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Viaje por mar con Don Quijote, de Thomas Mann

Viaje por mar con Don Quijote, de Thomas Mann

En 1934 Thomas Mann viajó, junto a su mujer, a Estados Unidos a bordo del transatlántico Volendam. Para entretener tan largo trayecto, el escritor metió en su maleta un ejemplar del Quijote. Durante aquellos días, concretamente entre el 19 y el 29 de mayo, escribió un diario personal en el que entremezcló sus anotaciones sobre el clásico de Cervantes con sus reflexiones sobre la situación de preguerra que se gestaba en Alemania.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Viaje por mar con don Quijote (Navona), de Thomas Mann.

***

19 de mayo del 34

Pensamos que, para empezar, nos tomaríamos un vermut en el bar, y eso es lo que estamos haciendo, a la espera tranquila de la salida. Del bolso he sacado este cuaderno y uno de los cuatro tomitos en tela color naranja de Don Quijote que me acompañan; no hay prisa para deshacer las maletas. Tenemos por delante de nueve a diez días antes de desembarcar donde los antípodas; volverá a ser sábado y domingo, como mañana, además de lunes y martes, hasta que termine esta civilizada aventura; el flemático barco holandés cuya cubierta hemos recorrido hace un momento no puede correr más rápido. ¿Por qué habría de hacerlo? La medida del tiempo que concuerda con su simpático tamaño medio es, sin duda, más natural y saludable que la convulsiva ansia de récord de aquellos colosos que en seis o incluso cuatro días atraviesan aceleradamente las inmensas vastedades que se extienden ante nosotros. Despacio, despacio. Richard Wagner opinaba que el verdadero tempo alemán era el andante. Bien, hay bastante arbitrariedad en estas respuestas parciales a la cuestión, eternamente abierta, de «¿qué es lo alemán?»; tienen un efecto más bien negativo, al animar a definir como «poco alemán» las cosas más variadas, que en realidad no lo son, como el allegretto, el scherzando y el spirituoso. La frase wagneriana sería más feliz si dejara de un lado lo nacional que la sentimentaliza y se atuviera a la dignidad objetiva de la lentitud, por la que la apruebo. Lo bueno necesita tiempo. Y también lo grande, dicho de otra manera: el espacio necesita su tiempo. Que hay una especie de hybris, algo sacrílego, en robarle una dimensión o reducírsela, me refiero al tiempo ligado naturalmente a él, es un sentimiento familiar para mí. Goethe, que era ciertamente un amigo del hombre, pero que no amaba la potenciación artificial de su capacidad perceptiva, microscopios y telescopios, hubiera aprobado este escrúpulo. Claro que uno se pregunta dónde se halla, entonces, el límite de lo pecaminoso, y si diez días no son tan transgresores como seis o cuatro. Piadosamente habría que concederle al océano ese mismo número de semanas y viajar con el viento, que es una fuerza de la naturaleza; también lo es la fuerza del vapor. Por cierto, nosotros utilizamos gasóleo. Pero todo esto empieza a parecerse a una divagación.

Fenómeno comprensible. Es signo de una secreta excitación. Sencillamente tengo nervios de noche de estreno, ¿acaso es de extrañar? Mi primer viaje por el Atlántico, el primer encuentro y el conocimiento del mar Océano me esperan, y al final, más allá de la curva de la tierra, sobre la que se extienden las gigantescas aguas, nos aguarda Nueva Ámsterdam, la metrópoli. De su talla hay cuatro o cinco y forman una especie extraordinaria y monstruosa de lo urbano, de estilo excesivo y también sobresaliente en la clase de las grandes ciudades, de modo parecido a como en el terreno de la naturaleza y del paisaje destaca sobremanera la categoría de lo natural elemental y primitivo, el desierto, la alta montaña y el mar. He crecido a orillas del mar Báltico, unas aguas provincianas, y mi tradición familiar es de ciudad antigua y mediana, una civilización moderada, cuya imaginación nerviosa conoce el terror respetuoso ante lo elemental —y también su rechazo irónico—. Durante una tempestad en alta mar Iván Goncharov fue sacado de su camarote por el capitán: como era un escritor debía ver aquello, era grandioso. El autor de Oblómov subió a cubierta, echó un vistazo a su alrededor y dijo: «Sí, ¡tonterías, tonterías! », y descendió de nuevo.

