La ligereza de los días primeros
Vuelve el calor a Madrid después del crudo invierno y la ciudad se acomoda poco a poco en una jovialidad exhausta que recela de los rigores por venir al mismo tiempo que abjura de las inclemencias superadas. Los antiguos nubarrones parecen una ilusión ahora que retoma el cielo sus acostumbrados hábitos velazqueños y hay quien se pregunta si sucedieron de verdad las lluvias torrenciales que anegaron marzo y empaparon como un augurio triste el mes de abril. Ahora luce todo distinto de como era entonces porque todo vuelve a ser igual que siempre. Evocan estas ínfulas veraniegas las ligerezas de los días primeros, cuando la llegada era una promesa y el mundo parecía nuevo, los paseos morosos por calles familiares que se entremezclaban con paisajes donde el extrañamiento era la norma y el porvenir era una rara expectativa de amaneceres propicios a los descubrimientos. Recorre uno la ciudad ahora como si la recorriera entonces, estableciendo un juego de espejos íntimo e intransferible entre lo que fue y lo que es, y se divierte derivando lo inusual en costumbre, lo ignorado en consabido, como si se hubieran cambiado los papeles o se cumpliera con rigurosa puntualidad el recurrente vaticinio que nos enseña que nosotros, los de entonces, terminamos por no ser nunca los mismos.
El entrevistador confiado
Tras la charla que mantienen Elvira Lindo e Ignacio Martínez de Pisón en el Instituto Cervantes, moderados por Juan Carlos Méndez Guedez en el marco del festival Benengeli, nos vamos unos cuantos a cenar al que Pisón y yo tenemos por nuestro restaurante favorito ―un figón del barrio de Chueca cuyo nombre evitamos repetir en voz muy alta para no encontrárnoslo más lleno de lo que suele estar― y a José Manuel Fajardo le da por evocar aquel momento de su juventud en que visitó el hotel de Madrid donde se alojaba Jorge Luis Borges para hacerle una entrevista. Parece ser que se la concedió únicamente porque su apellido le recordaba al escritor Diego de Saavedra Fajardo, y que por eso en el transcurso de la charla el argentino hizo algunos comentarios que denotaban cierto interés por derivar la conversación hacia ese punto. Esto lo descubrió el entrevistador cuando, mucho años después, se reencontró con aquel texto y reparó en que, mientras el autor de El Aleph intentaba hablar de cuestiones por las que no solía preguntarle nadie, él se afanaba en sacar a colación uno por uno todos los tópicos ―laberintos, espejos, gatos, ruinas circulares, noches unánimes― que conforma el imaginario borgiano. La anécdota me recordó mi primer encuentro con Ángel González, en aquella mañana de julio de 2002 en que acudí a la cafetería del hotel don Manuel de Gijón para hacerle una entrevista en la que, me temo, no fui capaz de formular una sola pregunta medianamente original. Fue uno de esos pecados de juventud que al cabo del tiempo uno arrastra por su conciencia como losas: tanto lo había leído, tan fatigados tenía sus poemas y una buena parte de sus ensayos, que no preparé nada porque estaba seguro de que todo brotaría de una manera natural; pero me quedé en blanco en cuanto apareció y tomó asiento frente a mí, y sólo tras unos minutos de zozobra incierta acerté a embridar algo parecido a un cuestionario improvisado que poco a poco me fue dando materiales suficientes para rellenar la página de periódico que tenía aquel día a mi cargo. Se dice siempre que no es aconsejable conocer mucho a las personas que uno admira, no vaya a ser que lo defrauden. Cabría añadir que tampoco se las puede entrevistar a la ligera, porque cabe entonces el riesgo cierto de que sea uno mismo el que las defrauda a ellas.
Lo de las firmas
Empieza en el Paseo de Coches del Retiro la Feria del Libro de Madrid y escritores de todo pelaje y condición anunciamos los días y las horas de nuestras firmas. Hay siempre algo de ilusión y algo de miedo en estas tesituras: tan grato es conocer cara a cara a los lectores como comprobar o descubrir que o bien no existen o bien son mucho más escasos de los que el interesado desearía. Ocurre igual con las presentaciones, en las que siempre depositamos unas expectativas que rara vez se cumplen, pero en las ferias la cosa se hace más sangrante al suceder la cosa en medio de la calle y a plena luz del día, como si voluntariamente nos sometiéramos a una suerte de exhibicionismo del fracaso. Hay quienes lo llevan muy mal y se pasan sin dormir la noche anterior, y luego lamentan durante días su escaso poder de convocatoria, y quienes preferimos tomarnos el asunto con humor. Conozco el caso de alguien que acudió a firmar su novela ―que había obtenido buenas críticas en los principales suplementos literarios del país― a una caseta donde le tocó compartir espacio no con otro autor de prestigio similar ni con un escritor de best sellers, sino con el mismísimo Pollo Pepe, es decir, con un hombre o mujer al que habían embutido en un disfraz de felpa que ocultaba su fisonomía por completo y bajo el cual debía de sudar la gota gorda. «No vino nadie a que le firmase el libro», me decía esa persona, «pero el puto Pollo Pepe tenía una cola que se extendía por toda la hilera de casetas y hasta daba la vuelta». «Puto Pollo Pepe» es la consigna que empleo desde entonces con algunos colegas cada vez que necesitamos tomar tierra y asumir la posición que ocupamos realmente en este tiempo y en este espacio que nos tocan. Mejor tomárselo a risa que avinagrarse; y al fin y al cabo, peor es morirse.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: