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Imágenes que son historias

Imágenes que son historias

Los límites de la ficción, el lenguaje y las máscaras protagonizan la quinta entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi.

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Él es Sánchez, es un bombero que un buen día decidió dejarlo todo e irse a una isla desierta en medio del océano Índico.

Por las mañanas trepa a su palmera y coge unos cocos para el desayuno, después se mete en el mar, nada, bucea, pesca algún pez de colores y atrapa un par de cangrejos y algún erizo.

Después de comer —unos días toma el pescado crudo y otros a la brasa—, se echa una siesta recostado sobre el estipe, así se llama el tronco de las palmeras.

Las tardes las pasa caminando por la arena y mirando el mar y el espectáculo de los exocétidos saltando entre delfines e inmensas ballenas azules que abren sus espiráculos y lanzan al aire agua casi vaporizada. Gracias a esa imagen se acuerda de los aspersores de los jardines públicos y de las fuentes municipales y se echa a reír.

Después de cenar, con la ayuda de la luz de una hoguera, representa dramas proyectando sombras chinescas sobre una pantalla hecha con hojas de palmera. Recrea grandes obras inmortales de autores como Chéjov, Miller, Tennessee Williams, Albee, Beckett, Ionesco o Ibsen. Él hace todos los personajes.

Después echa arena sobre el fuego y sofoca sus llamas, pero deja las suficientes brasas para que le calienten durante la noche, se recuesta en su tronco y duerme plácidamente bajo la luz de la luna.

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El sábado, dentro del proceso de culturización de Guillem, lo llevamos a un taller de máscaras que ofrecía de forma gratuita un centro cultural municipal.

Me llamó mucho la atención que hubiera un taller sobre ese tema. Reunir a unos cuantos niños para enseñarles a ocultar su rostro. Recordé al respecto una frase de la inclasificable Clarice Lispector: «Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario.»

Y entendí, con resignación, que es imposible anhelar para los hijos un futuro diferente al que ya les tiene preparado la propia sociedad. Como en un hormiguero o una colmena, también cada uno de nosotros somos hijos de la totalidad, somos hijos de todos, y pensé que, bueno, que ya que va a tener que usarlas durante toda su vida, al menos que lo haga con gusto.

Más tarde, de vuelta en casa, no paraba de darle vueltas al tema y a otra frase que no terminaba de recordar, pero que tenía en la punta de la lengua. La rebusqué con ahínco, obcecadamente, como algo que no pudiera dejar de hacer. «Vuestra alegría es vuestra tristeza sin máscara.»

La dejó escrita Khalil Gibran y algo, en lo profundo, me dolió.

Luego me lavé la cara.

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Hace bastantes años, una persona a la que quiero mucho me explicó que todo deseo es deseo insatisfecho.

Y es que cuando el deseo se consuma, necesariamente se desvanece.

Arde.

Se convierte en cenizas.

En humo.

Esto plantea uno de los mayores dilemas a los que nos enfrentamos los seres humanos, aquel que enfrenta el anhelo y el fuego. Y no es tan sencillo, porque ansiar también es placentero, y arder no deja de ser doloroso.

En la espera hay amor.

En las brasas olvido.

***

«—¡Mira e infórmanos! —rogaron los árboles al pino.

Y el pino miró.

—¿Qué tenía dentro?

Y el pino dijo:

—Polilla.

—¿Qué más?

Y el pino miró de nuevo:

—Polvo.

—¿Qué más?

Y el pino anunció, dejando de mirar:

—Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.»

Así acaba la introducción a El bosque animado, de Wenceslao Fernández Flórez, «La fraga de Cecebre». En este cuento, que sirve de introito a la novela, se narra cómo unos operarios plantan un poste de telecomunicaciones en la fraga. Un «árbol» muy peculiar que agita a todos los habitantes del bosque.

«¿Cómo es?» le preguntan al pino que está al lado.

«Tiene un tronco negro hasta más de una vara sobre la tierra y después de un blanco grisáceo, muy elegante», contesta. «Sus frutos», sigue el pino refiriéndose a los aislantes, «son blancos como la piedra de cuarzo. Y sus ramas son delgadísimas y tan largas que no se ve dónde acaban. Ocho se extienden hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere».

Este relato siempre me fascinó. Y no solo por la forma tan bella de explicar que el progreso, que normalmente entendemos como necesario, no siempre es tan positivo, sino también (y sobre todo) porque reivindica la existencia de otras formas de comunicación y la presencia de otras almas (de ahí el «animado» del bosque), en el planeta que nosotros, los humanos, siempre soberbios y egoístas, despreciamos o, en el mejor de los casos, ignoramos.

Quizá es que tenemos algo muerto. U olvidado. Algo que perdimos en la carrera irracional hacia el progreso. Algo que quedó abandonado en la larga noche de la que surgimos y a la que nunca volvimos.

«—Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.» Pues eso.

Leed la novela.

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Quizá esta sea la parte preferida de mi anatomía. Mi mano derecha. Me gusta porque es un puente entre el mundo ideal y el físico. La frontera en la que los mundos interiores se encuentran con el mundo exterior.

