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Sin desmayo los suspiros

Sin desmayo los suspiros

Llegar por vez primera

Hay ciudades que se terminan convirtiendo en una especie de asignatura pendiente que se enquista hasta el borde de la desesperación, que se revelan irritantemente esquivas y llegan a instalarnos en la convicción de que jamás conseguiremos pisarlas, por mucho que nos empeñemos. Yo, que hasta ahora podía decir con Alberti aquello de «nunca fui a Granada, nunca vi Granada», pongo el pie en el andén de la estación con un vago pálpito de irrealidad, como si no acabara de creerme que era tan sencillo llegar allí donde mis pasos no habían querido conducirme nunca, y la visión fugaz de la Alhambra encaramada sobre su colina mientras camino hacia el vestíbulo de la terminal no hace más que ratificarme momentáneamente en la ilusión del ensueño. Hace un anochecer de primavera, de ésos que tanto extrañamos en el Madrid que queda atrás y que relega cada día un poco más su emancipación del crudo invierno, y sopla una ligera brisa despreocupada por las calles que recorro un poco por vocación y por necesidad: no hay apenas taxis, pierdo el tranvía y el teléfono móvil me revela que no hay tanta distancia entre el lugar donde me encuentro y el hotel que me han reservado como para eludir la tentación del paseo. Hay que cruzar un parque y atravesar una rotonda para llegar al entramado de la zona noble, un ovillo extenso de calles estrechas y adoquinadas donde va respirando uno el viejo aroma del cruce de culturas que sazonaron las lágrimas de Boabdil. Está a punto de caer la noche y hay cierta languidez despreocupada habitando las aceras de la Gran Vía de Colón o la calle de los Reyes Católicos, que sigue el recorrido de un Darro embovedado para aliviar a la ciudad de sus rigores menos agraciados. Miguel Fernández, que es aquí mi anfitrión y un poco mi guía, nos explica en un bar de la Pescadería las vicisitudes ocultas de la ciudad, las sombras que pasan inadvertidas para los turistas que la recorren mirándola sin verla y que también construyen su identidad, acaso en mayor medida que las luminosidades de postal con que epata a los recién llegados. Se entrelazan en su boca las historias que hablan de esa Granada tan oculta que casi parece agazaparse en ese subsuelo por el que discurren las aguas adormecidas del río, pero que emerge de cuando en cuando para recordar lo afilado de sus puñales. Toda civilización se erige sobre un legado de barbarie, también la que ha venido perfilando con el curso de los siglos los contornos de esta Jerusalén andaluza donde se honra por igual a los musulmanes que definieron su grandeza y a los cristianos que la hicieron luego suya. Desde el Mirador de San Nicolás, abierto en la ladera del Albaicín a un costado de la iglesia del mismo nombre, Granada recuerda unas veces a la Atenas que se aprecia desde el Licabeto y otras a la Roma que se deja vislumbrar sobre las tapias del Giardini degli Aranci, ciudades agazapadas tras los muros de un recinto sagrado que se disponen a recibir su bendición o se preparan asaltarlo, en función del afán que se derive de cada circunstancia. Lugares aparentemente levíticos pero en realidad fieramente humanos, y que por eso desconciertan y reconfortan al mismo tiempo; embajadas del espíritu que uno guarda en su corazón aun antes de haberlas visitado y por cuyas aguas van remando sin desmayo los suspiros.

Los hijos pródigos

"Se pregunta uno en qué términos andará ahora la relación que mantiene Granada con el legado lorquiano"

