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Otra recompensa que el olvido

Otra recompensa que el olvido

Prestigio y molestia de las fajas

No sé si hay algo más contradictorio que las fajas. Como escritores, todos anhelamos disponer en nuestros libros de una que glose nuestras virtudes sin hacer la menor alusión a nuestros defectos y reúna tres o cuatro máximas de vocación lapidaria que nos allanen el camino, si no hacia la inmortalidad, sí hacia unas cifras de ventas más o menos presentables. Como lectores, en cambio, las detestamos hasta extremos casi inconfesables, nos peleamos con ellas nada más abrir el libro recién adquirido, las apartamos con enojo cuando comprendemos que no podremos nunca ganarles la batalla —dejamos al libro libre de polvo y faja— y las arrojamos de cualquier manera al primer sitio que tenemos a mano sin preocuparnos de lo que pasará después con ellas. A lo largo de los años uno ha venido compartiendo esta cuestión con unos cuantos colegas y se ha sentido reconfortado al ver que todos, en mayor o menor medida, nos vemos afectados de igual modo por el trance. Creo que fue Fernando Beltrán quien me comentó una vez que él solía apartarlas y guardarlas todas juntas, cuidadosamente, en uno de esos cajones absurdos para los que nunca se encuentra uso. Alguien que no recuerdo me explicó que las doblaba y las mantenía entre las páginas del ejemplar correspondiente, a fin de que no se separasen nunca del objeto para el que se habían concebido. Yo carezco de método y me limito a sortear el inconveniente del mejor modo que se me ocurre. A veces las empleo como marca de lectura, si es que no tengo otra a mano, y otras las deposito en la mesita de noche mientras dura mi travesía por el volumen al que abrigaban. Si me acuerdo, vuelvo a colocarla en su lugar una vez concluido el libro —aunque ninguna faja vuelve a plegarse igual después de verse apartada, ése es otro misterio— y viaja con él hasta el estante donde se refugiará a partir de entonces. Lo normal es que se me olvide, que la faja se quede olvidada en la mesita y que con el paso de los días le terminen haciendo compañía otras de su especie. Cuando el tumulto se hace insostenible, les busco acomodo en un cajón cualquiera —igual que hace mi querido Fernando, pero me temo que sin su esmero papirofléxico— o las envío directas a la papelera. Hace años me encontré con varias desperdigadas e hice un experimento: como era imposible adivinar a qué libro pertenecían, traté de emparejar a cada una con su ejemplar correspondiente, en una suerte de juego cuya conclusión, no por esperada, resultó menos inquietante: cualquiera servía para cualquier libro, porque al cabo nada de lo que en ellas se decía era tan sumamente original, o tan decididamente particular, que singularizara a unas frente a otras. De ahí que no termine de comprender bien su utilidad, como no sea para ofrecer al libro una especie de arrope visual una vez que sale de la imprenta y se ve arrojado a la intemperie de las mesas de novedades. No sé de nadie que se guíe por lo que se dice en ellas, ni para bien ni para mal, ni de ningún autor que reconozca tenerlas en estima. Ni siquiera lo que se podría tolerar como una comprensible coquetería me hace guardar las pocas que alguna vez contaron con alguna frase mía. En compensación —y porque las personas somos, por encima de cualquier otra cosa, seres contradictorios—, no sólo no me negué a que mis libros llevaran faja cuando la editorial así lo decidió, sino hasta me molesté en seleccionar, o revisar, o cotejar, los textos que irían finalmente en ella, por mucho que dudara de su utilidad. Tampoco ésas las guardo, sin embargo, y sólo conservo las que han logrado permanecer, con el paso de los años, prendidas a su ejemplar correspondiente. Me pregunto a veces si no es una vulgar descortesía este desdén hacia ellas, que tan bien acostumbran a hablar de mí sin que yo sepa concederles a cambio otra recompensa que el olvido.

Trascender el propósito

"Al alba de Luis Eduardo Aute, que es una de las canciones de amor más tristes y más hermosas que ha dado la música española y fue también uno de los primeros himnos de la transición"