Resulta tranquilizadora la idea de que nos enfrentaremos al gran desierto en alianza con la probidad y bajo su protección: en este buen barco, cuyas cubiertas de paseo, lacados pasillos de cabinas, salones y escaleras alfombradas acabamos de inspeccionar someramente y cuyos valientes oficiales y tripulación no han aprendido otra cosa que a dominar el elemento. Nos llevará a través de él como el blanco tren de lujo lleva al viajero de Jartum a través del horror, entre las mortíferas colinas candentes del desierto libio y arábico… «Abandono »: basta con pensar en la palabra para sentir lo que significa estar arropado por la civilización humana. No aprecio demasiado a aquel que, a la vista de la naturaleza elemental, se abandona exclusivamente a la admiración lírica de su «grandeza» sin dejarse invadir por la conciencia de su hostilidad horriblemente indiferente.

Por otro lado, es la época del año que suaviza la aventura y pone a esa hostilidad ciertos límites amables. La primavera está avanzada: en este tiempo no son de temer del océano extravagancias excesivamente frenéticas, y esperamos que nuestra solidez marinera esté a la altura de exigencias moderadas, sobre todo pensando calladamente en las pastillas Vasano en mi bolso de mano, también una manera muy humana de cubrirse uno la retirada. ¡Otra cosa sería si estuviéramos en invierno! Amigos, virtuosos itinerantes, me han contado los ridículos sustos de una travesía de esas, a los que un día tampoco yo podré evitar tener que enfrentarme. ¿Olas? ¡Son montañas! ¡Son Gaurishankars! Está prohibido pisar la cubierta; al fastidiado Goncharov no le habrían hecho subir, se ve mejor a través del ojo de buey bien asegurado. Tú estás atado a tu lecho, subes, caes, es el complicado movimiento tambaleante de algunas diversiones torturadoras de las verbenas, que confunde las direcciones, revuelve el estómago y el cerebro. Desde una altura vertiginosa ves venir hacia ti tu lavabo, y sobre el plano inclinado alternante del camarote se deslizan en torpe danza tus maletas haciendo carambolas. Reina un espantoso, un infernal ruido, provocado en parte por los elementos desatados en el exterior, en parte por el barco que sigue avanzando empecinado y sacudido hasta sus últimas piezas. La cosa dura tres días y tres noches; supón que ya hubieras pasado dos y este fuera el tercero. No has comido nada durante ese tiempo; llega el momento en que tienes que acordarte de esta costumbre. Como no mueres, a pesar de estar decididamente dispuesto a ello durante cuartos de hora enteros, has de comer algo llegado el momento, y llamas al camarero, pues el timbre eléctrico funciona y el servicio de hotel de primera clase del barco se mantiene en pie en medio del hundimiento del mundo, disciplinado hasta el fin —es el delicado y muy admirable heroísmo de la civilización humana—. El hombre viene, con servilleta y chaqueta blanca; no entra de cabeza, se mantiene firme en la puerta. En el infernal escándalo, recoge, exhausto, tu pedido, se va y vuelve, guardando con brazo flexible el equilibrio extremadamente amenazado de su bandeja caliente. Tiene que esperar su momento, uno determinado, en el que la situación del mundo le permita hacer aterrizar el manjar sobre tu cama describiendo un arco, si no dominado al menos calculado. El camarero aprovecha su momento, lleva a cabo lo que está en sus manos con coraje e inteligencia, y el impulso parece tener éxito. En el mismo segundo, sin embargo, ha cambiado la situación del mundo en el sentido y al efecto de que ves la bandeja, boca abajo, sobre la cama de tu mujer… No es posible.

