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El otro hombre sentimental

En una película de fácil olvido, uno de los personajes, espía como el Tomás Nevinson de la última novela de Javier Marías del mismo nombre, dice que “debemos tener fe en que hacemos lo correcto”. Como si quisiera enmendarle la plana al protagonista de Wanted —aquí, tan imaginativos siempre, ha sido titulada De profesión, espía (Timur Bekmambétov, 2008)—, nuestro espía tratará de actuar con esa fe que se les supone a los de su estirpe, pero renquea aquejado de falta de ella, no así de la credulidad que a todos nos trae por mal camino, aunque en Nevinson esté minada hasta el tuétano, que es donde reside la que reservamos para la mayor de las fes, la que concierne a la amistad. Algo le queda, no obstante, para que haga lo que acabará haciendo, o deshaciendo, según se mire.

Cada vez con más ímpetu, los narradores de Javier Marías se mueven en la disyuntiva. Es cierto que también acumulan gestos y acciones, en un acopio copulativo, pero de un tiempo a esta parte, las disyuntivas se imponen en sus ficciones. Se diría que el relato se aprovisiona de posibilidades, se mueve en el terreno resbaladizo de lo que tal vez pudiera ser. “Quizá sí, quizá sí”, se nos dice al final del relato con cierto aire de esperanza. Pero no cabe seguridad en las acciones, puesto que nada se da por seguro. Todo es conjetura, pese a la evidencia incluso de pruebas fehacientes que podrían despejar cualquier atisbo de duda. El mundo es un plantel subjuntivo de matices, de arduas muestras de lo que cabría suponer, de lo que tal vez aconteciere, de lo nunca firme. O es esto o es aquello, o lo de más allá, o todo a la vez, o nada como se imagina, pues la imaginación es esquiva y nosotros finitos ante tamaña rueda de posibilidades. Es el mundo, que cada vez cuesta más trabajo dilucidarlo. Cerrarla, atajar esa rueda, es lo único que está en manos de Tomás Nevinson, aquí dibujado como un trasunto de cualquiera de sus lectores —y de su creador, desde luego—, en lo que concierne a la tesitura en la que nos hace vivir con las misiones que todavía se le encomiendan desde el MI5 o MI6 o en los cada vez más difusos Servicios Secretos británicos.

"Marías ha tenido la acertada idea de imaginar una nueva misión para el desengañado espía anglochamberiense"

Ahora sabemos que Berta Isla (2017) cerraba en falso la vida internacionalizada de Nevinson. Marías ha tenido la acertada idea de imaginar una nueva misión para el desengañado espía anglochamberiense. Contrariamente a lo que cabría esperar, la disyuntiva en Marías no abre posibilidades, sino que las cierra. Sus narradores gustan de controlar lo que pudiera pensarse de ellos, y procuran cerrar la rueda de posibilidades, agotarlas hasta lo indecible. De ahí la insistencia en la búsqueda del giro exacto, de la palabra justa, de dar con le mot juste flaubertiano, acaso como homenaje encubierto al autor de Madame Bovary, nacido además en la ciudad cuyo nombre, Ruán, recuerda a la ficticia del noroeste español a la que Tomás Nevinson deberá desplazarse para hacerse cargo de la encomienda que le asigna el ya conocido espoleador Bertram Tupra, su mentor y jefe en el Foreign Office.

Cuando parecía que los días de secretos y misiones ya habían quedado atrás; cuando llevaba un tiempo tratando de retomar la relación con su mujer Berta Isla —su amor de juventud, su amante ocasional, la madre de sus hijos españoles Elisa y Guillermo (en Inglaterra quedaron olvidadas Meg y Valerie)—, se le propone resolver un caso en esa ficticia Ruán española mezcla de tantas ciudades distintas, peninsulares y extranjeras. La tarea, encontrar entre tres mujeres sospechosas a la agente encubierta del IRA a la que se relaciona con los atentados de ETA en Zaragoza y Barcelona en los ochenta, sospechosa de proporcionar apoyo logístico a ambas organizaciones terroristas, aunque la rememoración de las atrocidades y tragedias alcanza hasta los asesinatos de Francisco Tomás y Valiente y de Miguel Ángel Blanco. El tiempo central del relato se inicia el 6 de enero de 1997, y las indagaciones (un año escolar) y flecos (otro año transcurrido en casa tras el cometido) suman en total un par de inviernos, con lo que nos plantamos en la Nochevieja de 1998. El momento desde el que Nevinson cuenta cuando cambió su identidad por la de Miguel Centurión y cuando dejó de serlo para recuperar su verdadero nombre, una vez concluida la misión, se enmarca ya en lo que para él es este siglo XXI “idiota y desaprensivo” que tanto parece pesarle a la criatura que ha imaginado el escritor como al autor mismo, si hacemos caso a las regularísimas y longevas intervenciones dominicales de Javier Marías en la prensa española. No en vano, Marías hace nacer a Tomás Nevinson en 1951, el mismo año en el que el autor de Tu rostro mañana vino al mundo. En aquella novela tripartita era Jacobo Deza el espía al que ahora le toma el relevo Nevinson, quien comparte con aquel una mirada al mundo semejante en cuanto a capacidad interpretativa y profundidad analítica, por más que sólo se ufane de ser un buen imitador de acentos.

