elevaba junto a ella y borraba al instante los nombres de las calles. Me pareció que estuvimos un rato mirando nuestro futuro desde la Torre Eiffel, pero no lo tengo claro, ya que al bajar estábamos entrando en un café de Buenos Aires donde un tipo de cuento tocaba un bandoneón. La conversación mejoraba —si es que podía mejorar—, pedimos mate y medialunas con dulce de leche.Ella mordía trozos de las mías para burlarse de mi lentitud comiendo (comprenderéis que me sentía tranquilo a su lado, pero mi estómago aún no lo sabía, iba por partes), le dimos una propina en agradecimiento al bandoneonista, que nos contestó con un perfecto acento porteño y, al salir de allí, la complicidad se vio aumentada por la imagen recortada del Coliseo. Roma se abría como el mar de Moisés para nosotros.Buscamos un banco, su cabeza en mi hombro y el medio abrazo esta vez más tierno. Yo no sé si hablaba o callaba, yo estaba de viaje, en algún lugar, no sé dónde, pero era perfecto. Nos bastó con caminar tres kilómetros de la Gran Muralla para saber que esa historia no sería un trayecto breve, que habría mucho que recorrer juntos, muchas bienvenidas de brazos abiertos como la del Cristo de Corcovado. No podíamos resistir más por las calles de Río, Copacabana se doblaba para saludarnos. El primer beso se hacía necesario, lo pedían las ruinas de Pompeya, el misterio de las pirámides, lo cantaba Leonard Cohen desde el Parnaso, lo anunciaba el calendario maya esculpido por los ancestros en la península del Yucatán. Todos parecían saberlo menos nosotros, aunque en el aire ya se podía percibir el aroma inconfundible del futuro rindiéndose ante ella. El corazón latía rápido, nos faltaba el aire, era la primera escalada sin oxígeno al Everest, pero no fue en Nepal donde llegó el beso que trajo la paz definitiva a nuestras ganas. No fue allí. Fue en Jerusalén, dónde si no. Allí llegó la paz. El resto no es lugar para contarlo. Y esto solo fue la primera vez que la vi, no quería ni imaginar cómo sería el resto de nuestras vidas.

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Autor: Marwan. Título: Los amores imparables. Editorial: Planeta editorial. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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