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En el tablao del cielo

Quince escritores, reunidos por Sergio del Molino, cuentan Historias del Camino en este Año Jacobeo. Este nuevo libro gratuito de Zenda —el quinto en colaboración con Iberdrola—, que lleva por subtítulo Ficciones y verdades en torno al Camino de Santiago, incluye relatos de Rosa BelmonteRamón del CastilloLuis Mateo DíezPedro FeijooAnder IzagirreManuel JaboisJosé María MerinoOlga Merino, Susana Pedreira, Noemí Sabugal, Karina Sainz Borgo, Cristina Sánchez-Andrade, Ana Iris Simón, Andrés Trapiello e Isabel Vázquez. 

El libro, que no estará a la venta en librerías, está editado y prologado por Sergio del Molino, coordinado por Leandro Pérez y Miguel Munárriz y la ilustración de la portada es de Ana Bustelo. La versión electrónica de Historias del Camino podrá descargarse de forma gratuita en Zenda desde hoy. A lo largo de los próximos días, además, en Zenda iremos publicando los diferentes relatos que pueblan el libro.

Hoy es el turno de Ana Iris Simón y de su relato, titulado «El tablao del cielo».

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El tablao del cielo

La primera vez que dije en público que no creía en Dios fue en segundo de primaria, durante la visita de un escritor local a mi colegio. Con toda su buena fe y hablándonos muy despacito, como si fuéramos tontos en lugar de pequeños, aquel buen hombre nos preguntó que quién creía en Dios y todos menos yo levantaron la mano. Lo hizo, seguramente, porque pensaba que el porcentaje de descreídos sería mayor y nadie se pondría colorado como un tomate, como finalmente ocurrió conmigo. Por eso y por el sesgo de confirmación, supongo: su último libro, un ensayo, trataba sobre los beneficios del ateísmo para las sociedades occidentales y sobre cómo el progreso solo era posible de su mano.

Esto lo supe después. Entonces solo supe que estaba solo en el ateísmo. Hasta Álvaro, que me había confesado en privado sus dudas, levantó la mano. Supongo que como era el único junto a Nahual que se salía de clase cuando llegaba Conchi, la profe de religión, Álvaro sintió que era el indicado para contarme que, aunque él si En el tablao del cielo iba y pensaba hacer la Comunión, le costaba creer porque nunca había visto a Dios. Aunque tampoco había visto a Iniesta y sí que creía en él, añadió. Como para no, con el golazo que había marcado en el Mundial del año anterior.

El caso es que aquel día pasé mucha vergüenza porque, aunque ya me había dado cuenta de que Nahual y yo éramos los únicos que se iban al despacho del director cuando llegaba la hora semanal de Religión, nunca había reparado en que ella sí creía. No en ese, pero sí en Dios. Así que al año siguiente, en tercero de primaria, decidí empezar a creer. Para disgusto de mis padres, que pensaban como el escritor aquel.

Tuve que ponerme las pilas, porque el resto de niños me llevaban dos años de ventaja. Y, aunque estaba sin bautizar y lo de ir a hacer la Comunión era dudoso, me apunté también a catequesis por las tardes, como todos los niños de mi clase a excepción de Nahual, cuyo Dios, según aprendí, se llamaba Alá. Poco a poco y a diferencia de la mayoría de mis compañeros, que confesaban sin pudor que si querían hacer la Comunión era por los regalos, me fui convirtiendo en un pequeño devoto.

Lo que más me gustaba eran las vidas de los Santos, que le preguntaba al cura cuando aparecía, un viernes al mes, por catequesis, porque no tenían nada que envidiarle a las de los protagonistas de los cómics de Marvel que me compraba mi padre. También descubrí la apariencia real de los ángeles y me pregunté por qué se empeñaban en pintarlos como a los bebés de los pijos, que siempre son rubios y tienen rizos, si su apariencia real, como de Transformer, era muy superior.

Empecé a rezar y a ir a misa con mi abuelo, que era el único practicante de la familia. Mi abuela, su mujer, decía que ella creía en Jesús pero no en los curas, que solo querían pasar el cepillo para quedarse con las perras. Y mis otros abuelos, los padres de mi padre, estaban muertos, así que desconocía si creyeron antes de verse picándole el timbre a San Pedro.

