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Carlos Blanco: «La insatisfacción es la fuente de la actividad»

Carlos Blanco: «La insatisfacción es la fuente de la actividad»

Cuando salía en la tele, el niño Carlos Blanco (Madrid, 1986) trituraba, con sus lecciones sobre el Antiguo Egipto, el adjetivo incluido en la construcción «caja tonta». Hay un vídeo entrañable en YouTube, sacado de un programa presentado por Terelu Campos, en el que el infante conversa sobre la civilización de los faraones con Terenci Moix como si ambos compartieran una larga amistad forjada por el conocimiento; en realidad, el crío acababa de conocer al autor de El amargo don de la belleza.

Blanco ha consagrado su vida al conocimiento y a su búsqueda. Es doctor en Filosofía, doctor en Teología y licenciado en Química. Enseña en la Universidad Pontificia de Comillas. Imparte conferencias en el extranjero. Ha escrito una veintena de libros sobre neurociencia, Leonardo da Vinci, grandes científicos o la Apocalíptica Judía. Justifica esta entrevista su última obra, Athanasius (Didacbook, 2016). Es un híbrido de ensayo y poemario. La fascinación por la figura del todólogo —dicho en el mejor de los sentidos: fue teólogo, biólogo, astrónomo, lingüista, matemático, egiptólogo, teórico de la música, escritor…— Athanasius Kircher fue la mecha que prendió la elaboración de este libro que, ojo, no versa sobre el jesuita alemán, sino que es un canto al todo, una búsqueda filosófica y mística de la sabiduría, una oda al conocimiento.

Conversamos en el café malasañero en el que quedaban —desconozco si lo siguen haciendo— Juan Carlos Monedero y Carmen Lomana. 

—Señor Blanco: ¿los sabios heredarán la Tierra?

"Al final, lo que queda de las distintas épocas es la sabiduría que ha sido capaz de legar al futuro"

—Creo que sí. Sé que suena idealista, pero estoy convencido. Al final, lo que queda de las distintas épocas es la sabiduría que han sido capaces de legar al futuro. Lo difícil es definir lo que es un sabio. 

—¿Qué es la sabiduría?

—(Risas) Me gustaría saberlo. Mi intuición me dice que la sabiduría, en el fondo, es una unión de conocimiento y práctica. Sería un conocimiento que es capaz de entender la vida y de saber cómo disponer de la libertad individual para llegar a una vida lo más plena posible. 

—¿Se considera usted un sabio?

—Me parece que uno es siempre el peor juez de sí mismo. Describirse a sí mismo siempre es muy difícil. Puede sonar tópico, pero voy a responder como el clásico: soy un buscador de la sabiduría, aspiro a la sabiduría. Es verdad: sí que me gustaría ser sabio. Lo que pasa es que, para evaluarlo, habría que ver toda la vida, y espero vivir mucho más. Así que, de momento, no me quiero pronunciar (risas). 

—¿Cuál es su mayor pasión en la vida?

—En el fondo tiene dos nombres: entender y crear. Entender en el sentido de conocer el mundo, cómo funciona el mundo, cómo funciona la mente humana, cómo funciona la sociedad. Eso te da el entendimiento. Y, sobre esa base de entendimiento, crear, añadir algo. Eso es lo que más feliz me hace. Evidentemente, esa es mi visión de la felicidad. Por supuesto, hay gente que dirá que eso es una problematización de la vida. Yo no lo puedo evitar. 

—¿Se puede entender y crear sin pasión?

"La razón es el mecanismo; la pasión es lo que pone en marcha ese mecanismo"

—No. Me considero un racionalista en muchos aspectos, pero soy perfectamente consciente de que, digamos, el primer incentivo, el primer motor, el inicio de todo, rara vez viene de la razón. Viene más bien de la pasión, del entusiasmo, incluso del sentimiento, de algo que no se puede reducir a un algoritmo, a un proceso puramente racional. En ese sentido, creo que no es incompatible la razón con la pasión. Se necesitan mutuamente. La razón es el mecanismo; la pasión es lo que pone en marcha ese mecanismo, lo que lo orienta en una dirección o en otra. No me avergüenzo de ser pasional, en absoluto. 

—¿Y se puede entender y crear sin amar?

—Platónicamente… (Piensa) Te iba a decir «no», en el sentido de que, por lo menos, depende de si interpretamos el amor como, precisamente, ese apego pasional, esa unión con el objeto no puramente racional, sino más sentimental o, por lo menos, que no implica sólo a la razón, sino a la persona entera. Yo creo que, en ese sentido, no: cuando uno se interesa por algo es porque ama ese algo, ese objeto. Otra cosa es que cuando uno está ya analizando o intentando comprender ese objeto, ya tenga que ser lo más desapasionado posible, evidentemente. Pero yo creo que no, que en el fondo no es posible… Fíjate, la misma idea de interés: ¿por qué te interesa una cosa u otra? El interés es una forma de amor. Me interesa la egiptología, la ciencia, la Historia… Amas esa disciplina. 

