Encontrarse con uno
Ocurre a veces que se encuentra uno con palabras que escribió o dijo tiempo atrás y tarda un rato en reconocerse en la persona que manifestó aquello que reaparece, sin previo aviso, en letra impresa. Leyendo Me va la vida en ello, la estupenda biografía de Luis Eduardo Aute que acaba de publicar Miguel Fernández en Plaza y Janés, doy con unas palabras que se me atribuyen a propósito del álbum Rito y que se esgrimen como una suerte de argumento de autoridad. No sé de dónde han salido y me invade una leve desazón: puede ser que el autor se confundiera de persona, que no me pertenezca esa cita que se publica ahora asociada a mi nombre, que todo se deba a un malentendido al que será difícil poner remedio. Recurro a Internet, ese sustituto de la memoria, y brota el recuerdo al instante: se trata de unas cuantas frases deslavazadas que hace casi veinte años le transmití por teléfono al periodista José Cezón y que él transformó en un breve texto periodístico urdido a modo de recomendación musical. Me pregunto ahora de dónde saqué yo esas observaciones, si las medité algo o si me limité a soltar lo primero que se me pasó por la cabeza, y evito plantearme si ahora diría lo mismo o matizaría algo mi opinión, porque una de las cosas que se aprenden con el paso de los años es que nadie es siempre el mismo y la persona que uno fue a los veinte años poco o nada se parece a la que es con cuarenta y pico. De ahí la extrañeza con que se afrontan siempre estos hallazgos, como si al mirarnos en un espejo contempláramos no nuestro propio rostro, sino otro que nos resulta familiar, aunque no terminemos de saber por qué.
Recuerdos de aquel vivir
«Viva Mieres, porque tiene la entrada por la estación», reza una estrofa de una canción popular que viene a ser el himno oficioso de mi pueblo y seguramente empezó a esbozarse en los tiempos en que el auge de la minería propició tumultos ferroviarios y se comenzó a planear un gran parque que nunca llegó a hacerse realidad. «Por el camino de Mieres ya no me despierta al alba el runrún del tren de chapa, la sirena de la fábrica», cantó Víctor Manuel en una composición hermosa que publicó en un tiempo que fue el preludio del declive. Me vienen ambas a la mente cuando abro una novela de Miguel Rodríguez Muñoz que se titula precisamente La entrada por la estación. Me informó de su existencia José Luis Argüelles hace unas semanas y me lo envía Benito García Noriega, editor de KRK, que es quien lo saca a la luz. De mi tocayo Rodríguez Muñoz, a quien traté con cierta asiduidad durante algún tiempo, leí en su día con admiración y gusto Memoria de la lluvia y Transatlántico, sus dos narraciones anteriores, y me resulta muy grato este reencuentro con su prosa, más aún teniendo en cuenta que las páginas del libro se refieren a un lugar que fue el mío en un tiempo que no viví, pero cuyos ecos fueron lo bastante elocuentes como para que creciera arrullado por su melodía en sordina. Todo resulta conocido y nuevo al mismo tiempo, porque esa es la virtud que adorna a las cosas bien contadas, y cada página es una fiesta de memoria e inventiva, un ajuste de cuentas con un pasado íntimo que se erige en sinécdoque de una epopeya colectiva y viene a explicarnos dónde estamos mediante la pormenorización de lo que fuimos. «Lo mejor de Mieres, mío, si no me lo lleva el río», dice otra coplilla cuyo origen desconozco en la que se alude a las crecidas de un Caudal al que el encauce domesticó hace ya varias décadas. Tampoco bajan sus aguas negras, como hacían en la época en que transcurre esta novela, y no sé qué saldo arroja el balance entre las pérdidas y las ganancias que separan el ahora del entonces. Teodoro Cuesta, el egregio poeta local junto a cuya estatua en la Pasera solía pasear en mi niñez, de la mano de mi abuelo Juan, hizo en uno de sus textos una declaración de intenciones que se esgrime a veces como invocación de ese orgullo que amortigua la certeza de provenir de un lugar herido: «Perdoname ―oh, diosín―, soi asturianu; y si al mundu volver el soberanu, de la muerte dempués me consintiera, en Mieres otra vez nacer quixera». Hace unos meses, cuando volví allí por Navidad, saqué unas fotos a la casa en la que vino al mundo. Aguanta en pie como puede a espaldas de la iglesia de San Juan. También en su caso la parte explica el todo.
La vida literaria
Dijo una vez Manuel Azaña que lo peor de la política era que apenas dejaba tiempo para leer. Lo mismo podría decirse de eso que con bastante pompa y no poca circunstancia se denomina vida literaria y que consiste, a grandes rasgos, en dejarse caer por cuantos conciliábulos conciten la presencia de autores varios. Se habla mucho allí de libros y de escritores, se intercambian chismes y se comentan proyectos en marcha ―muy por encima y como por accidente, no vaya a desvelarse más de lo debido― y con frecuencia las despedidas son también la invitación a un aquelarre inminente que volverá a ser más de lo mismo, por más que parezca siempre distinto. Se entrega uno a estas cosas con curiosidad unas veces y con entusiasmo otras, porque ciertamente se dan encuentros con personas a las que estima y con las que rara vez se tropieza de otro modo y también porque siempre es instructivo dedicarse a charlar con los colegas, pero al mismo tiempo no puede dejar de preguntarse por esa extraña afición de la literatura por ponerse trabas a sí misma, y no sabe si es que secretamente nos impide que escribamos lo que escribiríamos de no estar de acá para allá hablando de lo que hemos escrito.


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