La humanidad no está en peligro por culpa de la Inteligencia Artificial, sino por la estupidez que parece haberse instalado en el cerebro del común de sus miembros. Curiosamente, el autor de este ensayo defiende que la imbecilidad es una ventaja adaptativa. Y la prueba es que los imbéciles tienen doblegados a los inteligentes.
En Zenda publicamos las primeras páginas de Nuevo elogio del imbécil (Gatopardo), de Pino Aprile.
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y Lorenz me dijo…
¿Por qué hay tantos imbéciles? No me lo quitaba de la cabeza: me sorprendía la naturalidad con que toleramos la estupidez. Me preguntaba: ¿se dan o no se dan cuenta los demás del poco sentido que tienen muchas de las cosas que hacemos? Y dado que no todos somos tontos, ¿cómo es que no nos importa?
El ser humano es un animal muy parecido a los grandes simios. Somos el producto de un larguísimo proceso evolutivo regido por las mismas leyes que siguen marcando el camino de todas las especies (incluidas las vegetales). Nos distingue de los demás animales, incluso de los más próximos, la cantidad y la calidad de nuestra inteligencia. Ningún otro animal del planeta tiene tanta. Me fascinaba la idea de que el mismo mecanismo que nos había otorgado esta potencia cerebral se la hubiera negado a otros. O sea, ¿por qué nosotros? (¿Y por qué, me preguntaba acto seguido, este hermoso don se usa tan poco?)
La ley evolutiva es la misma para todos: la selección natural, la supervivencia del más apto. Así prevalecen las características que permiten a la especie (a cualquier especie) responder ventajosamente al entorno. La selección natural no sigue un camino trazado: avanza al azar y de una serie ininterrumpida de intentos exitosos genera aquellas características que garantizan la supervivencia de la especie. En nuestro caso, fue la inteligencia.
El mismo Darwin aplicó su teoría al ser humano, teoría que otros resumieron en términos tan pedestres para la época («Descendemos del mono») que la piadosa esposa del obispo anglicano de Worcester comentó: «Si es así, por lo menos que no se entere nadie».
Pero el razonamiento de Darwin era mucho más complejo. En realidad, la idea de descender del mono no es tan terrible, pues al fin y al cabo ya no somos monos, que es lo que importa. Muchas familias tienen antepasados inconvenientes y, cronológicamente, más recientes. Del pensamiento de Darwin creía poder deducir algo más: una explicación plausible de la inteligencia humana basada en razones puramente naturales. ¡Qué chasco para el hombre que se considera el centro del universo!: su potencia mental, en el teatro de la vida, no vale más que el mimetismo, la fuerza física o la envergadura de otros animales. Así, más en serio que en broma, empecé a preguntarme: si hubo especies acuáticas que se hicieron terrestres y animales reptantes que ahora vuelan, ¿quién nos asegura que no habrá nuevas adaptaciones que alteren la calidad y la cantidad de nuestras características, incluidas las cerebrales? Somos el único ser pensante del planeta, pero ¿quién nos asegura que seguiremos siéndolo?
Ahí caí en la cuenta de que hasta con la teoría de la evolución humana podíamos alimentar nuestro orgullo de animales inteligentes, la necesidad de sentirnos especiales: la arrogancia de la especie…
Antes, la investigación científica de nuestros orígenes se encomendaba al examen de los restos fósiles de los primeros homínidos y sus manufacturas. Así, el resultado de estas investigaciones, oportunamente elaborado, nos permitió confeccionar esas tablas de la evolución humana que ilustran los libros científicos: una serie de bípedos puestos en fila según el (hipotético) orden cronológico de su aparición. El primero de la izquierda era casi un mono: pequeño, peludo, encorvado, con brazos y piernas desproporcionadamente lar- gos y arqueados, y la mirada perdida. A medida que avanzábamos hacia la derecha y hacia el presente, los rasgos animales se atenuaban hasta sublimarse en el último de la fila, el Homo sapiens sapiens. Alto, apuesto, con la barbilla y la mirada tendidas hacia el futuro (como si le hubieran asegurado que iba a ser Leonardo da Vinci).
Como es natural, se nos dejó bien claro que esa reconstrucción solo era hipotética. Algún homínido podía intercambiar su sitio en la fila con el vecino más o menos simiesco, y siempre estaba el eslabón perdido: nuestro antepasado más cercano, casi tan guapo como nosotros, pero aún repelente y tonto como los predecesores.
Esto no debilitaba el fundamento de la reconstrucción: por muy bestias que fueran sus progenitores, el ser humano seguía siendo el destino maravilloso de un viaje emprendido hace millones de años. De un modo u otro, pues, somos seres especiales, únicos. Con Darwin, parecía como si el hombre se hubiera apartado del centro de la creación, como si renunciara a ser la creación decisiva y más noble de Dios, la única hecha a su imagen y semejanza. Y, sin embargo, sí, seguíamos siendo la obra maestra de la evolución. Solo así cobraba fuerza la teoría de que el hombre es el centro de la naturaleza, la razón que explica la existencia del universo.
No me veía capaz de emitir juicios sobre las disputas científicas ni teológicas a las que la intuición de Darwin había dado origen. Ni siquiera estaba seguro de que el bueno de Charles compartiera ciertas derivaciones que otros podrían hacer de sus ideas. Solo intuía, confusamente, que ahí podía haber algo importante, aún por desvelar. Pero no iba más allá.
Al final me hice periodista y, después de trabajar muchos años en un periódico, entré en una revista, coincidiendo con uno de los momentos de mayor incertidumbre moral y política de la historia italiana de finales del milenio pasado. Como buscábamos respuestas, transfusiones de saber, y no había un único e indiscutible «viejo de la montaña», estaba muy de moda hacer largas entrevistas a personajes célebres por su saber y autoridad, de las que resultaban retratos comentados, juiciosos, llenos de anécdotas y opiniones sobre todos los temas posibles. Tuve así ocasión de conocer a varios protagonistas de la historia del siglo XX: algunos me recibieron en su casa, conocí a su familia, a veces comí a su mesa y pude, con su permiso (o a veces, lo admito, sin él), curiosear en sus escritorios, en sus bibliotecas. Quizá tendría que haberme preguntado: ¿quién me da derecho a irrumpir en la vida de estas personas, a sonsacarles opiniones, confesiones, sentimientos? Nunca me sentí un intruso. Pensaba que tenía el derecho de preguntar y ellos tenían el deber de responder. ¿Por qué? Porque somos animales sociales y es bueno que compartamos, que difundamos las preguntas y las respuestas. Durante mucho tiempo pensé que «la respuesta absoluta» existe, pero está desmenuzada entre todos los hombres; cada uno tiene un granito de ella y no sabe que lo tiene. Si alguien, como en un rompecabezas…
Un día, el director de la revista en la que trabajaba y yo decidimos hacer un reportaje sobre Konrad Lorenz: era un «alma grande», al que habían galardonado con el Premio Nobel por su contribución al nacimiento de una nueva ciencia, la etología (que estudia el comportamiento de los animales), pero que era conocido en todo el mundo por su manera divulgativa de contar observaciones científicas como si fueran fábulas de animales.
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Autor: Pino Aprile. Título: Nuevo elogio del imbécil. Traducción: Juan Manuel Salmerón. Editorial: Gatopardo. Venta: Todos tus libros.
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