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Nos queda lo mejor, de Isabel González

Nos queda lo mejor, de Isabel González

Nos queda lo mejor es un conjunto de relatos con un mensaje de optimismo. Aunque un tanto particular. No es un mensaje de optimismo, por ejemplo, para quienes luchan por sus sueños y los consiguen —nos va a matar esta frase—, sino para quienes luchan por sus sueños y no los consiguen. Para quien intenta hacerlo bien y le sale mal. Para quien toma una decisión y se echa atrás de inmediato. Para los payasos y las estríperes, y las payasas y los estríperes. Para quien trata de seducir a alguien con un moco pegado a la nariz. Para quien cobra la mitad. Para los viejos que se hacen los jóvenes y los jóvenes que se hacen los sabios. Para quien recoge gatos. Para quien no sabe quién es. Para quien se sacrifica y no recibe recompensa. Para quien folla sin amor. Para quien ama sin follar. Para quien guarda su vida en una caja y cuando decide abrirla, ha perdido las llaves. Y seguimos y hasta nos da la risa. Nos queda lo mejor es un canto de amor al patetismo humano, a la chapuza universal. Una puesta en escena de la pasión por lo grotesco. Porque lo grotesco corporiza lo patético y si algo somos, por encima de todas las cosas, es gente patética y enamorada.

Zenda adelanta un fragmento de uno de los cuentos que integran el libro, titulado ‘Hombres grandes’.

***

Hombres grandes

Los hombres grandes se han ido. ¿Todos? No. Aún queda uno: Asís. Metro noventa. Hijo del mejor amigo de mi padre. Cuarenta años, tres hermanos y hombre de ninguna otra mujer que de su madre y de la madre de su madre, las dos ya en el otro mundo. Goce el Altísimo de sus guisos. Asís las echa mucho de menos, pero no lo dice. Pertenece a los hombres fuertes, incansables, jabonosos: duros por fuera y blandos por dentro. No precisan coartada cuando es cuestión de honor o temperamento. Cuando es cuestión de llorar, quiebran algo con rabia y se ponen a repararlo luego. Asís entra en la casa de mis padres silbando, con una sandía de diez kilos bajo el brazo. La sandía ha crecido a lo bestia. Como los pavos del huerto. Enormes. Se debe de contagiar por el aire lo del tamaño. Me acaricio la tripa. Estoy embarazada. Asís entra. En la boca, siempre una anécdota.

—¿Sabéis qué es un tábano? Un cruce de murciélago y avispa porque pica como la avispa y muerde como el murciélago —dice.

El otro día fui a su huerto, a ver los pavos.

—Por aquí —me indicaba. Yo iba detrás, había llovido y se me hundían los pies en el fango. «Cuanto más pesa una, más se hunde una», pensé. Y yo pesaba, pensaba: «Estoy preñada. En avanzado estado de preñación». ¡Dum! Pie embarrado hasta la rodilla. «Me voy a quedar plantada. Me convertiré en sandía». Dejé de lloriquear y miré de una vez al frente. A la ancha espalda de Asís, que caminaba firme. Sabía por dónde avanzar. Si eres grande, pero distingues las cualidades del barro no te hundes. El lugar donde pisar, el lugar donde no. Sabiduría telúrica que he perdido. Me fui del pueblo cuando era cría y ya ni idea de lo básico. «Esto se acaba», me digo. «Esto no se acaba, no jodas». Me acaricio la tripa.

—Pavos. Huerto. Sandías —señaló Asís en tres movimientos. Desde lejos. No lograba alcanzar su ritmo—. ¿Todo bien? —preguntó.

Intuí su prisa. Debía ponerse a hacer cosas. Las cosas que hacen los hombres grandes: cortar leña, cortar cuellos, levantar sacos, rellenar orificios.

—¡Todo estupendo! —Alcé el pulgar.

—En la capital no verás de esto, no —me dijo.

Abrió los brazos, accedió a una caseta minúscula que le encajaba como un abrigo y ahí me quedé yo, sola, al aire libre, rezagada entre las mías: las pavas, que empezaron a rodearme. «Me han reconocido. Apartad. Apartad», agité las manos, pero se acercaron aún más. Cómo podían ser tan confiadas. Tan tontas. Cómo podían pensar que les echaba comida si era la primera vez que nos veíamos. Me avergonzaron. Me quedé quieta, enfurruñada y empezaron a dispersarse. Fliki, fliki, se alejaban. Tenían unas patas raquíticas, gomosas, casi invisibles. Parecían flotar sobre el barro, pero no volaban ni levitaban. Era algo hipnótico. Un vicio. Yo quería apartar la vista, pero ahí estaba: mirándolas: atenta al asco. A esos cuerpos hinchados por cuya parte delantera les subía otra pata, salvo que no era una pata sino un cuello por acabar en cabeza, una cabeza por acabar pico, un pico por acabar en gusano y un gusano porque, ¿qué es lo que hay tras los gusanos? Nada. Tras los gusanos no hay nada. La aberración empezaba a hacer de las suyas. Concentré mi energía en no desmayarme. «Suficiente —me dije—. Ya he visto todos los pavos que necesito ver en la vida y la vida hay que llenarla de armoniosas estampas. De atardeceres y amaneceres y no de seres sin apenas transición entre el esófago y el cerebro. Solo engrosan por el centro. Como una gaita. Fueron concebidos para engordar y nadie podrá modificar su destino. ¡Nadie!», me puse fatalista. Me acaricié la tripa. Fracaso absoluto. Quince minutos de huerto y ya no aguantaba. Sobre todo por el olor. Diosanto. Por ese olor a cuerpos inmundos y blandos. La humedad acidulaba la peste. El embarazo empujaba la náusea. «Si vomito, se lo comen», lo vi claro. Y también vi otras cosas. Que el moco de pavo existe, que tiene pelos y que les cuelga a un lado del pico como otra lengua por fuera. Para colmo, los cuellos de los machos están plagados de tumores que no son tumores sino «inflamaciones rojizas eréctiles. Una maravillosa característica sexual secundaria», me enteré más tarde. Me hundí. Se acabó. Definitivamente, me había vuelto incapaz de apreciar la belleza oriunda. Busqué su nombre científico: carúnculas. Así se llaman los testículos del cuello. «Hombres grandes, por favor, agarradme de los tobillos, girad sobre vuestros pies y lanzadme fuera del huerto», rogué.

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Autora: Isabel González. Título: Nos queda lo mejor. Editorial: Páginas de Espuma. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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