"Tomás Nevinson guarda en sus casi setecientas páginas un mecanismo cercano a la perfección en lo que concierne al manejo de la invención, la disposición y la elocución"

La labor de espionaje emprendida busca desenmascarar la posible identidad de Maddie Orúe O’Dea, quien podría esconderse tras las tres mujeres de Ruán en las que Nevinson posará su mirada indagatoria, pese a andar Nevinson un tanto oxidado. Tratará de ganarse sus voluntades del mejor modo que tiene para lograrlo, esto es, acercándose lo más posible a ellas, aunque eso tal vez requiera incluso algún sofaldamiento consentido o alguna sesión de lo que Bobby ‘Blue’ Bland llamó Sunday Morning Love. En eso no falló nunca Nevinson cuando se hacía pasar por otros con su misma piel. Una piel que en las fechas del relato acumula casi medio siglo de cambios y se acerca mucho al aspecto del Gérard Philipe que vale como retrato de portada del protagonista para esta novela. Junto a Berta Isla (2017) forman un díptico independiente pero complementario al que habrá que reservarle un lugar de honor en la dilatada carrera literaria de Javier Marías.

Tomás Nevinson guarda en sus casi setecientas páginas un mecanismo cercano a la perfección en lo que concierne al manejo de la invención, la disposición y la elocución. Pocas veces el equilibrio entre estos tres conceptos aristotélicos se ha mostrado con la solvencia con que están presentes aquí. Acaso en alguno de los cuentos del escritor —estoy pensando en el inmarcesible “Cuando fui mortal”— puede apreciarse ese nivel de excelencia al que ha llegado el autor madrileño tras quince novelas y más de medio siglo de producción, pero es sabido que el cuento no propicia la existencia de decaimientos o desajustes, dada la naturaleza del género. Que una novela de la envergadura que nos ocupa se muestre sobrada en el dominio de esos componentes retóricos nos obliga a pensar que Robert Johnson no ha sido el único del que sospechamos que haya sellado un pacto con el diablo. Si a todo ello le añadimos la alegría que produce el reencuentro con algunos de los mejores interlocutores que ha dado la pluma de Marías (siempre son algo más que meros narradores esas voces inventadas de aliento clásico, capaces de suscitar un diálogo enriquecedor con sus lectores), cargados de guasa, humor socarrón, rayanos a veces en la hilaridad y la gamberrada de carcajada, a menudo con marcado tono autorreferencial o buscando la broma interna y el guiño al lector cómplice (esa “mala índole” o ese desapasionado Tupra que “sabía saber y sabía, afortunado o desdichado él”), entonces la novela resplandece como pocas.

"Era Juan Benet el que decía que una novela se justifica por una sola página, pero es que aquí hay muchas de ese linaje"

Era Juan Benet el que decía que una novela se justifica por una sola página, pero es que aquí hay muchas de ese linaje, empezando por el memorable arranque de la obra. Si la trama tiene que ver con el desvelo de un enigma, con la resolución de un caso, la última novela de Marías es una morosa disección en clave detectivesca del último tramo del siglo XX y del signo de los tiempos que ha marcado el arranque del XXI, además de una reflexión sobre los límites morales de lo que nos es posible llevar a cabo hasta sus últimas consecuencias. Pero la investigación que ocupa el dar con la mujer que vive dentro de alguna de las tres en liza, y los conflictos morales entorno a la justicia clandestina de Estado que conlleva poner en práctica la tarea para la que Tomás Nevinson ha sido reclutado, entrenado y azuzado desde que el lejano Peter Wheeler viera el potencial que almacenaba el joven a sus veinte años cumplidos en sus días de estudio oxonienses, son sólo el señuelo para captar la atención del lector e inocular la sustancia de otra novela paralela que se destila entrelíneas.