Así son los relatos, y ¿cómo no habría de recordarlos mientras damos sorbitos a nuestro vermut de despedida y yo garabateo estas líneas? Desde luego no serían necesarios para reforzar mi respeto ante nuestra empresa, sencillamente porque soy un ser respetuoso y llevo, por así decir, las cejas enarcadas como todo al que le ha sido concedido el don ameno, aunque provinciano, de la fantasía. Uno jamás será un hombre de mundo con este don, porque «protege» —si es que corresponde el término laudatorio— de la superioridad hasta la vejez. Tener fantasía no significa inventarse algo; significa darle importancia a las cosas, y eso naturalmente no es mundano. Increíblemente estamos a punto de repetir el viaje de Colón hacia más allá del occidente; durante días flotaremos en el vacío cósmico (aunque atendidos primorosamente) entre los continentes —muy bien, no creo que la mayoría de nuestros compañeros de viaje le conceda al hecho una reflexión como esta—. Por cierto, ¿dónde andan? Estamos solos en el bar forrado de cuero, que bosteza acogedoramente, y se me ocurre que también en el ténder que nos trajo hasta aquí por las aguas portuarias de Boulogne-Maritime estábamos prácticamente solos. El steward del bar se acerca a nosotros y relata sacudiendo la cabeza que cuatro pasajeros de primera clase, incluidos nosotros, han subido a bordo aquí, una docena más o menos ya están en el barco desde Rotterdam, y otros cuatro se nos unirán esta tarde en Southampton. Eso es todo. ¿Qué nos parece? Nos parece que en un viaje así la compañía tendrá que poner inevitablemente mucho dinero. La crisis y la depresión son muy dolorosas. Pero, convenimos con él, las cosas irán mejor en el viaje de vuelta. En junio comienza la temporada europea para los americanos: Salzburgo, Bayreuth, Oberammergau llaman, y no faltarán los alicientes. Una referencia discreta a las propinas. A medias, con visibles dudas, el hombre, preocupado, se da por satisfecho mientras nosotros, desde nuestro punto de vista, pensamos que será muy agradable viajar en un barco tan vacío. Nos pertenecerá casi por completo, será como vivir en un yate privado. Y la idea de la tranquilidad me conduce de nuevo a mi lectura de viaje, el tomito color naranja que, parte de un total más grande, está a mi lado.

Lectura de viaje: un género lleno de reminiscencias de inferioridad. Está muy extendida la opinión de que lo que se lee en un viaje ha de ser de lo más ligero y superficial, tonterías que «hagan pasar el tiempo». Nunca lo he comprendido. Porque, aparte de que la llamada lectura de pasatiempo es sin lugar a dudas la más aburrida del mundo, no me entra en la cabeza por qué precisamente en una ocasión tan festivo-solemne como es un viaje uno ha de descender por debajo de sus costumbres intelectuales y dedicarse a lo frívolo. ¿Acaso por la exaltada y tensa situación vital del viaje se crea un estado anímico y nervioso en el que lo frívolo repugna menos que de costumbre? Hablé antes de respeto. Como tengo en buena estima nuestra empresa es justo y razonable que también estime la lectura que ha de acompañarla. Don Quijote es un libro universal; para un viaje universal es lo más adecuado. Fue una aventura audaz escribirlo, y la aventura receptora que significa leerlo es igual a las circunstancias. Extrañamente nunca he llevado sistemáticamente a cabo su lectura. Quiero hacerlo a bordo y tratar de apurar este mar narrativo, como también apuraremos en diez días el océano Atlántico.

La grúa del ancla arma ruido mientras doy expresión escrita a este preámbulo. Navegamos. Vamos a subir a cubierta para mirar hacia atrás y hacia delante.

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Autor: Thomas Mann. Título: Viaje por mar con Don Quijote. Traductora: Genoveva Dieterich. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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