Por la mano desfilan las palabras que se plasman después en el papel o en la pantalla en forma de teorías, narraciones, poemas. Van marchando siluetas y colores, vacíos, curvaturas. Lo etéreo, lo imaginado, lo aún desconocido, se revela. Nace.

Pero a veces añoro un uso de la mano más natural. A veces, cuando cruzo paisajes castellanos o aragoneses a la velocidad del AVE Madrid-Barcelona, anhelo la simpleza de esos campos borrosos, y deseo un contacto más directo con la vida. Empuñar un hacha con la que partir un tronco. Nada más. Introducir la azada en la tierra y remover su carne y depositar en sus oquedades las semillas del futuro. Sopesar un fruto. Acariciar un gato.

Entonces recuerdo aquellos versos de Bernardo Atxaga:

«La vida que yo veo
anhela los extremos confines,
el Desierto, la Selva y nada más.»

(Bizitzak ez du etsitzen / ezpada muga latzetan; / ezpadu Oihanarekin egiten amets, / egiten du Desertuarekin.)

Y pienso de nuevo en la mano, esa mano que crea, que creó, en este caso, lo que ahora siento.

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«El arma de Chéjov» es un precepto dramático según el cual todo aquello que compone una narración ha de ser indispensable, necesario, para la historia. Chéjov se valió de un ejemplo para enunciarlo: si en el primer acto —decía— aparece una pistola, a lo largo de la obra, esta debe ser disparada. En caso contrario, habría que eliminarla.

Este principio nos viene a decir que en el terreno de lo literario, de las invenciones, todo ha de tener sentido, todo ha de perseguir un fin y servir a algo. Por esto chirrían tanto aquellos desnudos o aquellas escenas de sexo gratuitos, las erudiciones forzadas que escritores inseguros ponen en la boca de determinados personajes o los tirabuzones que se han de inventar los guionistas cuando son conminados a contentar a sus cadenas.

La vida, sin embargo, no ha de buscar ninguna verosimilitud, ni ha de rendir cuentas ante ningún crítico. La vida pasa millas de la narrativa (¿cómo, si no, morimos cuando morimos?). La vida, contradiciendo a Chéjov, te dispara a quemarropa sin que hayas visto un revólver en tu puta vida.

Por eso, cuando el otro día me encontré con esta maceta desintegrada al lado del Ministerio de Defensa, en la calle Poeta Joan Maragall (antes Capitán Haya), de Madrid, me di cuenta de que a la realidad le toca un pie la literatura (¿os imagináis a algún o alguna funcionario o funcionaria de defensa regando cada día esta pobre bromelia?, ¿tirándola, sin querer, al abismo de la acera?).

Yo, si siguiera la norma de mi admirado Chéjov, acabaría este texto con alguien con la cabeza abierta y, quizá, con una funcionaria del Ministerio de Defensa temerosa de perder a su amante, tremendamente afligida a los pies de una cama de hospital, arrepentida de haberle arrojado una maceta desde la quinta planta, por despecho. Pero como no sé bien en qué aguas nadan las redes sociales, dejaré esta entrada inconclusa, para que cada uno elija su propio cierre, su propia forma de existir.

Yo, desde que me encontré con la maceta, estoy visualizando a la funcionaria furibunda.

Yo elijo Chéjov.

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En Sospechosos habituales, Keyser Söze, interpretado por Kevin Spacey, suelta aquella frase memorable de «el mejor truco realizado por el diablo fue convencer al mundo de que no existía». Y una treta parecida ha llevado a cabo este capitalismo que sufrimos. Y es que hace años ya, desde la caída del telón de acero, que la efervescente clase obrera ha dejado de existir, y ahora todos somos clase media y vivimos la fantasía de poder ser felices. A nadie se le escapa que las palabras, ya lo dijo Wittgenstein («los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo»), configuran las sociedades y a nosotros mismos (hasta que Newton enunció la ley de la gravedad esta no existía; sentimos lo que sentimos porque lo podemos expresar; y por algo, en fin, existe el adjetivo «inefable», para describir todo aquello que es etéreo, esquivo e ignoto). Siguiendo este esquema lógico, en el último medio siglo el capitalismo nos ha concedido a todos la gracia de ser burguesía y la ilusión de poder ser mejor que el vecino. La clase obrera, aquel grupo de furibundos trabajadores capaces de perpetrar revoluciones, ya no existe. La hemos eliminado del lenguaje. Ahora la clase trabajadora es o bien clase media (con su coche, su iPhone y su tele grande que te cagas) o bien son pobres, y la palabra «pobreza» no despierta admiración ni conlleva dignidad. La palabra «pobreza», que ha venido a sustituir a la clase obrera, es un estigma y no una condición social, es casi una enfermedad. De la palabra «pobreza» todos huimos como de la peste: nadie quiere engrosar sus filas, ni luchar junto a otros pobres por la justicia. La aspiración es la clase media. Salvarse. Plantar la toalla en agosto en la playa y llevar a los niños a inglés.

«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», bien lo sabe el capitalismo que nos ha engañado también en eso, en hacernos creer que esto iba de dinero, de números, de matemáticas, cuando en realidad se trataba de palabras… como todo.

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