Y es que hay en Tomás Nevinson una historia de amor en toda regla: de amor, no de amoríos; un amor reposado, sentido, profundo, mecido por el paso del tiempo y por su intermitencia sin marchitez, selecto y vivo. Adulto en última instancia, cercano a los versos de William Butler Yeats que lo alientan y que en 1893 hablaban de aquel hombre que amó un alma peregrina, y amó las penas de un rostro cambiante (para Tomás, Berta “era inteligente, era deseable, tenía humor, y sobre todo conservaba restos de alegría”). No cabe calificarlo de amor crepuscular, puesto que los protagonistas del romance que iniciaran en sus años de instituto, Isla y Nevinson, no han cumplido los cincuenta años cuando se da por cerrada la pesquisa que debía conducir eufemísticamente a “sacar del cuadro” a la terrorista Maddie Orúe O’Dea desde los dominios del Servicio Secreto inglés, para así no salpicar con el trabajo al CESID español. Lo crepuscular, si acaso, puede observarse en la mirada que el escritor deja transparentar en las opiniones contundentes o en las observaciones sagaces de su personaje narrador, muy a menudo coincidentes con las del propio Marías, para regocijo de sus fieles y azote de sus detractores, desde la privilegiada atalaya que le otorga su atento paso por el mundo en sus casi setenta años de vida. Como se aprecia, los volatines siguen, pero  son ahora de otra índole.

"Si en Berta Isla se dejaban oír ecos de Dickens, Balzac y T. S. Eliot, en Tomás Nevinson son otras las fuentes con las que ahora dialoga el escritor"

Nevinson opta por referir su historia en primera persona, pero en un tramo del relato en el que se desdobla como Miguel Centurión usa la tercera indistintamente, dado que en la ciudad fluvial y catedralicia de Ruán era ese otro profesor de inglés con el que se parapeta, y así observa sus propios pasos y remembranzas durante el tiempo que ocupó su última misión. La historia avanza sin tregua favorecida por los deseados espacios de remanso que van apareciendo a lo largo de las dieciséis partes, que socorren en la tarea de lectura con agradecida oxigenación. Persiste la prosa digresiva con ese estilo que ahonda en lo indagatorio para adentrarse en los bajíos de la propia existencia con una fuerza verbal sin apenas parangón en nuestras letras. Los personajes de Javier Marías rozan el prodigio cuando destapan la caja de sus elucubraciones. El pacto ficcional que autor y lector entablan en la novela hace tiempo que quedó confirmado, por lo que ya no existe sorpresa en asentir ante esos diálogos que pudieran catalogarse como inverosímiles (nadie habla como los personajes de Marías, nadie al menos sostenido en el tiempo durante tantas páginas, por muy brillantes que sean los protagonistas y secundarios de sus novelas). Poco ha de importar, más si cabe cuando sabemos la sobrada capacidad que tiene el autor para el diálogo genuino (las intervenciones de Folcuino, el marido de una de las espiadas por Centurión, son de antología, verosímiles en extremo y de humor abdominal muy español, por poner sólo un ejemplo entre muchos). Pero es verdad que el pensar de los personajes y hasta sus intervenciones no descansan en la identificación léxica: todos hablan igual (de bien) y no cabe el anacoluto, la torpeza ni el desfallecimiento en sus discursos, bien sean estos hombres o mujeres. Personajes que dicen lo que desean con las mejores palabras posibles, que para eso uno es dueño de lo que escribe. Prosa deambulatoria, introspección demorada, apunte digresivo, dilatación extrema, cadencia hipnótica, todo con voluntad de alcanzar el gran estilo, el único salvavidas posible para permanecer a flote en la posteridad. Palabras fijadas para conmover a las estrellas, no para hacer danzar a los osos, que diría el clásico.

Si en Berta Isla se dejaban oír ecos de Dickens, Balzac y T. S. Eliot, en Tomás Nevinson son otras las fuentes con las que ahora dialoga el escritor, quien por primera vez añade un apartado final de agradecimientos y reconocimientos para saciar la curiosidad del lector curioso y zanjar las insidias del pejiguero. Esa es la nómina con la que se las tiene Javier Marías. Un Javier Marías que ha ido dejando sentir su voz para contrastarla con la de otras generaciones más aceleradas y susceptibles. Ha propiciado que el familiar Nevinson vuelva a caer en la tentación de retomar sus tareas secretas. Con ello ha puesto en marcha de nuevo el mecanismo de la ficción y ha logrado ofrecernos en estas páginas un paisaje especular en el que se ven reflejados los claroscuros de una sensibilidad que ha ido prosperando a caballo entre dos siglos de dos milenios diferentes. Con el retrato de la pugna entre arrepentimientos y culpas, entre lealtades y traiciones, entre querencias y desafectos, entre fingimientos y la sinceridades, va de regalo el análisis de las dualidades que afligen a los contemporáneos del escritor. Su arma, la literatura; su ambición, insondable. En la novela escribe Marías que “la literatura permite ver a la gente de veras, aunque sea gente que no existe o que con suerte existirá para siempre, por eso nunca perderá su prestigio del todo”. Habrá que estarle agradecido por haber sabido incardinar en la vida de sus lectores las de sus criaturas. Qué quieren que les diga. Yo en casa ya le he plantado un altar.

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Autor: Javier Marías. TítuloTomás NevinsonEditorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros y Amazon

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