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Un largo camino: Memorias de un niño soldado, de Ishmael Beah

Un largo camino: Memorias de un niño soldado, de Ishmael Beah

En 1993, durante el ataque de un grupo rebelde armado a la población de Mattru Jong (Sierra Leona), Ishmael Beah, de 12 años de edad, se ve obligado a escapar hacia la selva, esquivando los cuerpos de los aldeanos abatidos por los disparos.

Tan solo unos días atrás, Ishmael, su hermano Junior y su amigo Talloi habían partido desde Mogbwemo, enfundados en vaqueros holgados y decididos a caminar 26 kilómetros para demostrar sus habilidades como raperos en un concurso de talentos. Nunca podrían haber imaginado que aquel día luminoso y fresco de enero sería la antesala de la experiencia más siniestra que la vida les ofrecería.

Acompañado de otros niños, Ishmael recorre los pueblos cercanos rastreando a su familia y buscando cobijo y comida. A pesar de su entereza y sagacidad para sobrevivir, el pequeño Ishmael es reclutado por las fuerzas armadas del Gobierno. A partir de ese momento, con un AK-47 colgado al hombro y aturdido por el consumo de drogas que le suministraban sus superiores, el niño Beah transitará las entrañas de una guerra civil monstruosa que dejó al menos 50.000 civiles muertos.

Zenda adelanta un fragmento de Un largo viaje: Memorias de un niño soldado (Big Sur).

***

Estuvimos en Mattru Jong más tiempo del que pensábamos. No habíamos sabido nada de nuestras familias y no sabíamos qué hacer excepto esperar y confiar en que estuvieran bien.

Oímos que los rebeldes estaban apostados en Sumbuya, una ciudad a unos treinta kilómetros más o menos al noreste de Mattru Jong. Ese rumor pronto fue sustituido por cartas que llevaban algunos a quienes los rebeldes habían perdonado la vida durante la masacre de Sumbuya. Las cartas simplemente informaban a la gente de Mattru Jong de que los rebeldes se acercaban y querían ser bienvenidos, porque luchaban por nosotros. Uno de los mensajeros era un joven. Le habían grabado las iniciales RUF (Frente Revolucionario Unido) en el cuerpo con una bayoneta al rojo vivo y le habían cortado todos los dedos excepto los pulgares. Los rebeldes llamaban esta mutilación “un amor”. Antes de la guerra, la gente levantaba el pulgar para decirse “un amor” unos a otros, una expresión popularizada por el amor y la influencia de la música reggae.

Cuando la gente recibió el mensaje del infeliz portador, fue a esconderse a la selva esa misma noche. Pero la familia de Khalilou nos había pedido que nos quedáramos y nos reuniéramos con ellos más adelante con el resto de sus enseres si las cosas no mejoraban, así que no nos fuimos.

Esa noche, por primera vez en mi vida, me di cuenta de que es la presencia física de la gente y su espíritu lo que da vida a una ciudad. Con tanta gente ausente, la ciudad daba miedo, la noche era más oscura y el silencio insoportable. Normalmente, los grillos y los pájaros cantaban al anochecer, antes de que se pusiera el sol. Pero esta vez no lo hicieron y la oscuridad se aposentó muy rápidamente. No había luna; el ambiente era tenso, como si la propia naturaleza tuviera miedo de lo que sucedía.

La mayoría de la población de la ciudad estuvo oculta una semana y, con la llegada de nuevos mensajeros, cada vez eran más los que iban a esconderse. Pero los rebeldes no llegaron el día que habían dicho y, en consecuencia, la gente empezó a volver a la ciudad. En cuanto todos estuvieron instalados de nuevo, mandaron a otro mensajero. Esta vez era un obispo católico muy conocido que estaba trabajando en una misión cuando tropezó con los rebeldes. No le hicieron nada excepto amenazarlo con que si no entregaba el mensaje irían a por él. En cuanto llegó la noticia, la gente se marchó otra vez de la ciudad y se dirigió a sus escondites en los matorrales o en la selva. Y volvieron a dejarnos atrás, esta vez no para trasladar sus enseres, porque ya los habíamos guardado en el escondite, sino para vigilar la casa y comprar algunos alimentos, como sal, pimienta, arroz y pescado, que llevamos a la familia de Khalilou en el monte.