—¿Y qué le aburre?

—Me parece esencial aburrirse. No temo al aburrimiento. Me encanta aburrirme: cuando te aburres es cuando se te ocurren ideas. Recelo de las personas que están todo el día ocupadas, o que tienen el horario totalmente compartimentado. Es bueno aburrirse, divagar, no hacer nada: es cuando la mente procesa ideas, hila ideas. Por eso no temo el aburrimiento. Lo que me aburriría es tener que estar siempre haciendo lo mismo. Me parece esencial encontrar momentos de ruptura, de reflexión, de intermedio, en los que me paro o cambio de dirección. 

—Le voy a robar una pregunta que plantea en Athanasius: “¿Quién escrutará este interrogante: / por qué el ‘porqué’?”.

"La curiosidad nos ha dado una serie de ventajas que nos han ayudado a la supervivencia"

—Me parece la pregunta más difícil de responder. Filósofos como Leibniz y Heidegger te dirían: «La pregunta más importante es por qué el ser y no la nada». Me parece que hay una pregunta más fascinante aún: ¿por qué nos formulamos esas preguntas? Un biólogo, quizás, lo interpretaría todo en clave de ventajas evolutivas: la curiosidad nos ha dado una serie de ventajas que nos han ayudado a la supervivencia. Yo voy más allá: estoy seguro de que muchas de esas ventajas evolutivas se podrían haber conseguido de otra manera. A veces, la curiosidad es beneficiosa, pero otras veces también es negativa: nos genera angustia, agobio. Lo veo en mí mismo: te haces todo el rato preguntas, lo cuestionas todo… Ese interrogatorio permanente te trae insatisfacción e infelicidad. Honestamente, no sé… Cuanto más avancemos en el conocimiento de la mente y del cerebro, con la neurociencia, más podremos entender de dónde viene esa capacidad de la especie humana de hacerse preguntas; filosóficamente, creo que es la pregunta más importante. Por qué nos cuestionamos el mundo, por que no lo aceptamos sin más. La pregunta es la raíz del conocimiento y la creatividad: precisamente porque nos hacemos preguntas hemos desarrollado la ciencia, el conocimiento racional y empírico, pero también el arte, la imaginación, la creación e, incluso, los distintos tipos de sociedad. Todo eso viene de la capacidad de preguntarse. Es el gran misterio filosófico. Incluso, a veces, me siento tentado de que nadie lo resuelva. Así será la pregunta permanente. 

—Centrémonos en su obra: no es un ensayo ni un poemario y, a la vez, lo es.

—El propio libro es una rebelión contra la idea de género. Soy consciente de que tiene que haber una taxonomía, una clasificación. Eso es importante para la razón humana y para las artes. Pero también es importante, muchas veces, trascender esas fronteras. En ese sentido, el libro es prosa y verso. Es un ensayo filosófico y, a la vez, un libro artístico, un poemario. Se buscan respuestas desde la razón y desde el sentimiento. Es un canto a la belleza que se puede lograr desde el lenguaje y desde las ideas, desde el pensamiento. Por eso no podía hacer sólo un poemario o un ensayo. 

—En un primer momento, yo creía que era un libro sobre Athanasius Kircher. Sin embargo, es una obra inspirada en el filósofo alemán, pero personalísima. Aquí, quien se manifiesta de un modo libérrimo es Carlos Blanco.

"Si hay un tema que me apasiona, me obsesiono con él y llego hasta el final: me ha pasado con el Antiguo Egipto, con la neurociencia…"

—En el proceso creativo, siempre hay que preguntarse cuándo es la mecha, qué es lo que enciende ese proceso. Este es un libro que tiene una historia bastante curiosa: yo, cuando tenía 14 años… (Piensa) Soy una persona muy obsesiva. Si hay un tema que me apasiona, me obsesiono con él y llego hasta el final: me ha pasado con el Antiguo Egipto, con la neurociencia… Me ha pasado con muchos temas. Cuando tenía 14 años, me obsesioné con la figura de Athanasius Kircher. Me pareció un personaje fascinante porque esa unión de ciencias, letras, razón, espiritualidad, en un jesuita del siglo XVII, digamos, el último hombre del Renacimiento, en ese momento en que no estaba separado lo que es la ciencia de la magia y la especulación, porque todavía tenemos esos estertores del Renacimiento italiano… Me vi reflejado en esa adolescencia en Athanasius. A los 17 años, empecé a escribir un libro que era poniéndome yo en su lugar. Ese libro lo escribí tanto en verso como en prosa. Hablamos del año 2003. En el fondo, es un proceso de casi 14 años de escritura. De ese libro inicial sólo queda el primer capítulo. Luego, al final dije: «Athanasius tiene que quedar como la excusa, como la mecha, pero, en el fondo, el libro desborda la figura de Athanasius». Es un canto al todo, la búsqueda de la sabiduría universal. Es intentar que todas las grandes ideas filosóficas salgan de una u otra forma. Athanasius era la excusa perfecta porque era humanista, científico, viajero, expedicionario… pero el libro no es sobre Athanasius.

