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Lucía Bosé, una musa de Antonioni

Lucía Bosé, una musa de Antonioni

Solo cabe el elogio ante esos magníficos documentales sobre actores y cineastas que se ofrecen en streaming en casi todas las plataformas. En uno de ellos —Suite Peckinpah (Pedro González Bermúdez, 2019)—, Lupita Peckinpah, la hija del gran Sam, nos habla del proceso de autodestrucción que acabó con su padre, estigmatizado por los productores y enloquecido por las sustancias estupefacientes, cuando La Parca se lo llevó prematuramente. En otro —Mi nombre es Alfred Hitchcock (2022)—, Mark Cousins devuelve la voz a el Mago del suspense, cuarenta y tantos años después de que su vida fundiera a negro, y el maestro nos habla de su cine más allá de su célebre MacGuffin. Así, vuelve de la tumba para descubrirnos que, por mucho que le gustase el pelo al viento de Carole Lombard, siempre fue un marido ejemplar. Estuvo tan unido a Alma Reville —su esposa y mejor guionista— que, a menudo, empezaba una frase y la terminaba ella, o viceversa.

Si se dedicase uno de estos magníficos acercamientos a Lucía Bosé, a fe mía que el trabajo debería hacer hincapié en un dato: fue la primera musa de Michelangelo Antonioni, el primer cineasta italiano que partió con el neorrealismo del que procedía —Gente del Po, su mediometraje de 1947, es uno de los documentales canónicos del neorrealismo— y estas rupturas con el canon predominante, siempre implican cierta heterodoxia.

"Particularmente, recuerdo a Lucía Bosé como la primera musa del gran Michelangelo Antonioni. El Antonioni previo a la incomunicabilitá"

Con todo, tengo la sensación de que la filmografía de Lucía Bosé ha sido estigmatizada por algo totalmente ajeno a esa ruptura con la estética imperante en la pantalla italiana que inspiró al gran Antonioni: la proporción que alcanzó su vida privada en la crónica social. De entrada, tengo el convencimiento de que, si su carrera parece más corta de lo que fue, es debido a que en su tramo final llamó más la atención de los cronistas de sociedad, siempre atentos a su matriarcado, que de los críticos de cine.

Sin embargo, llegado el momento del último recuento tras la noticia de su óbito a consecuencia del covid-19 a comienzos de la primavera de 2020, su filmografía arrojó un montante de 59 títulos. Entre ellos abundan colaboraciones con algunos de los realizadores más sobresalientes de la edad de oro del cine italiano, del nuevo cine español de los años 60, del experimentalismo más radical de la Escuela de Barcelona y del fantaterror, también patrio, de los 70. En Francia trabajó poco. Eso sí, fue bastante para que, también allí, se hiciera notar la densidad que siempre supo conferir a todos sus personajes.

"Más aún, Lucía Bosé debutó en el cine con uno de los máximos representantes de aquella estética, Giuseppe de Santis, para quien fue la Lucia Silvestri de Non c'è pace tra gli ulivi"

Particularmente, recuerdo a Lucía Bosé como la primera musa del gran Michelangelo Antonioni. El Antonioni previo a la incomunicabilitá, aquel hermosísimo cine contemplativo puesto de manifiesto en La aventura (1960), El eclipse (1962) o El desierto rojo (1964), quien, como todo amante del buen cine sabe, tuvo en Mónica Vitti su inspiración meridiana. Pero el Antonioni anterior que, al despuntar en la ficción, después de haberse dado a conocer como documentalista, pone uno de los puntales más sólidos para alejar la pantalla trasalpina del neorrealismo imperante, retratando, ni más ni menos que a gentiles burguesas —es decir, la antítesis prístina de los parias prototípicos del neorrealismo—, tuvo en Lucía Bosé a su actriz más representativa.

Bien es cierto que la intérprete cobró notoriedad ganando el título de Miss Italia, un procedimiento que se diría extraído del argumento de Bellísima (Luchino Visconti, 1951), uno de los títulos referenciales del repertorio del neorrealismo. Más aún, Lucía Bosé debutó en el cine con uno de los máximos representantes de aquella estética, Giuseppe de Santis, para quien fue la Lucia Silvestri de Non c’è pace tra gli ulivi (1950).

