Los lectores
Lo dije en la presentación de Granada, a propósito de una pregunta que me hizo Miguel, y lo repito en Madrid no sé si a raíz de una observación de Elvira Lindo o de un comentario de Pancho Varona: no tengo en la cabeza a los lectores cuando escribo, no pienso en ellos porque no sé quiénes son y no trato de ajustar mi escritura a sus pretensiones hipotéticas porque creo que, en primer lugar, eso significaría tenerlos en muy baja estima, pero además no me gusta verlos como posibles clientes, sino como cómplices plausibles que van a sentirse interpelados o atañidos por lo que sea que tenga que contarles. Uno nunca sabe quién va a tener ante los ojos las palabras que ha escrito, y por eso es tan grato que se acerquen a decirle que sus sustantivos y sus verbos, sus subordinadas y sus párrafos interminables, le han hecho compañía, y se siente especialmente agradecido cuando comparten las alegrías del autor como si fueran propias. Recuerdo una anécdota que contó Daniel Moyano hace muchos años y que yo leí bastante tiempo después de que él la relatara, creo que recogida en un libro de Francisco García Pérez. Como no tengo el volumen a mano, voy a citarla de memoria: «Era avanzado el mediodía y vi venir al cartero. Estaba borracho. Me entregó un sobre abierto. Saqué la carta y la leí allí mismo, delante de él. “¡Premiaron mi novela!”, dije. “Ya lo sé, en la oficina no pudimos resistirnos a leerla y llevamos desde primera hora de la mañana celebrándolo.”»
Una ciudad entrevista
Los viajes relámpago a ciudades desconocidas se terminan convirtiendo en trampantojos para la memoria, imágenes fugaces que se suceden y superponen sin que uno atine a saber muy bien cuáles se corresponden con lugares que contempló realmente y cuántas tienen que ver con fabulaciones o pensamientos inadvertidos que desfilaron por la mente al albur de lo observado. Salgo de Madrid temprano, con la ciudad ya despierta pero holgazana, arrullada en las permisividades festivas que concede la celebración del patrón, y los paisajes que pasan al otro lado de la ventanilla del tren son manchas de colores que la primavera lanza desde su paleta al viento, pinceladas inconexas que sólo cobran forma indefinida cuando la megafonía del vagón anuncia la entrada en Málaga y el tren se detiene en un andén luminoso y salgo a pie en busca del hotel por una avenida perfectamente olvidable que desemboca en un puente a partir del cual brota la ciudad que comienza a asumir su nombre. Infestada de turistas, en un primer momento pienso que la Málaga que recorro se ve obligada a debatirse entre ser la que es o convertirse en aquélla que se espera, pero a medida que doblo esquinas y atravieso callejones comienzo a temer que ya ha perdido la batalla y también es más un espacio concebido a gusto del consumidor que un rostro forjado con las cicatrices que le ha ido dejando su propia historia. Envío a Antonio Soler una foto que tomo delante de la iglesia de Santiago para que sepa que he querido visitar la parroquia en la que hizo de las suyas don Hipólito, aquel cura cuya vida tan bien noveló él en Sacramento, y poco después me confirma Héctor Márquez lo que ya sabía mientras comemos en la terraza de un local que lleva el flamenco por bandera para atraer a las hordas de extranjeros que deambulan buscando autenticidad en el artificio: hace tiempo que aquí ya no hay quien viva y los malagueños se han visto obligados a replegarse hacia las periferias y se avecindan en localidades cercanas donde aún la vida se parece a la que solía ser antes de que se consumaran las invasiones modernas. De lo que fue quedan rescoldos dispersos y casi escondidos: con Soler y María del Mar, y también con Héctor y con su pareja, y con Agustín Rivera, nos refugiamos en un pequeño bar que se abre ante el Arco de la Cabeza y se ubica en las dependencias de una antigua mercería. Todavía quedan en el patio muebles de cuando entonces, y hay en su interior blocs y bolígrafos y cintas métricas que usaban los tenderos para apuntar debes y haberes y tomarle los números al género. Hay una algarabía políglota que envuelve mi regreso al hotel, la misma que me encuentro en la estación en la madrugada, cuando pocas horas después de acostarme regreso allí para tomar el tren de vuelta. Me pregunta Antonio qué me ha parecido Málaga y yo no sé qué responder, porque es como si hubiera pasado por ella pero ella no me hubiese visto.
Volver a Barcelona
Que llevaba demasiado tiempo sin volver por Barcelona lo sospecho cuando en la misma estación de Sants desciendo a los andenes del metro y me sorprendo haciendo todas las elucubraciones del mundo para dar con la línea que puede llevarme a mi destino, pero lo confirmo cuando al filo de la media tarde me encuentro con Sergio Gaspar en +Bernat y la conversación desvela que llevábamos unos cuantos años sin vernos cara a cara y algunos en los que el trato por teléfono o correo electrónico se había vuelto más breve del que durante un periodo llegó a ser habitual. El cariño que uno tiene o deja de tener a las ciudades se cifra algunas veces en la cantidad de amistades que conserva en ellas, a los rostros familiares y queridos que espera ver en cuanto aterriza en sus calles, en las promesas de reencuentros que se esbozan en la agenda cuando la posibilidad del viaje irrumpe en el calendario. Sólo paso aquí unas horas —también fue así la vez anterior, el año de la pandemia, un breve lapso de espera entre el avión que me trajo desde Asturias y el tren que debía llevarme a Perpiñán—, pero son suficientes para que se dejen ver una serie de personas que generan complicidades nuevas —lo hacen Lidia o Montse o Júlia, a las que pongo cara al fin, y José de Montfort, al que veo en carne mortal tras años relacionándonos por vía cibernética— y hagan su aparición otras que forman parte de ese inventario de familiaridades deseadas que me he ido labrando con el paso de los años. Se deja ver por sorpresa José Luis Muñoz y anuncia su presencia Toni Quero, con quien no hablaba desde aquel febrero en que nos conocimos en Collioure; vienen Maria Fortuny y Bea, y también Diego Prado e Ignacio Martínez de Pisón; me estampa un par de besos Marta Borraz cuando me encuentra a la puerta de la librería, haciendo tiempo antes de la presentación, y me río mucho con Víctor Amela y Víctor Fernández, que de inmediato aceptaron la propuesta de unírseme para poner de largo a mi nueva criatura en la ciudad. Me extraña tropezarme con Jordi tan lejos de Gijón, pero resulta que desde que se ha jubilado pasa aquí dos o tres meses al año y el azar ha querido que este año coincida su estancia larga con mi paso efímero. No puede venir Milo J. Krmpotic, pero es como si lo hiciera porque no hay Barcelona sin él y siempre tengo la impresión de que la ciudad entera conserva su aliento en cualquier calle, del Eixample a Poble Nou. Los dejo a todos en una terraza, divirtiéndose, porque me tengo que ir corriendo a Sants para coger el tren de vuelta antes de que empiece a caer la noche. Me cuenta Diego que se han echado unas risas. Le contesto que espero que hayan sido a mi costa.
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