—Athanasius es un libro con muchas voces: la piadosa, la profética, etcétera, y con muchos personajes: Goethe, Santa Teresa, un coro de ángeles…

—Son estados de la conciencia humana. Y son los personajes que más me han obsesionado. Tenía que darles un lugar en esta polifonía. Es una polifonía del espíritu humano en todas sus dimensiones. Es de las casi infinitas manifestaciones de la creatividad humana, de las infinitas ideas y posiciones que ha habido, desde el ateísmo, el teísmo, el agnosticismo, el panteísmo, intentar destilar algo universal. ¿Qué es lo que queda de todo esto? El espíritu de búsqueda incesante, si tuviera que destilar. 

—Como dice su Teilhard de Chardin: “¿Hacia dónde se encamina todo?”.

"Me engañaría a mí mismo si pensara que la evolución biológica tiene una meta"

—(Risas) Es otro personaje que, necesariamente, tenía que incluir en el libro. También me obsesionó en su momento. Es la figura del científico que también intenta encontrar un lugar para Dios y que luego le cuesta la evolución. (Piensa) La paradoja es que la evolución ideológica no se encamina hacia ninguna meta. Es decir, la meta viene dada por la necesidad de supervivencia y adaptación. Eso es lo que nos diría la ciencia biológica. En ese sentido, ahí entra Carlos Blanco el científico. Yo también estudié química y neurociencia. Me engañaría a mí mismo si pensara que la evolución biológica tiene una meta. Una cosa es que la exaltemos poéticamente, que es lo que hace Teilhard de Chardin, pero no se ha demostrado que haya una teleología. Sin embargo, la paradoja es que cuando surge la conciencia humana, incluso otras formas de conciencia en otras especies, humanas o no, sí podemos tener una meta. En ese sentido, ya hay una meta en el universo, solo que no viene dada por la evolución, sino por la mente humana. Claro, la pregunta sería hacia dónde queremos que se encamine. Me cuesta pensar que esa meta sea inexorable. Creo que la meta tiene que ver con la capacidad de, volvemos a lo inicial, de entender y crear. En el fondo se resumiría en ciencia y arte. Por supuesto, a nivel material, creo en el desarrollo, que se tiene que tender a mayor bienestar. 

—¿Sigue buscando a Dios, señor Blanco?

—Sigo buscando a Dios. 

—Si lo sigue buscando es porque no lo ha encontrado, ¿verdad?

—Hay una frase de Pascal, en los Pensamientos, que me dejó pensando durante una hora seguida: «Alma, consuélate: si buscas a Dios es que ya lo has encontrado». Conozco a gente que me diría: «No busco a Dios porque sé que no existe». Busco a Dios porque no sé si existe o si no existe. Entonces, necesariamente, me tengo que mantener en una actitud de búsqueda. ¿A dónde me llevará esa búsqueda? Por el momento, a querer saber más sobre el Universo, a saber más sobre la mente y desplegar más el poder creador de la mente humana mediante el arte, el lenguaje y la imaginación. Efectivamente, yo no podría renunciar a buscar a Dios. Conforme más pienso en ello, más me cuesta entender qué es Dios y más escéptico me vuelvo con respecto a las definiciones tradicionales. Cada vez tiendo a identificar más a Dios con ese infinito de búsqueda que tiene el ser humano, con el infinito potencial que nos queda, no tanto con un objeto o un ser concreto. Eso me parece muy difícil. Aunque Athanasius no se pronuncia sobre si Dios existe o no, en el fondo Dios late en todas las páginas. En vez de Dios, yo prefiero llamarlo la «Pregunta». Con mayúscula. Cuando te he dicho, al principio, que la gran pregunta es por qué nos hacemos preguntas, la pregunta ulterior es: ¿cuál es realmente la pregunta más importante? Y no lo sé. 

—También habla de un “Dios de la verdad y del amor” que humilla a todas las religiones. ¿Cómo Dios puede humillar a la religión?