Cuando llegó el momento, le pedí a mis padres que me dejaran bautizarme y hacer la Comunión. Me respondieron que hiciera lo que quisiera, pero que nada de fiestas, que nos íbamos a ir a comer juntos al Extremeño como todos los últimos domingos de mes y punto. Eso y que me iba a costar mucho borrarme cuando dejara de creer. Y así fue, dos años después y tras dos cursillos de catequesis. Lo del Extremeño. Lo de la dificultad para borrarme, nunca lo llegué a saber.

En los días posteriores a mi Comunión, nos convocaron a una reunión en la Parroquia y nos ofrecieron la posibilidad de ir a Santiago de Campamento. Los más pequeños, nosotros, haríamos trozos de algunas etapas por las mañanas y nos recogerían cada mediodía para volver a un pueblecito donde tendríamos la base de operaciones. Finalizaríamos en Santiago, donde nos sería entregada una Compostela infantil.

Al salir, mi madre, que fue quien me acompañó, me dijo que si quería ir, pero negué con la cabeza. Sabía que a mi abuelo podía quedarle poco, porque era pequeño pero no tonto, como pensaba el escritor aquel que nos habló como a inútiles y me hizo creer en Dios por vergüenza.

Cuando se enteró mi abuela, que aunque no creía en los curas se pasó toda esa primavera rezando Rosarios y yendo a misa por mi abuelo y por si acaso, me dijo que no me preocupara. Que si para algo había sido ella la primera mujer que se había sacado el carné del pueblo era para llevar a su niño a ver al Santo. Así que urdimos un plan maestro que consistía en quitarle a mi padre las llaves de su Opel Astra, imprimimos en la papelería del pueblo la ruta, de poco más de tres horas, hasta Santiago, y avisamos a mi abuelo. Esto último fue lo más aparatoso, porque había que llevarse, además de un montón de pastillas y aerosoles, la silla. Pero lo conseguimos antes de que mi padre y mi madre llegaran de trabajar, y nos encaminamos hacia el sepulcro del Apóstol, no sin antes haberles dejado una notita explicándoles toda la verdad y pidiéndoles que ni se preocuparan ni se enfadaran.

Nuestro plan era volver al día siguiente, que caía en martes, porque el miércoles le daban la quimio a mi abuelo, que iba tan contento en el asiento del copiloto y que, después de muchos meses, se había peinado y se había echado Brummel. Íbamos escuchando Rafael Farina porque mi abuela tenía un disco que le había hecho mi prima Laura, que tenía el eMule, y se lo había traído para amenizar el viaje. Iba sonando esa que dice «Luna luna lunera, alumbra los luceros, pasa la noche en vela, en el tablao del cielo» cuando el Opel Astra se paró. Íbamos por El Bierzo y tuvo que venir la grúa y devolvernos al pueblo. El coche, que ya no estaba para trotes, según venía avisando mi madre desde hacía meses, se rompió.

Aquella fue la última vez que lo vi, porque la ñapa costaba casi más que otro coche, y la última noche de mi abuelo, que se fue sin conocer Santiago, sin recibir el rapapolvo que nos echaron a mí y a mi abuela por nuestra escapada fallida y sin ir a la quimio del miércoles. Pero, eso sí, oliendo a Brummel. El día de su entierro fue la segunda vez que dije en público que no creía en Dios. No si se lo había llevado tan pronto y a punto de ver Santiago. Se lo dije a la Amelia, una amiga de mi abuela y suya que siempre me daba Respirales al salir de misa. Ella me respondió que no fuera tonto y que arreara.

Y le hice caso, aunque me costó mucho recuperar la fe, y aún más terminar el viaje que acabamos en El Bierzo. Lo hice años después, justo después de la muerte de mi abuela, repeinado y apestando a Brummel, para horror del resto de peregrinos. Cuando intuí a lo lejos la Plaza del Obradoiro, empecé a entonar aquello de «Luna luna lunera, alumbra los luceros, pasa la noche en vela, en el tablao del cielo».

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VV.AA. Título: Historias del CaminoEditorial: Zenda. Descarga: Fnac y Kobo (gratis).

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