Cuando callaron los cañones en 1945, Europa (lo que quedaba de ella) se frotó los ojos y miró el paisaje de ruinas humeantes y espectros hambrientos. Olía a fosa común, a pólvora vieja y a la vergüenza de un género humano que había tocado fondo con toda naturalidad. Millones de personas vagaban en busca de familiares desaparecidos, hogares perdidos, nacionalidades imposibles. La principal responsable, Alemania, tras una derrota que no sólo fue militar sino también moral, social y espiritual, vivía el purgatorio de la destrucción y la culpa en sus ciudades arrasadas (es recomendable la película Alemania año cero de Rossellini). Y en el juicio de Nuremberg (intento de juzgar crímenes que superaban toda noción jurídica), los jerarcas nazis que hasta el día anterior encarnaban con entusiasmo el espíritu alemán perversamente racista y nacionalista de la época, alegaron (como todos sus compatriotas) excusas burocráticas: yo no quería, me obligaron, etcétera. Los muy hijos de la gran puta. Pero tampoco los vencedores eran tan inocentes como aparentaban. Todos querían olvidar sus incompetencias, sus claudicaciones, sus crímenes. Los británicos, agotados tras el largo esfuerzo, soñaban con revivir un imperio ya imposible. Los gabachos intentaban recomponer su dignidad perdida en los años de ocupación y colaboración (con tanto heroico resistente como apareció al final, era asombroso que los nazis hubieran estado cuatro años bebiéndose su borgoña y bailando con sus señoras). La realidad fue que la vieja Europa, convertida en triste sombra de su antigua grandeza, se vio en manos de las dos grandes potencias que emergían del holocausto: los soviéticos llegaban con sus botas embarradas, sus comisarios políticos y su fría brutalidad comunista; los norteamericanos, con sus planchados uniformes, sus latas de conserva y sus bolsillos llenos de dólares. La palabra aliados desapareció del vocabulario, llegado el momento de repartirse el viejo continente como quien aplica un tajo de navaja en un mapa. Esto para ti, esto para mí; tú a Boston y yo a California. Como tahúres vigilándose uno a otro, igual que jugadores de ajedrez sin escrúpulos, yankis y ruskis se repartieron las zonas de influencia, sacrificando cuantos peones fueron necesarios. El llamado Telón de Acero dejó una Europa occidental tutelada por USA a un lado y una zona de siniestra ocupación soviética al otro. El Plan Marshall fue una inteligente manera estadounidense de establecer influencia: aquella reconstrucción europea con cemento, acero, dólares, sonrisas y películas de Hollywood no fue una obra de caridad, sino un modo eficaz de establecer un patrón de libertad democrática y consumo capitalista a la manera norteamericana; estilo que se puso de moda con sus virtudes (que eran muchas) y sus defectos (que no eran pocos). En la otra mitad del continente (Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria, media Alemania y algún etcétera) la Unión Soviética también impuso su modelo, aunque éste era menos simpático: la libertad se convirtió en lujo sospechoso e inalcanzable, el miedo al Estado fue la forma habitual de vida, las colas del pan demostraron que una cosa era predicar y otra dar trigo, y ciudades, calles, hogares, quedaron bajo la despiadada vigilancia de unos ojos fríos y despiadados que nunca dormían. Lejanos ya los intereses comunes, unos y otros se mostraban los dientes en Europa y procuraban hacerse la mutua puñeta. Por suerte para el mundo, el recuerdo de las bombas atómicas (que ambas potencias poseían) obligaba a ser prudentes; y en vez de enfrentamientos directos buscaron fastidiarse en otros escenarios facilitados por las guerras lejanas y los procesos de emancipación (el prestigio colonial de las potencias europeas se había ido al carajo) que empezaban a sucederse en África, Asia y Oriente Medio, lugares incendiados por unos y otros sin apenas mancharse las manos. La Guerra Fría (una excelente denominación) congeló cancillerías, discursos y maniobras militares, mientras renovados movimientos intelectuales reflexionaban sobre eso: filósofos, escritores, existencialistas, socialistas, democristianos, comunistas que habían visto las orejas al propio lobo, buscaban una brújula moral, coincidiendo en que el mundo no podía permitirse más tragedias como la vivida. Así, la amenaza nuclear, la certeza de que otra guerra significaría un suicidio colectivo, acabó siendo árbitro de la política internacional. Oderint dum metuant, había dicho veinte siglos antes el emperador romano Tiberio: que me odien, pero que me teman. Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Mirándose con el odio de siempre, pero temiéndose con un miedo nuevo, la Humanidad advertía su propio abismo. Y eso iba a mantener a Europa a salvo durante una larga temporada.
[Continuará].
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Publicado el 19 de diciembre de 2025 en XL Semanal.
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