—Las religiones son creaciones humanas en el fondo. Es una pregunta muy interesante. No está demostrado, pero yo sospecho que, desde que existe el arte, existe también la religión, y viceversa. Han ido de la mano muchas veces. Desde las primeras formas de arte, en el Paleolítico superior. Por ejemplo, las pinturas rupestres: mucha gente las interpreta no sólo como expresiones estéticas, sino como expresiones rituales: ya tienen un elemento religioso. Las religiones han sido impulsoras de arte, también destructoras de arte, lo vemos en la actualidad. Hay una relación de amor-odio entre el arte y la religión. Claro, es que ese Dios por el que yo me pregunto yo lo interpretaría como el orden matemático del Universo. 

—¿Como una ecuación?

"No creo que ninguna religión sea, realmente, la verdadera"

—Puede ser una ecuación. La ecuación de las ecuaciones. Pero fíjate el poder que tendría esa ecuación: englobaría la creatividad humana. Es capaz de dar vida al Universo. Entonces, digo «humilla» porque todos los conceptos de la religión y de los sistemas filosóficos palidecen ante la capacidad de preguntarse del ser humano. Hay ideas que me parecen muy profundas, sobre todo, del cristianismo y del budismo, pero yo quiero ir más allá. No creo que ninguna religión sea, realmente, la verdadera. Tampoco lo es ninguna filosofía. Ni el ateísmo. Creo que estamos en la infancia de la capacidad que tiene el ser humano para comprender e imaginar. Nos queda muchísimo. 

—¿La ciencia recogerá las realidades de las esperanzas sembradas por el arte, la religión y la filosofía?

—En parte, sí. Lo que pasa es que siempre hay un exceso de capacidad de esperar y de imaginar. Concibo, en ese sentido, el arte, la creatividad, como la vanguardia de la mente, y luego, la ciencia es la que va realizando lo que esa vanguardia ha ido imaginando. Sí creo que la ciencia cumplirá muchas de nuestras esperanzas y otras no. Nos llevaríamos a engaño si pensáramos que todas las esperanzas las va a ir cumpliendo. Creo, y me parece que hay argumentos científicos y filosóficos de sobra, que tenemos siempre una capacidad de ir más allá de lo dado, de lo establecido. Eso siempre nos va a generar insatisfacción, pero la insatisfacción es la fuente de la actividad. 

—Le robo, nuevamente, otra pregunta: “¿Qué sería del mundo sin mujeres?”.

"Nunca había habido tantas mujeres en tantos campos: en la ciencia, en el arte, en la filosofía"

—(Risas) ¡Totalmente! Quería que el libro fuera un compendio de sabiduría, un canto a la totalidad. El que lo lea verá que, prácticamente, todas las grandes ideas de la filosofía y todas las grandes perspectivas desfilan por el libro. Claro, es muy triste que haya muy pocas mujeres. Eso tiene que ver con una historia muy triste: la de la cantidad de talento que se ha perdido impidiendo que las mujeres se expresaran y participaran en ello. Por fortuna, estamos en otra época, en ese sentido, revolucionaria: nunca había habido tantas mujeres en tantos campos: en la ciencia, en el arte, en la filosofía. También me rebelo contra estereotipos. Por ejemplo, cuando Goethe termina el Fausto con esa frase enigmática de «lo eterno femenino». Me rebelo contra eso: creo que es un estereotipo. 

—Sobre la humildad, escribe que hay que utilizarla con los humildes y con los soberbios.

—He tenido la suerte, desde que era un niño, de conocer a grandes mentes. Todas eran muy humildes. En el fondo, la arrogancia no sólo genera rechazo en los demás: también te impide crecer a ti mismo. Cuando eres arrogante, piensas que lo sabes todo o que no tienes que avanzar. Eso es la muerte en vida, es terrible. He tenido, por ejemplo, el honor, en el MIT, de reunirme con Chomsky, una de las grandes mentes de nuestra época. ¡Tenía una humildad…! A veces hablabas con él y cogía un bolígrafo y apuntaba. Son personas que están continuamente aprendiendo. O, hace poco, estuve con Sheldon Glashow, Nobel de Física, y lo mismo. Es gente que escucha, que está continuamente aprendiendo. En el fondo, más que de humildad externa, hablaría de una humildad interna, de querer siempre cuestionarte, continuar y aprender. Y también es verdad que cuando uno mira la Historia y mira grandes genios creadores, se siente humillado. Goethe, Leibniz, Aristóteles, Platón… te generan admiración, te humillan. Pero la humildad no tiene que ser algo paralizante. Un exceso de admiración nos aturde y, al final, nos convertimos casi en devotos, en esclavos espirituales de una persona, de una obra, de un científico. Y hay que avanzar. La admiración debe ser complementada con el deseo de cuestionar, criticar y avanzar. 

—Finalmente, señor Blanco: ¿qué puede esperar de la vida?

—Sorpresas. Oportunidad para enriquecer la grande humana. Y cualquier persona puede hacerlo.

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