La gente pasó diez días más en los escondites y los rebeldes no se presentaron. No había nada más que hacer aparte de concluir que no vendrían. La ciudad volvió a cobrar vida. Se reabrieron las escuelas, la gente retornó a su rutina. Pasaron cinco días en paz e incluso los soldados de la ciudad se relajaron.

A veces iba yo solo a pasear al atardecer. La visión de las mujeres preparando la cena me recordaba las ocasiones en que veía cocinar a mi madre. A los niños no se les permitía entrar en la cocina, pero conmigo hacía una excepción diciendo: “Necesitas saber cocinar algo mientras seas un palampo [1]”. Se callaba, me daba un pedazo de pescado seco y seguía: “Quiero un nieto. O sea que no seas un palampo para siempre”. Los ojos se me llenaban de lágrimas mientras seguía paseando por las diminutas calles de grava de Mattru Jong.

Cuando por fin llegaron los rebeldes, yo estaba cocinando. El arroz estaba hecho y la sopa de okra casi a punto cuando oí un tiro aislado que resonó por toda la ciudad. Junior, Talloi, Kaloko, Gibrilla y Khalilou, que estaban en la habitación, corrieron afuera.

—¿Habéis oído? —preguntaron.

Nos quedamos quietos intentando determinar si eran los soldados quienes habían disparado. Un minuto más tarde, se dispararon tres armas diferentes. Esta vez empezamos a preocuparnos.

—Son solo los soldados probando sus armas —dijo uno de nuestros amigos para tranquilizarnos.

La ciudad quedó en silencio y no se oyeron más tiros durante quince minutos. Volví a la cocina y empecé a servir el arroz. En ese instante varias armas, que sonaron como truenos y hacían retumbar las casas de techo de hojalata, se oyeron por toda la ciudad. El sonido fue tan aterrador que confundió a todos. Nadie podía pensar con claridad. En cuestión de segundos la gente se puso a gritar y a correr en diferentes direcciones, empujándose y tropezando con los que habían caído al suelo. No había tiempo de llevarse nada encima. Todos corrían solo para salvar la vida. Las madres perdieron a sus hijos, cuyo llanto confundido y triste coincidió con los tiros. Las familias se separaron y dejaron atrás todo aquello por lo que habían trabajado toda su vida. El corazón me latía más rápido que nunca. Los tiros parecían acoplarse a los latidos de mi corazón.

Los rebeldes dispararon las armas hacia el cielo, mientras gritaban y bailaban alegremente abriéndose camino en la ciudad en formación de semicírculo. Hay dos formas de entrar en Mattru Jong. Una es por el camino y la otra cruzando el río Jong. Los rebeldes atacaron y entraron en la ciudad por tierra y los civiles se vieron forzados a correr hacia el río. Muchos estaban tan aterrados que simplemente corrieron al río, saltaron y fueron incapaces de nadar. Los soldados, que de algún modo habían previsto el ataque y sabían que estaban en minoría, habían abandonado la ciudad antes de que llegaran los rebeldes. Esto fue una sorpresa para nosotros, Junior, Talloi, Khalilou, Gibrilla y Kaloko, porque nuestro instinto inicial fue correr hacia donde estaban apostados los soldados. Nos quedamos allí, frente a los sacos de arena amontonados, incapaces de decidir qué haríamos a continuación. Empezamos a correr otra vez hacia donde sonaban menos tiros.

Solo había una ruta de huida de la ciudad. Todos corrieron hacia allí. Las madres gritaban los nombres de sus hijos, y los hijos perdidos gritaban en vano. Corrimos juntos, intentando no separarnos. Para llegar a la ruta de escape, tuvimos que cruzar un pantano húmedo y fangoso, situado junto a una colina diminuta. Una vez en el pantano, dejamos atrás a quienes habían quedado atrapados en el barro, inválidos a quienes nadie podía ayudar porque pararse a hacerlo significaba arriesgar la propia vida.