Dentro de los actos institucionales con que se celebra este año el Día de la Constitución, la cantante María Berasarte interpreta en el Salón de Pasos Perdidos del Congreso de los Diputados el «Al alba» de Luis Eduardo Aute, que es una de las canciones de amor más tristes y más hermosas que ha dado la música española y fue también uno de los primeros himnos de la transición cuando ésta ni siquiera había empezado y la democracia era sólo una esperanza tímida que se dibujaba en un horizonte difuso. Se ha dicho siempre —crecí con esa convicción porque así me lo dijeron mis padres y así lo decía todo el mundo, de tan generalizada como estaba la historia— que esas estrofas en las que un amante se despide para siempre de su amada encerraban en realidad un alegato contra la pena de muerte, y que el asunto amoroso no había sido más que un subterfugio con el que engañar a una censura que, aunque vivía sus últimos momentos, aún se afanaba en su tarea con el escrúpulo habitual. En el verano de 2016, aprovechando una conversación pública que mantuvimos en la Semana Negra de aquel año, le pregunté al propio Aute por lo que siente un artista cuando una de sus obras se eleva a la categoría de símbolo y termina erigida en síntoma y resumen de una época. Quería saber si hay satisfacción por lograr eso que se supone que persigue cualquier creador —que aquello que él imaginó y a lo que dio forma se independice y se haga autónomo, que sobreviva sin necesidad de mantenerse siempre anclado a la figura que lo engendró— o si por el contrario existe también una responsabilidad sobrevenida —la de ser el artífice de algo que pasa a significar mucho para mucha gente— que nunca sabe bien cómo afrontar. Se encogió de hombros y me reconoció que «Al alba», contra lo que piensa casi todo el mundo, no nació como una canción protesta ni lo quiso ser nunca. Me contó que, antes de empezar a escribirla, sí que había intentado pergeñar unas estrofas contra la pena de muerte que no consideró dignas de llegar a ningún sitio, y que tras arrojarlas a la papelera se puso a dar forma a una canción de amor que, inopinadamente, se contagió de la atmósfera de aquello que acababa de desechar y también del ambiente que vivía un país acongojado por los últimos estertores de una dictadura. Por aquellos meses se habían firmado las que fueron las últimas sentencias a muerte del franquismo y cinco hombres aguardaban en sus calabozos el momento de afrontar su última y desdichada suerte. La infamia obtuvo una repercusión internacional y hasta el Papa pidió clemencia al dictador decrépito, pero no sirvió de nada. Aute entregó la canción a Rosa León, que era quien iba a interpretarla, y al leerla ésta verbalizó aquello en lo que no había caído su compositor: «Parece la declaración de amor de un condenado a muerte.» En uno de sus conciertos —quizá el primero en el que la dio a conocer—, la cantante dedicó la canción a aquellos cinco hombres cuya suerte estaba echada, y a partir de ahí sus estrofas y su estribillo devinieron para siempre en una metáfora que Aute nunca rechazó, pero que superaba las expectativas que él mismo tenía puestas en su composición. En ocasiones las canciones, al igual que les ocurre a las novelas, son más inteligentes que sus autores. Cuando la grabó en su propia voz, el franquismo ya iba quedando atrás y estaba a punto de aprobarse esa Constitución en cuya reciente festividad han vuelto a desplegar sus alas los miles de buitres callados. Seguramente la España que se soñaba entonces se parece poco a ésta, pero no hay la menor duda de que ésta de ahora es infinitamente mejor que aquélla que llegó a verse sumida en una noche tan larga que parecía que no iba a acabar nunca.

La mala y la buena crítica

"Mienten los escritores que aseguran no conceder la menor importancia a las críticas de sus libros"

Mienten los escritores que aseguran no conceder la menor importancia a las críticas de sus libros. Al menos, yo no sé de ninguno que no se sintiera halagado por una buena reseña ni contrariado por una valoración tibia o negativa. Es cierto que, en estos últimos casos, el tono impone o debería imponer un matiz: no es lo mismo un cuestionamiento razonado y coherente, una exposición sosegada de los motivos que llevan a que una determinada obra no merezca el nihil obstat, que los ataques desaforados y algo excéntricos que se leen de cuando en cuando y tras los cuales cabe entrever la huella de algún desencuentro previo entre el crítico y el criticado, bien en el ámbito personal o bien en el de los postulados teóricos que cada cual tenga asumidos. Hay ejemplos sobrados de este último caso, y quizá uno de los más recurrentes sea el que relata el desprecio con que se refirió Lope de Vega a El Quijote y aun la perspectiva distorsionada desde la que juzgó a su propia criatura el mismo Cervantes, que se murió convencido de que la obra por la que lo recordarían los siglos sería el hoy tedioso Persiles. Aun así, por mucho que se busque consuelo apelando a referentes ilustres, no hay malas críticas que no escuezan, cuando menos. Sólo en ocasiones acude el tiempo a deshacer agravios, si ocurre que lo que un día fue una valoración pésima se termina convirtiendo en una suerte de honra para aquello cuyas virtudes se intentaron echar por tierra. También se han dado muestras de este extremo a lo largo de la historia, pero mi favorita, por excesiva, es la que protagonizó el censor encargado de dictar sentencia acerca de La saga/fuga de JB, la novela de Gonzalo Torrente Ballester que se considera hoy una de las mejores obras de cuantas se publicaron en España en el siglo pasado. «De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor», comenzaba el abnegado reseñista. «Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo santo que apareció en el agua y una serie de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando, alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto, y alguna palabrota para seguir la actual corriente literaria. Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación. La denegación no encontraría justificación, y la aprobación sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez. Se propone se aplique el SILENCIO ADMINISTRATIVO». Qué escritor no querría una faja así envolviendo la portada de su libro.​​

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