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Un paseo por Roma con Ignacio Peyró

Un paseo por Roma con Ignacio Peyró

Ignacio Peyró aterriza en la Plaza Navona con un papa de estreno. León XIV está recientísimo y Peyró se detiene, suspira y narra Roma. Estas historias de Roma, que son otras, distintas a las de Enric González, e igual de sugerentes. Su Roma es poliédrica y comprende dos —o a lo sumo tres— kilómetros a la redonda. Es la Roma que entrelaza turistas asombrados, jóvenes sotanas, esquinas intratables y arte oculto.

Suena la charanga de una orquesta mientras Peyró explica qué es la Obra Pía. Hay una muestra de Martín Chirino y Chillida que acaba pronto y una lona gigante con tenistas que lucen relojes de diseño que tapa las obras de un edificio solemne: el palacio Pamphilj. El escritor luce americana azul marino, camisa blanca con un botón desabrochado, una barba algo cuidada, pelo abrillantado con ligeras entradas, anteojos de intelectual de la Generación del 27; y un hablar que recrea palabras y atrapa instantes que se fugan. La tarde sabe a helado de limón.

“Roma es tremendamente extensa, profunda y no es fácil de conocer… ni siquiera mi barrio. Es un país más opaco de lo que parece. Esto es como El gatopardo: si llegas después de los cinco años, sabes que no eres de aquí. Te van a tratar muy bien, pero no eres de ellos”. Lo dice mientras le sirven un café “perfecto”, de estilo napolitano.

"Es vecino de restaurantes con precios de tabernas donde comen cardenales, de librerías que atesoran grabados inencontrables, mapas desactualizados"

Peyró, anglófilo sin remedio, y que acaba de publicar una versión italiana de su Pompa y circunstancia gracias a un editor de Perugia que ha tenido la bendita y anacrónica excentricidad de enviar tropecientas mil invitaciones en papel para la presentación de la obra en la librería romana Horafelix, se ha adaptado tanto a la ciudad de los emperadores que su casa linda pared con pared con una iglesia. Vive en una calle que podría ser una avenida, en una vía donde circulan abundantes macchine. Es vecino de restaurantes con precios de tabernas donde comen cardenales, de librerías que atesoran grabados inencontrables, mapas desactualizados, papeles que esconden secretos.

No sería nada extravagante que dentro de unos años —en sus diarios en marcha (¿para cuándo el segundo tomo? o en un libro ex profeso sobre la capital italiana— el director del Instituto Cervantes de Roma publicara una obra de esta ciudad. Inspiración no le va a faltar. El que más le seduce es Paseos por Roma, de Stendhal. También le gusta el de Juan Claudio de Ramón (Roma desordenada), cuyo prólogo lo firmó él mismo, es “muy personal”: “Cumple con todas las promesas de felicidad que los viajeros del mundo hemos asociado a las palabras Italia o Roma”, escribió.

De colores romanos sabe tanto como para retirarse a un monasterio cisterciense y escribir un tratado de mil páginas en papiro. Hace como año y medio, y por intermediación de Ignacio Camacho, Lola Robador, catedrática de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Sevilla, le pidió una conferencia sobre este tema. “Muchísimas gracias, pero no voy a tener tiempo”, contestó con proverbial educación de otro siglo. Pero Robador insistió y Peyró se plantó en el suave otoño andaluz de 2024 para impartir su sapiencia en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras:

Ex Roma lux. No en vano, la identificación de Roma con la luz es muy antigua. Es la luz pagana del fuego del templo de Vesta, alma de la ciudad. Y es la luz cristiana del esplendor de la verdad, según se filtra a través de la vidriera que, en el presbiterio de la basílica, dispuso Bernini sobre la Cátedra de San Pedro. Es también una luz que, a través de las fugas ideales de los cuadros de Claudio de Lorena, volvería al arte a un nuevo clasicismo”.

"Roma, hay que decirlo, no es una ciudad cómoda ni su luz resulta siempre habitable. No es una ciudad donde, bajo un cielo hecho andrajos, llueva bonito, por ejemplo"

Unos atardeceres lentos y solemnes que han dado su superioridad al octubre romano, a la ottobrata que inspiró, como acabamos de ver, a Edward Gibbon, y que a nosotros también nos lleva a subir a algún mirador aunque sea para echar mano del móvil y hacer una foto para el Instagram.