"Antes de que su destino quedase ligado a España por su matrimonio con Luis Miguel Dominguín, Lucía Bosé también tuvo tiempo de ponerse a las órdenes de don Luis Buñuel en Así es la aurora"

Pero el caso es que fueron otras —Anna Magnani, Silvana Mangano, incluso la Ingrid Bergman compañera de Rossellini— las musas de aquel humanismo exaltado que fue el cine neorrealista. A Lucía Bosé, su natural elegancia, su delicadeza, le alejaron definitivamente del neorrealismo apenas se puso delante del tomavistas del gran Michelangelo Antonioni. Su primera vez con el maestro fue para incorporar a la Paola Molon de Fontana de Crónica de un amor (1950) —sobre un sentimiento perdido y encontrado—; la segunda, en La señora sin camelias (1953).

Entre una y otra, la actriz colaboró con un cineasta discreto, pero no tanto como para merecer el absoluto ostracismo que hoy pesa sobre él: Luciano Emmer. París, siempre París (1951) —una agradable comedia turística acerca del viaje a la capital francesa, para asistir a un partido de la selección de su país, de unos aficionados al fútbol italianos y sus esposas—, fue el primero de aquellos títulos. El año siguiente llegó Tres enamoradas (1952), una comedia sentimental sobre las ambiciones, románticas y profesionales, de tres amigas que siempre se citan en las escalinatas de la famosa Plaza de España romana. Aquel fue el segundo trabajo de la actriz para Emmer. Y, a fe mía, que es todo un precedente de Creemos en el amor (1954), la deliciosa comedia romántico-turística de Jean Negulesco. Demasiado ingenuo todo ello para nuestros días.

Antes de que su destino quedase ligado a España por su matrimonio con Luis Miguel Dominguín, Lucía Bosé también tuvo tiempo de ponerse a las órdenes de don Luis Buñuel en Así es la aurora (1955). Poco hay que decir que no se haya dicho ya de Muerte de un ciclista, el drama criminal que Juan Antonio Bardem estrenó ese mismo año 55.

"Para el malogrado Claudio Guerín Hill protagonizó La casa de las palomas, una de las películas más “escabrosas” de un tiempo en que la escabrosidad debía entenderse como una suerte de elogio"

Como tantas grandes actrices de entonces, aunque apareció fugazmente —y junto a su marido y Picasso— en El testamento de Orfeo (1960), de Jean Cocteau, tras la boda se retiró. Ya separada volvió al trabajo. De entonces es su colaboración con Pere Portabella en Nocturno 29 (1968), con Basilio Martín Patino lo hizo en Del amor y otras soledades (1969). Antes de que acabara el año erótico, que llamaron al 69 Serge Gainsbourg y Jane Birkin en una de sus canciones, Lucía Bosé volvió a Italia para colaborar con Fellini en su Satiricón.

Estaba escrito que el 69 habría de ser uno de los años más laboriosos de su carrera. De nuevo en España dio vida a la escritora George Sand en Un invierno en Mallorca, un acercamiento del barcelonés Jaime Camino a la experiencia en la isla de Chopin, un Chopin interpretado por Christopher Standford.

Para el malogrado Claudio Guerín Hill protagonizó La casa de las palomas (1972), una de las películas más “escabrosas” de un tiempo en que la escabrosidad debía entenderse como una suerte de elogio. En aquel caso se refería a un ménage à trois entre Alexandra, incorporada por la actriz, su hija Sandra —Ornella Mutti en su primera película española— y un tipo con mucha suerte que respondía al nombre de Fernando (Glen Lee).

"Sí señor, ante tanta excelencia, tengo la sensación de que la sobresaliente filmografía de Lucía Bosé se vio afectada por algunos aspectos de su vida privada"

Unos años antes, en su Italia natal —en la que estuvo trabajando hasta el 2013—, Lucía Bosé había iniciado su colaboración con el siempre interesante Mauro Bolognini en Metello (1970). Se prolongaría en títulos como Por las antiguas escaleras (1975) y La cartuja de Parma (1982), una adaptación televisiva de la novela homónima de Stendhal.

Volvió a Francia, la patria de Stendhal, para protagonizar Nathalie Granger (1972), de Marguerite Duras, una de sus novelistas-cineastas más sugerentes.

Por mi parte, del tramo final de su filmografía española, me quedo con su creación de la condesa Erzsébet Báthory, la alimaña de Csejthe, en Ceremonia sangrienta (1972), la obra maestra de Jorge Grau. Fue aquel un acercamiento a la terrible mujer que alumbró la quimera de recuperar la lozanía bañándose en la sangre de las doncellas. El magnífico guión era de Juan Tébar. Sí señor, ante tanta excelencia, tengo la sensación de que la sobresaliente filmografía de Lucía Bosé se vio afectada por algunos aspectos de su vida privada.

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