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Principiante, de Stéphane Dompierre

Principiante, de Stéphane Dompierre

Cuando once personas se inscriben en un campamento de desconexión digital están lejos de darse cuenta de la magnitud del duelo al que tendrán que hacer frente. Nada les ha preparado para la estricta dieta electrónica que deberán seguir durante una semana, ni ante un entorno hostil al que no están acostumbrados. Y por supuesto, nunca habrían pensado que tendrían que sobrevivir a un asesino en serie.

Zenda ofrece un fragmento de Principiante (Ediciones T & T), de Stéphane Dompierre, una novela que mezcla terror y comedia.

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NORMAS

Por supuesto, hay normas. Cuelgan en el tablón de anuncios de corcho que se encuentra en la entrada del chalé principal, donde se servirán las comidas a los participantes. Hay cuatro reglas.

—Son muy simples —explica Gabrielle durante la reunión—. Ante todo, no tenéis que olvidar que, si nos empeñamos en que respetéis las normas y nos ponemos algo pesados a este respecto, es por vuestro bien. Seguirlas garantiza que sacaréis el máximo provecho de la experiencia. Primera norma: tenéis que entregarnos todos vuestros dispositivos electrónicos. De ello depende el éxito del campamento.

Mathieu, con un boli y un portapapeles en la mano, ha hecho el recuento. Los once participantes han llegado temprano, aún no son las dos de la tarde, pero todos están aquí, sentados en sillas plegables e inestables, colocadas medio torcidas en la gravilla, frente a la entrada del chalé. Algunos entornan los ojos para leer mejor, para descubrir más rápido las instrucciones que Gabrielle, la hermana pequeña de Mathieu, les está enumerando con su voz alegre, chispeante y algo ronca. Intenta tranquilizar al grupo que ya parece inquietarse.

—Cuando hablamos de dispositivos electrónicos, nos referimos, por supuesto, a vuestros móviles, aunque también a cualquier otra cosa que hayáis podido traer con vosotros: tableta, ordenador, iPod, iPad, GPS, todo lo que se conecta de uno u otro modo a una red, incluidas las cámaras fotográficas.

Pasa de silla en silla, recoge los aparatos que le tienden con reticencia, a veces incluso con cara larga y amarga resignación, y los mete en una bolsa de tela. Tim, un chico grande de aspecto desaliñado con bigote y un suéter amarillo demasiado pequeño, se hace un último selfi para la posteridad. Intenta sacar a la vez sus labios fruncidos y la silueta negra del toro de su camiseta. A la tercera, asiente satisfecho y, con gesto solemne, deposita su aparato en la palma de la mano de Gabrielle.

—Segunda norma: tenéis que entregarnos algunos objetos personales. Después de la reunión haremos un pequeño registro e inspeccionaremos vuestros equipajes. Recogeremos las cosas prohibidas y os las devolveremos al final de la semana.

Se alzan tres manos. Las de los candidatos que parecen más nerviosos: Tim, que se muerde las uñas de la otra mano, Sarajann, que golpetea con el pie y mira a su alrededor, y Cédrick que esboza una sonrisa forzada y parece ansioso por contar un chiste. El suspiro de Gabrielle es apenas perceptible.

—Si levantáis la mano para saber de qué objetos se trata, es justo lo que me disponía a deciros.

Las tres manos descienden. Lentamente.

—Las llaves de vuestro vehículo. Aquí no necesitaréis coche, aquí disponéis de alojamiento, comida, ¡y todas las actividades tienen lugar en el campamento! En cuanto hayáis descargado vuestras pertenencias, los llevaremos a un aparcamiento que está un poco más lejos. ¡Así no sentiréis la tentación de escaparos!

Ha pronunciado esta última frase en clave de humor, pero nadie se ríe. Alguien levanta una mano. Es Daphné, una haitiana grande de mirada maliciosa. Ha venido con su hermano Jon.

—¿Sí?

—¿Hay algún Starbucks cerca de aquí?

—No. Lo ideal es que os quedéis en este sitio. Aquí tenemos una cafetera muy buena.