Roma, hay que decirlo, no es una ciudad cómoda ni su luz resulta siempre habitable. No es una ciudad donde, bajo un cielo hecho andrajos, llueva bonito, por ejemplo. Y el verano puede ser tal paroxismo de luminosidad que los fotógrafos han de buscar los tramos de luz más amortiguada para hacer con garantías su trabajo: justamente el comienzo y el final del día. Esas son, decíamos, las horas romanas, las horas sobre las que Roma ha asentado su fama de belleza. El momento preciso que tiene cada callejón para iluminarse.

“—Roma es tan apabullante…

—Sí.

Su afirmativo, seco, suena contundente, mas carece de petulancia en medio de una suerte de catarro que se percibe en su tono de voz, lejos de estridencias. Sus gafas se quedan mirando el telefonino que le va advirtiendo de la hora, como si pidiera una pausa, no otro café, sino contemplar una plaza, otra iglesia, quién vivió aquí y en qué año o época.

16:45. ¿Dónde vamos ahora? A la Plaza Farnese, donde vivió Ramón Gaya.

Continúa este paseo peripatético.

Al fondo, donde hace unos días un decorativo Renault 4L servía de escenario ideal para las fotografías, se encuentra la Iglesia de los Portugueses. Es uno de los rincones favoritos de Peyró. “Este negocio parece que se extingue”. “Bueno, su dueño tendrá exactamente 1.950 años”. O más. En Roma la jubilación equivale a la muerte. Hay mucha gente mayor que trabaja hasta el final. “Aquella tienda hace poco era de lanas, menos mal que ha conservado el letrero”.

A la altura de la galería Alberto Sordi suena otra vez la orquesta y Peyró advierte: el ojo de buey del conserje de una finca es algo “italianísimo”, como los asuntos de Estado, donde hombres y mujeres van impecables, la percha adecuada, un cuidado eucarístico por las formas que se observa en la Cámara de los Diputados. “Son muy ceremoniosos”, proclama justo antes de toparse con el Albergo Nazionale, un edificio neoclásico del siglo XVIII de cuatro estrellas con vistas a la Plaza de Montecitorio.

"Peyró pasa de un tema a otro: lleva unos meses sin fumar, aunque el vicio no sabe si volverá, mientras relata la proverbial pasión romana por las fragancias"

Estamos en Rione VIII, barrio histórico de Roma, entre la Plaza Navona y el Panteón. El escritor entra en una tienda, proveedor del Palacio del Quirinal, buscando libretas para apuntar ideas y plumas, hablando un italiano solvente. Aquí no se sabe lo que está en venta y lo que no. Toca un cuaderno, azul, pequeño, de hojas blancas. “Es una maravilla total. Este me encanta”. “Fíjate en estas bellezas”, prosigue sin ocultar un exquisito sibaritismo. Se queda observando una pluma hecha con piel de elefante. La marca que usa es Pelikan Souverän. Cuando se le ha roto alguna la ha enviado a reparar.

En la Plaza de Minerva una orquesta interpreta a Rafaela Carrà. Sí, pero en italiano no dice la canción que para hacer el amor hay que venir al sur, sino que hay que hacerlo de Trieste para abajo: “Com’è bello far l’amore da Trieste in giù”. Otra tienda de perfumes. Peyró pasa de un tema a otro: lleva unos meses sin fumar, aunque el vicio no sabe si volverá, mientras relata la proverbial pasión romana por las fragancias.

Maurizio Serra, diplomático y ex embajador de la Unesco y antiguo jefe de la escuela diplomática italiana, historiador de la literatura y ensayista, y que entró en la Academia francesa antes que Mario Vargas Llosa (Serra fue el primer italiano y el segundo extranjero en cuatrocientos años), es una de las grandes amistades forjadas por Peyró en Roma. Serra es un gran conversador y en España lo han editado Tusquets y Fórcola.

Ambos almuerzan en sitios como La Campana, de cinco siglos de vida, o Costanza, enclavada sobre un antiguo teatro, y suelen frecuentar una especie de club en el que los miércoles sirven dry Martini a los socios. “He visto a un señor de 99 años, y que tiene casi 100, tomarse uno a la hora de comer. Los italianos siempre son muy comedidos con el almuerzo o la bebida, al contrario que en Reino Unido, donde la medida del beber es beber sin medir. Aquí son mucho más apolíneos y no suelen hacer tonterías en público”.

¿Y más cerca de Nápoles?

“No te creas que cambia mucho. En Roma, si a las 13:30 te quieres tomar una cerveza, no sabes dónde ir. En los bares no suele haber cañas. Tomarse un café es un micro spa y vas solo, te lo tomas de pie, y tardas un minuto y medio; un pequeño ritual muy grato. Cuando llegas a Italia te tienen que instruir con lo que se puede pedir o no y a qué hora. No se puede poner nada en la barra. Bueno, pasa igual que en Sevilla: si pides una tostada después de las 12 te mandan a Coria…”.

"El Escorial. Apenas a unos centenares de metros de monumentos y plazas donde no cabe ni medio turista más, Roma se convierte en un sitio cuasi desierto"

Alvar González-Palacios, añada del 36 y autor de Sólo sombras, es otra de sus sólidas amistades en Roma. Hijo de un ministro de la Cuba de la dictadura de Batista, de una “buena familia”, se fue de la isla en 1957. “Cuando quiso volver, estaban ya los barbudos”, precisa Peyró sin referirse a Fidel Castro, que no parece ser precisamente político de su devoción.

El valor de contar con amistades ya afincadas en la senectud. “Siempre me he llevado bien con la gente mayor, y yo ya voy siendo mayor. Son vidas ya hechas y con sus jirones. De Serra me gusta esa mezcla de seriedad intelectual y humanismo diplomático con gran cordialidad”. De González-Palacios, que conoció a Guillermo Cabrera Infante y a Severo Sarduy, valora el acento cubano elegante que en algún momento dejó de ser fino y culto en el Caribe y que sí conservan los que abandonaron la isla.

Peyró conoce bien o ya es amigo, esa frontera que se traspasa con el trato, la intimidad y las horas de charla, de Giorgio Montefoschi, “un buen novelista y muy premiado”. Y de jóvenes periodistas como Sebastiano Caputo, que fue reportero de guerra, Francesco Subiaco o Maurizio Stefanini, especialista en América Latina, y que ha publicado una biografía del rumano Vintilă Horia, un personaje curioso, exiliado en la España franquista, que ganó el Goncourt y al que luego tuvo que renunciar.

"La vida no sigue igual, parafraseando a Julio Iglesias, el protagonista del último libro de Peyró, si pasea uno por Roma con este escritor de memoria sensorial"

“Los curas madrugan muchísimo”, dice al salir de la Iglesia Santa María de Montserrat de los Españoles, donde tres monjas rezan en el último banco y estuvo enterrado Alfonso XIII antes de su traslado al Panteón Real del Monasterio de El Escorial. Apenas a unos centenares de metros de monumentos y plazas donde no cabe ni medio turista más, Roma se convierte en un sitio cuasi desierto, de minúsculas vías que huelen a carbonara o a la fragancia suave de un hotel vegano que esconde una decoración sencilla. En un momento dado, sin que nadie lo espere, Peyró se encuentra con una escena de La gran belleza o de La dolce vita, esencias cinematográficas de la ciudad, donde los colores se difuminan con el pasado.

La vida no sigue igual, parafraseando a Julio Iglesias, el protagonista del último libro de Peyró, si pasea uno por Roma con este escritor de memoria sensorial, capaz de acumular cada vez más saberes, sabores y placeres. Fue una tarde de sábado, era primavera y en el Vaticano aún olía a cónclave.

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Alcantara
Alcantara
2 meses hace

Un paseo exquisito que acompaña a una mirada inquieta, del que llega para hacer hogar a una ciudad tan eterna como mundana. Elocuencia única para describir rincones archiconocidos como si los descubrieras por primera vez. Delicioso.