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Óscar, un relato de Óscar Montoya

Óscar, un relato de Óscar Montoya
Zenda comienza con este relato de Óscar Montoya a publicar una serie de este autor, uno de los valores más significativos del actual panorama literario. Y lo empieza con «Óscar», título que, según dice el autor, «no obedece a la vanidad; es una historia que me sucedió realmente, y así sirve para presentarme». La temática de los cuentos de Óscar Montoya tiene un trasfondo cotidiano y social, no exento de un humor muy característico. De él ha dicho Rodrigo Blanco Calderón: «Hay novelistas que te hacen reír, otros, llorar. Y algunos, reflexionar. En la narrativa española actual solo hay uno que consigue las tres cosas: Óscar Montoya».  Sus dos últimas novelas, De otro lugar y Lo que te persigue están publicadas en la editorial AdN.
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Ahora que los reñideros digitales culturales se encuentran divididos entre defensores y detractores de la autoficción, me propongo relatar aquí un suceso que viví hace muchos años, y que demuestra hasta qué punto esta discusión carece de sentido, porque la realidad, como sabemos, suele superar a la ficción y hacerla trizas, por eso conviene no abusar de ella y manipularla como si fuese plutonio. El hecho al que me refiero tuvo lugar el uno de septiembre de 2007 en el área metropolitana de Vigo, la ciudad donde vivo. Por aquella época yo no conducía muy bien. Me acababa de comprar un Seat Ibiza rojo de segunda mano que solo utilizaba los domingos y a la hora de la siesta, para practicar. En aquellas ocasiones, me armaba de valor y me aventuraba por la ciudad vacía y los polígonos desangelados; y si se me calaba, pues se me calaba, qué le íbamos a hacer, me tomaba mi tiempo para arrancar y listo. Hasta que, envalentonado por las prácticas dominicales y por la reciente lectura del relato Autopista hacia el Sur, de Cortázar, decidí dar un paso adelante en mi escalada automovilística y coger el coche el primer sábado de septiembre, un día especialmente caluroso. Yo vestía camisa y corbata, no recuerdo por qué, y el Ibiza carecía de aire acondicionado. Pues bien. En la primera rotonda que se me puso a tiro tomé por error la salida hacia la autopista, justo en dirección contraria a mi destino, y en un abrir y cerrar de ojos me despedí de la ciudad. Intenté concentrarme para deshacer el entuerto cuanto antes, pero unos minutos más tarde tomaba otra salida y ya la liaba del todo: no tenía ni idea de a dónde había ido a parar. Conduje diez o quince kilómetros por carreteras secundarias, hasta que me detuve en un stop. Una fila de vehículos lentos circulaba hacia el Oeste. Me dije: seguro que regresan a Vigo. ¿A dónde, si no, iba a ir tanto coche? ¿Hacia la perdición de los montes? Giré a mi izquierda y los seguí, pero enseguida los automóviles comenzaron a encarar una estrecha y tortuosa vía de montaña. ¿Un subterfugio para evitar controles? ¿Obras en la carretera nacional?, me pregunté. Los coches fueron haciéndose a un lado, hasta que me quedé solo y sin guía, circulando a muy poca velocidad. Recuerdo que se me vino a la cabeza otro cuento de Cortázar relacionado con el mundo del motor, El copiloto silencioso, y que miré a mi derecha y deseé que hubiera un cadáver a mi lado que al menos me hiciera compañía. Pero todavía tardaría un poco en tener novia y en endosarle la esclavitud de la conducción. Fue entonces cuando comencé a ver a toda esa gente apostada en los arcenes, montando un circo de cuidado. Adultos, niños, familias enteras trataban de cortarme el paso, abalanzándose sobre el capó, al tiempo que se dirigían a mí por mi nombre. «¡Óscar! ¡Óscar!”, gritaban enloquecidos. ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo carajo sabía toda esa gente mi nombre, si no hacía ni media hora me encontraba en casa, en el centro de la ciudad, armándome de valor para subirme al Ibiza? A pesar del bochorno y la corbata, que me estaba matando, subí la ventanilla del todo. Simultáneamente, oí una sirena de policía. Por el espejo retrovisor central, el conductor de un todoterreno de la Guardia Civil me ordenaba detenerme, y así lo hice. El guardia se apeó como un cohete y comenzó a disolver a la muchedumbre, que no dejaba de corear mi nombre y de hacer el indio. Después me preguntó que a dónde me dirigía. “Yo solo intento regresar a Vigo», le dije, al borde del llanto y sudando copiosamente. Ahí fue cuando advertí las primeras mayúsculas dibujadas sobre el asfalto: VAMOS ÓSCAR. FORZA ÓSCAR. ÓSCAR CAMPEÓN. Vaya. O mucho me quería la gente o me había metido de lleno en una de las etapas de la Vuelta Ciclista a España, a su paso por Galicia. Porque solo entonces supe que lo único que querían esas familias era ver al ganador del anterior Tour de Francia, el héroe local Óscar Pereiro, y no a Óscar Montoya, escritor nacido en Alicante. Así que arranqué, crucé la meta del Premio de Montaña y me dirigí, siguiendo las indicaciones del guardia civil, a Vigo. Al llegar a casa, encendí la tele para ver cómo Óscar pasaba por donde Óscar ya había pasado antes. Y me dije que algún día tendría que contar esta historia.

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