—¿Preparáis lattes de calabaza?

—No, pero, que yo sepa, Starbucks tampoco los hace en esta época del año.

—Buen argumento.

Daphné le dirige una sonrisa amplia y franca a Gabrielle. Ya hay una convencida entre tantos desconfiados. De hecho, Daphné ya sintió un gran alivio tan pronto Jon y ella se bajaron del coche. Tiene grandes expectativas con respecto a este campamento de nuevo estilo, que se supone la ayudará a desengancharse de su teléfono, de su dependencia física a las constantes notificaciones que recibe de todas las redes sociales a las que está apuntada. Sabe que será difícil; no obstante, está dispuesta a intentarlo, a seguir las instrucciones, hacer todo lo que haga falta, durante una semana, si eso puede ayudarla a recuperar un cierto equilibrio en su vida personal. Tiene la sensación de que el mero hecho de respirar el aire del campo a pleno pulmón ya le está haciendo bien. Confía en los dos organizadores y no sospecha lo nerviosos que están Mathieu y Gabrielle. Es el primer año del campamento Cero G: necesitaron diez segundos para encontrar un nombre más o menos eficaz, pero meses para organizarlo todo. Dos años antes, al morir sus padres, heredaron este conjunto de chalés, seis pequeños y uno grande, a orillas del lago Woodland. En un principio no supieron qué hacer con ellos, puesto que ninguno de los dos tenía ganas de gestionar el alquiler de todos aquellos chalés y el mantenimiento de la finca. Sin embargo, un día, Mathieu se topó con un artículo sobre los campamentos de desconexión que empezaban a ganar popularidad en Estados Unidos.

Una pequeña cura de desintoxicación tecnológica de unos días lejos de la ciudad. Parecía mágico pero, según la periodista, no todo se desarrollaba sin problemas; algunos acudían allí bajo coacción, dejados a las puertas del campamento por un padre desbordado o un amigo comprensivo o exasperado. Muchos de los participantes llevaban muy mal la experiencia y se marchaban al cabo de unas horas, haciendo dedo hasta el pueblo más cercano antes de tomar el primer autocar de vuelta a casa. Por supuesto, no se los podía retener a la fuerza; lo que se pretendía era que se desengancharan de la tecnología, no era cuestión de meterles un GPS en el culo para saber dónde estaban. Mantener actualizada la lista de asistencia constituía un continuo quebradero de cabeza.

Otros, aunque hubieran acudido voluntariamente, se arrepentían tan pronto entregaban su móvil. La idea les había parecido buena unos meses antes, cuando buscaban un proyecto diferente para las vacaciones, cuando se decían que necesitaban desconectar. Ahora bien, una cosa es querer desengancharse y otra muy distinta conseguirlo. Algunos participantes iban a ver a los organizadores al cabo de unas horas, con los ojos inyectados en sangre, las manos temblorosas, suplicándoles que les devolvieran sus dispositivos para poder reconectarse con el mundo. Abandonaban el lugar sin haber sido capaces de dormir una sola noche sin consultar sus redes sociales. Una organizadora contaba en el artículo que al principio metía todos los aparatos en una caja de madera con candado, al pie de su cama, en su tienda de campaña. Aun así, un joven que unos días antes se mostraba tranquilo y equilibrado, incluso bien educado, había entrado en su tienda en plena noche y había destruido la caja a hachazos. Para recuperar su teléfono móvil. Para consultar su página de Facebook. Para ver los selfis de sus contactos, para admirar las fotos de lo que esas personas habían cenado la noche anterior. Despertados por los golpes y los gritos, otros participantes habían invadido el espacio y se habían empujado unos a otros para recuperar sus aparatos. La organizadora no había dejado que ese fracaso la desalentara, sino que había adquirido una caja fuerte de metal a prueba de uñas, de dientes, de golpes y de llamas. Y tal como se hace con los alimentos que pueden atraer a los osos, había dejado la caja lejos de su tienda de campaña.

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Autor: Stéphane Dompierre. Título: Principiante. Editorial: Ediciones T & T. Venta: Todostuslibros.

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