Tras cruzar el pantano, empezaron los problemas de verdad, porque los rebeldes se pusieron a disparar sus armas a la gente en lugar de apuntar al cielo. No querían que nadie abandonara la ciudad porque necesitaban a los civiles como escudo contra los militares. Uno de los principales objetivos de los rebeldes cuando se apoderaban de una ciudad era forzar a los civiles a quedarse con ellos, especialmente a mujeres y niños. Así podían quedarse más tiempo, porque la intervención militar se retrasaba.

Estábamos ya en lo alto de una colina poblada de arbustos, justo detrás del pantano, en un claro a pocos metros de la ruta de escape. Al ver que los civiles estaban a punto de escapárseles, los rebeldes empezaron a lanzar granadas propulsadas RPG y a disparar fusiles AK-47, G3 y todas las armas de que disponían, directamente al claro. Así es que no había elección, teníamos que cruzar el claro porque, siendo unos niños, el riesgo de quedarse en la ciudad era mayor en nuestro caso que intentar la huida. A los niños se los reclutaba inmediatamente y se les grababan las iniciales RUF donde los rebeldes decidieran, con una bayoneta al rojo vivo. Eso no solo significaba que quedarías marcado de por vida, sino que nunca podrías escapar de ellos: escapar con las iniciales de los rebeldes grabadas era un suicidio, dado que los soldados te matarían sin preguntar y los civiles armados harían lo mismo.

Avanzamos ocultándonos de matorral en matorral y llegamos al otro lado. Pero eso fue solo el principio de las muchas situaciones arriesgadas que nos esperaban. Inmediatamente después de una explosión, nos levantábamos y echábamos a correr todos a la vez, agachando la cabeza, saltando sobre los cadáveres y los árboles secos en llamas. Estábamos casi al final del claro cuando oímos que se acercaba el silbido de otra granada propulsada. Aceleramos el paso y nos lanzamos bajo un matorral antes de que la granada tocara tierra. Le siguieron varias rondas de tiros de ametralladora. Quienes iban detrás de nosotros no tuvieron tanta suerte. La RPG los alcanzó. A uno de ellos lo alcanzaron los fragmentos de la granada. Gritó muy fuerte diciendo que se había quedado ciego. Nadie se atrevió a salir a ayudarlo. Lo detuvo otra granada que explotó, y sus restos y la sangre salpicaron como una lluvia las hojas y los matorrales cercanos. Todo sucedió muy deprisa.

En cuanto cruzamos el claro, los rebeldes mandaron a sus hombres a atrapar a los que habían llegado al amparo del monte. Empezaron a perseguirnos y a dispararnos. Estuvimos corriendo más de una hora sin parar. Fue increíble lo deprisa y lo mucho que corrimos. No sudé ni me cansé. Junior y Talloi iban delante de mí. Cada pocos segundos mi hermano gritaba mi nombre para asegurarse de que no me hubiera quedado atrás. Notaba la tristeza de su voz y, cada vez que le respondía, la mía temblaba. Gibrilla, Kaloko y Khalilou iban detrás de mí. Respiraban pesadamente y uno de ellos siseaba intentando no llorar. Talloi era un gran corredor, desde que éramos pequeños. Pero aquella noche logramos mantener su ritmo. Tras una hora o más corriendo, los rebeldes abandonaron la persecución y volvieron a Mattru Jong mientras nosotros continuábamos con nuestra escapada.

***

[1] Soltero.

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Autor: Ishmael Beah. Traductora: Esther Roig. Título: Un largo camino: Memorias de un niño soldado. Editorial: Big Sur. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

BIO

Escritor y activista, Ishmael Beah (Sierra Leona, 1980) se trasladó a los Estados Unidos en 1998 luego de escapar de la guerra civil que asoló su país durante 11 años. Terminó sus dos últimos años de escuela secundaria en la Escuela Internacional de las Naciones Unidas en Nueva York. En 2004 se graduó en el Oberlin College con un B.A. en Ciencias Políticas. Es miembro del Comité Asesor de la División de Derechos del Niño de Human Rights Watch. Es autor de los libros Little Family y Radiance of Tomorrow, entre otros.

Ishmael Beah – Philippe Matsas

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