Un libro que asalta
Cuando el pasado mes de octubre volví de Buenos Aires, pasé varias semanas intercambiando mensajes con Fran a propósito de los libros de los que me había hablado durante mi estancia en la ciudad ―me regaló uno, me recomendó unos cuantos― y muy especialmente de Las primas, esa novela portentosa para la que él no tenía más que elogios. En medio de esa conversación sostenida entre una y otra orilla del océano, me comentó que andaba leyendo un libro que podía interesarme ―«bastante del estilo tuyo», escribió― por el tema y por la envergadura: «una especie de novela enciclopédica muy muy ambiciosa de la que el tipo salió muy bien librado, con mucha reflexión sobre la decadencia en el pensamiento de izquierdas, sobre las relaciones de pareja, la literatura, el amor, las infidelidades, el sindicalismo…». Me contó que se titulaba El traductor, que su autor, un tal Salvador Benesdra, la había presentado al premio Planeta de Argentina y que Elvio Gandolfo, que formaba parte del comité de preselección, advirtió a la editorial de que aquel manuscrito era muy bueno y ninguno de sus competidores le llegaba ni a la suela de los zapatos. No fue ni siquiera finalista y tampoco logró publicarla en otro sello porque, según argumentaban las editoriales en las cartas de rechazo, su densidad y su longitud la hacían poco viable en términos comerciales. Me enteré después, husmeando por mi cuenta, que a Benesdra lo había desalentado el rechazo y comenzó a escribir otra novela que tituló Puntería y quedó inconclusa. El fracaso pudo más que su ambición y antes de poner el punto y final a su nueva obra prefirió ponérselo a su vida: se arrojó por el balcón de su departamento, en el décimo piso de un bloque de viviendas bonaerense, el 2 de enero de 1996, cuando estaba a un mes de cumplir los 43 años. El mencionado Gandolfo, que no le pudo abrir las puertas de Planeta en vida, fue quien hizo justicia tras su muerte. Estaba convencido de que El traductor era una de las mejores novelas que se habían escrito en toda la historia de Argentina, y consiguió reunir el dinero para publicarla en el sello De la Flor, que la sacó a la calle en 1998 y la reeditó en 2003. Luego se hizo con los derechos Eterna Cadencia, que le dio nuevo aire en 2012 con una edición que era la que tenía Fran entre manos cuando me contó la historia y que yo le prometí que buscaría en cuanto tuviese oportunidad. No lo hice, pero en ocasiones parece que el destino juega a hacer el trabajo por su cuenta. Esta mañana, mientras apuro una de mis últimas visitas a la Feria del Libro de Madrid, El traductor se muestra ante mis ojos en el mostrador que Eterna Cadencia tiene a su nombre en el espacio que denominan Archipiélago. Saco el móvil, hago una foto a la cubierta y cuando se la voy a enviar a Fran se me sacude el alma al advertir que tal cosa es imposible porque hace un mes largo ya que Fran no está y algún tiempo más desde que su enfermedad dejó también inconclusa para siempre la larga charla que habíamos venido manteniendo durante los últimos catorce o quince años. Cojo el ejemplar, se lo tiendo a una de las libreras que atienden el puesto y le pido que me cobre. «Es buenísima, ¿la conocés?», me pregunta. Respondo que me la recomendó tiempo atrás un buen amigo. «Vas a ver cómo se lo agradecés cuando la leas», e intento decir algo, pero en vez de voz me sale un hilo de aire frío que se derrite antes de que alcancen a sonar las sílabas en las que intenta hacerse verbo la tristeza.
De aquel concierto
Da muchas vueltas la vida al pasar. En la presentación de Me va la vida en ello que se celebra en el vestíbulo del Museo de Artes Decorativas, Cristina Narea cuenta que comenzó a trabajar con Luis Eduardo Aute cuando recibió una llamada que, sorpresivamente, le ofrecía incorporarse al elenco de músicos que lo acompañaban para tocar en un concierto que se celebraría tan sólo tres o cuatro días después. «Fue en la Semana Negra de Gijón», explica, y un fogonazo ilumina de repente mi memoria. La asalto al final del acto para contarle que yo estuve en ese concierto y hasta soy capaz de ponerle fecha: fue en el verano de 1997, un fin de semana de julio, y era la gira de presentación del doble elepé Aire/invisible, con el que Aute celebró sus treinta y un años de carrera. Me veo caminando hasta los aledaños de El Molinón con Alfonso y aguardando al final de la actuación en el backstage, a la espera de un autógrafo que nunca llegó. A Cristina Narea recordaba haberla visto junto a Joaquín Sabina en los tres conciertos de la gira del disco 19 días y 500 noches a los que asistí, pero no tenía su imagen asociada a la de aquel recital que presencié desde las primeras filas y en el que, según parece, no reparé en ella. Se lo digo y nos reímos de la coincidencia: su primer concierto junto a Aute fue también el primer concierto de Aute en el que estuve, y en él se estrenó ella con las dos canciones ―«Me va la vida en ello» y «Cinco minutos»― que ha interpretado esta tarde al principio y al final de la presentación, casi tres décadas después de aquella noche gijonesa en la que se conjugaron, quién lo iba a decir, dos primeras veces.
De la muerte y de la vida
Ocurrió hace unos días, en una terracita de los Madrazo. Un pajarito cayó del cielo y se desplomó sobre la acera, junto a mi mesa. Al principio pensé que estaba muerto, pero luego observé que se movía débilmente ―primero una patita, luego otra, después un ala con mucha dificultad― y que, no sin esfuerzo, lograba incorporarse. Pensé en empujarlo con el pie para resguardarlo, pero dudé unos segundos ―quizá al moverlo le hacía daño, o empeoraba la situación en vez de mejorarla, quizá lo tumbara de nuevo y esta vez fuera incapaz ya de erguirse― y la meditación se tornó fatídica: un hombre de traje que caminaba a paso raudo, azuzado por quién sabe qué clase de asuntos, pasó sin verlo y lo pisó. Escuché el chasquido de sus huesos al romperse y oí cómo piaba un aullido de dolor que era un preludio de agonía. El pobre animal se quedó, ahora sí, tendido y boqueando, la cabeza inclinada y el pico abierto, tratando de inhalar un aire que ya no iba a servirle para mantenerse con vida. Me recriminé mi indecisión, lamenté no haber cedido al primer impulso ―aunque no hubiese servido para nada, habría sido mejor que falleciera a resultas de una tentativa de ayuda que de un descuido letal― y me fui de allí por la pura cobardía de no verlo morir ante mis ojos. La escena me ha venido persiguiendo todos estos días y la he vuelto recordar ahora que veo que una paloma ha elegido mi terraza de Gijón para empollar dos huevos de los que pronto surgirán dos criaturas. La noto preocupada: cada vez que abro la ventana, ella alza el vuelo hasta la cornisa del edificio de enfrente y se queda vigilando hasta que la cierro y considera que puede volver tranquila a ocuparse de sus retoños inminentes. Regresa entonces y ocupa su refugio bajo la barandilla, en la esquinita en la que ha dispuesto su nido aprovechando mis ausencias. Si me asomo a través del cristal, ella me observa y creo advertir en su mirada algo parecido al miedo, la suspicacia ante el intruso que puede poner en riesgo el nacimiento de su prole. Me gustaría saber su idioma y decirle que no tiene por qué preocuparse; que, después de haber causado por inacción la muerte de un pajarito, lo menos que puedo haber es facilitar, en la medida de mis posibilidades, que otros dos echen a volar más pronto que tarde.


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