De vuelta al hotel, atravesando las calles anochecidas del centro hasta desembocar en el nudo laberíntico del Realejo, nos narra Miguel una de esas historias que no se cuentan, o que se narran a media voz y cuando nadie mira, para que los ecos de su vileza no empañen el fulgor pretendido del presente. La protagoniza el arquitecto Leopoldo Torres Balbás, que llegó a Granada en 1923 con unas ideas sobre lo que debía ser la restauración patrimonial que entonces eran revolucionarias y se encontró con una Alhambra y un Generalife convertidos en una especie de decorado, un remedo de los palacios que se describían en Las mil y una noches y que poco tenían que ver con la realidad histórica de la vieja fortaleza. Se afanó durante años en deshacer aquel entuerto y devolverle al recinto su apariencia original. Restauró por completo el Mexuar y los patios de los Leones y la Alberca, abrió otra entrada para la Casa Real, reestructuró el Partal con unos jardines que hermanaban la tradición andalusí y la clásica, preparó la rehabilitación como museo del Palacio de Carlos V. Medidas que fueron lúcidas y visionarias, pero también imprescindibles para que todo ese legado haya llegado a nuestros días en las condiciones en que lo ha hecho. No se valoró eso entonces, porque los sectores más rancios de la Granada de su época, que vieron cómo aquel intelectual llegado de Madrid deshacía sus ensueños en beneficio del rigor, iniciaron una campaña contra él que dio sus frutos cuando estalló la Guerra Civil y el bando franquista lo despojó de sus responsabilidades. Nunca pudo Torres Balbás regresar a aquella ciudad a la que había dedicado los mejores esfuerzos de su vida y de la que tuvo que renegar casi por las mismas fechas en que regresaba a ella Federico García Lorca, fatalmente convencido de que encontraría en sus calles la seguridad que no creía tener en Madrid. Se pregunta uno en qué términos andará ahora la relación que mantiene Granada con el legado lorquiano y no lo hace por ociosidad, sino porque aquí y allá aparecen signos que indican, cuando menos, un cierto desentendimiento de lo trágico, una tendencia a frivolizar que parece dar a entender que no existe suficiente fortaleza como para enfrentarse al pasado con la serenidad y el rigor que serían deseables. En el inmueble de la calle Angulo donde vivieron los Rosales y en el que las autoridades franquistas prendieron al poeta para conducirlo a su calvario, se abre hoy un hotel que lleva el nombre de El rincón de Lorca, en lo que seguramente pretende ser un homenaje pero sólo alcanza a formular una suerte de broma macabra. En una caseta de la espléndida Feria del Libro que se extiende por el entorno de la Fuente de las Batallas y la Carrera de la Virgen encuentro un cartel que remeda la célebre portada del Abbey Road y en el que las figuras de los Beatles son sustituidas por las de un Lorca flanqueado por tres guardias civiles. «La mala follá granadina es legendaria», me responde Lorenzo cuando le envío por guasap una foto del afiche. Me consuela pensar que es sólo eso, una sorna desparramada que a veces se pasa de rosca pero no llega a mayores, y que a ella se debió también lo que le dijo una señora a Fernando cuando se vino aquí a estudiar la carrera, allá por los setenta u ochenta del pasado siglo, y alguien a quien preguntó por Lorca le contestó que lo de ése no tenía tanto mérito, que sólo se limitaba a copiar lo que escuchaba por ahí a la gente.

Historia escondida de una plaza

"Dijo el poeta Heinrich Heine que allí donde se queman libros se acaban quemando hombres, y la historia de este rincón del callejero no deja de darle la razón"

Dice Álvaro que en esta Plaza de Bib-Rambla —a la que hemos venido para desayunar en la cafetería que, según nos han dicho, sirve los mejores churros que se encuentran en Granada— se celebró una de las mayores quemas de libros de las que se tiene noticia. La ordenó el cardenal Cisneros cuando en 1499 impuso aquí la fe cristiana, incumpliendo las capitulaciones firmadas por los Reyes Católicos, y tras saquear la Biblioteca de la Madraza y unos cuantos domicilios dispuso aquí cinco mil libros que ardieron a la vista de todos para evidenciar la rendición incondicional de los dominados ante los dominadores. Dijo el poeta Heinrich Heine que allí donde se queman libros se acaban quemando hombres, y la historia de este rincón del callejero no deja de darle la razón. En Bib-Rambla se comenzaron a celebrar más tarde autos de fe que la Inquisición convertía en espectáculos macabros, y donde daban con sus huesos en las llamas las pobres gentes a las que se acusaba de herejía. El más multitudinario se dio en 1672. Se quemó vivo a un joven de diecinueve años, se agarrotó a cinco personas y hubo otras que, por haber muerto en la cárcel o encontrarse huidas, ardieron en efigie. Poca memoria queda de todas esas barbaridades. No hay placa alguna que las recuerde y los turistas y los paseantes apenas llegan a sospechar que un lugar tan apacible, a dos pasos de la catedral y a cuatro de la Puerta Real, pueda presentar tal historial de infamias. Hay un relato escondido que explica los lugares igual o mejor que sus hitos más señeros, un pasado del que todos huyen pero cuya sombra aún moldea el presente y lo completa, y conforma ese revés que es una mano helada y un graznido que resuena en el pasar atropellado de los siglos.

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